miércoles, 1 de noviembre de 2017

RENAN

RENAN: EL GRAN ERROR DE CRISTO

Por José Joaquín Blanco


En diversas enciclopedias e historias de la literatura se repite la afirmación de que la Vida de Jesús no es el mejor libro del ensayista e historiador Ernest Renan (1823-1892), y se recomiendan “mejores” escritos suyos sobre los apóstoles, el Anticristo, la antigua historia judía, la vida política, científica y social de la segunda mitad del siglo XIX en Francia, o sus Recuerdos de infancia y juventud.
         Su obra como historiador de la cultura y las religiones es vasta y en efecto podrán espigarse muchas ideas y páginas celebrables a cien años distancia, pero su gran batalla fue ésa, la de la Vida de Jesús (1863), que lo convirtió en el Anticristo intelectual para los católicos y en un aliado incómodo para protestantes y judíos durante medio siglo. En varios sentidos toda persona medianamente ilustrada conoce ese libro, aunque jamás lo haya leído: su enseñanza, como las de Darwin, Freud o Marx, permeó toda la cultura moderna.
         A Renan le gustaba definirse como un cura fallido. Estudió para cura hasta que sufrió una gran crisis de fe, a los veintidós años, y a partir de entonces dedicó su entusiasmo a la ciencia, dentro de la atmósfera positivista, pero sin perder un ánimo idealista y humanitario casi religioso, que duplicó la eficacia de su intento de secularizar a Cristo, de historiar a un Cristo laico.
         Su hermosa biografía de Jesús no se engolosina en negarle divinidad, misión que cumple parcamente con los instrumentos de la lógica, de la ciencia y de la historia, sino en narrar y exaltar a un Cristo humano como el creador del mayor mensaje civilizatorio que haya conocido el mundo. Sus amigos descreidotes, como George Sand, lo acusaban de secularizar a Jesús ¡sólo para volverlo a endiosar en cuanto “hombre sublime”!
         La Iglesia clamó que en Renan resucitaba Voltaire; ciertamente hay continuidad en la lucha anticlerical, pero sería un Voltaire romántico, con algo de Michelet y Víctor Hugo. Se construye una erudición formidable en historia oriental y del cristianismo, la somete a una crítica científica, y narra enseguida una utopía, la invención de una civilización humanitaria: la igualdad de los hombres, la defensa de los desprotegidos y la postulación para todas las personas de un destino trascendente, que les enriquece y ennoblece la vida a un grado cualitativamente superior a los intentos de otras culturas.
         Desechada o marginada la explicación religiosa (la inspiración divina), Renan encuentra la raíz de esa nueva visión de la humanidad y su destino en la tradición exaltada del pueblo judío de constante lucha contra la opresión, que lo hizo proliferar en profetas. Rastrea colaboraciones de antiguas culturas orientales en las visiones apocalípticas y en la vasta red de ángeles y demonios que constituirán la visión cristiana del mundo. Señala las aportaciones posteriores de apóstoles y evangelistas, y del propio pueblo como fabricador de la leyenda que deseaba. La conjuración de varias naciones sometidas a Roma para inventarse culturas de liberación y trascendencia. Pero sobre todo el error, el gran error de Cristo, que dio origen al cristianismo.
         Ese error era la creencia del propio Jesús de que el fin del mundo estaba cerca. No como metáfora, sino literalmente: buena parte de sus escuchas, dijo, vivirían para presenciarlo. Al borde del desastre, en la exaltación de quien espera el apocalipsis, idea una doctrina de negación del mundo, de los bienes materiales, de las vanidades sociales y políticas. Predica, como en delirio, el desprendimiento de todo ese mundo material que en unos cuantos años ha de acabarse. Falló. No se acabó el mundo. Pero la doctrina de vivir contra el mundo, con el alma y el corazón puestos en cosas de la virtud, el amor y el espíritu (“el reino de Dios”, “la ciudad de Dios”), permaneció para ser enriquecido por las más generosas ideas semejantes de otras culturas.
         “Es evidente, en efecto, que tal doctrina, considerada literalmente, no tenía futuro alguno. El mundo, al obstinarse en durar, la hacía fracasar. Le estaba reservada cuanto más la edad de un hombre. La fe de la primera generación cristiana se explica, pero la fe de la segunda no. Después de la muerte de Juan, o del último sobreviviente, el que fuese, del grupo que había visto al maestro, la palabra de éste quedaría convicta de mentira. Si la doctrina de Jesús no hubiera sido sino la creencia en un próximo fin del mundo, dormiría hoy ciertamente en el olvido. ¿Qué es entonces lo que la ha salvado? El gran alcance de las concepciones evangélicas, que permite encontrar bajo el mismo símbolo ideas apropiadas a estados intelectuales sumamente diversos. El mundo no se acabó, como lo había anunciado Jesús, como creían sus discípulos. Pero ha sido renovado, y en cierto sentido como Jesús lo quería. Y es porque tenía dos caras que su pensamiento ha sido fecundo. Su quimera no tuvo la suerte de tantas otras que han cruzado el espíritu humano, porque en ella brillaba un germen de vida que, introducido en el seno de la humanidad gracias a una envoltura fabulosa, aportó frutos eternos.
         “Y no digáis que ésta es una interpretación bienintencionada, imaginada para lavar el honor de nuestro gran maestro a propósito del cruel desmentido que la realidad le infligió a sus sueños. No, no. Este verdadero reino de Dios, este reino del espíritu, que hace de cada quien rey y sacerdote; este reino que, como el grano de mostaza, se ha convertido en un árbol que da sombra al mundo, y bajo cuyas ramas hacen su nido los pájaros, Jesús lo ha comprendido, lo ha querido, lo ha fundado. Al lado de la idea falsa, fría, imposible, de un advenimiento de desfile, ha concebido la real ciudad de Dios, la ‘palingenesia’ verdadera, el Sermón de la Montaña, la apoteosis del débil, el amor por el pueblo, el gusto por el pobre, la rehabilitación de todo lo que es verdadero e inocente. Esta rehabilitación la ha logrado como un artista incomparable en rasgos que durarán eternamente. Cada uno de nosotros le es deudor de lo que tiene de mejor en sí. Perdonémosle su esperanza en su vano apocalipsis, en un advenimiento a todo triunfo sobre las nubes. Quizás era un error de los demás tanto como suyo y, si es cierto que él participaba en la ilusión colectiva, qué importa, ya que su sueño lo ha vuelto fuerte contra la muerte y lo ha sostenido en una lucha que, sin tal idea, le habría sido desigual.” (Ernest Renan: Histoire et Parole. Oeuvres diverses, París, Robert Laffont, 1984. Hay varias traducciones castellanas de la Vida de Jesús y de Recuerdos de infancia y juventud, entre las que destacan las de Aurelio Garzón del Camino para la Compañía General de Ediciones, en los años cincuenta.)
         La generosidad del cristianismo sería propia de la víspera del fin: una prodigalidad de moribundo, la transfiguración moral de un condenado a muerte. Un ideal soñado frente al desastre. Una religión para la muerte, como diría Nietzsche. Claro que conforme el desastre se pospone y se pospone, el mundo recobra sus prestigios y sus seducciones. Eso ya no le tocó a Cristo. Toda una serie de santos mitrados y barbudos nos inventaron una cultura que recordara la corrupción de la carne, la inevitable muerte personal, el infierno con todos los tormentos de Dante, la resurrección de todo mundo dentro de algunos miles de años... y levantara toda la pompa de los obispos y las catedrales. ¡Qué difícil sostener la teoría cristiana sin la proximidad del apocalipsis! En cambio, a la Iglesia Primitiva, que lo esperaba en cinco o diez años más, quizás en quince... Cristo se los había ofrecido al pie de la letra.
         En México el positivismo tiene mala fama, por el entusiasmo que despertó entre los porfiristas. Para el positivista Renan se trataba sencillamente de aplicar métodos racionales y científicos... con suma libertad. Así, por ejemplo, en lugar de descalificar la quimera apocalíptica de Cristo y sus discípulos, o su larga serie de milagros, aporta hechos paralelos. Encuentra que en toda civilización precientífica, e incluso en el Oriente del siglo XIX que visitó, abundan los hacedores de milagros, con hazañas incluso más vistosas que las narradas en los evangelios. El milagro es una solución habitual para la mente precientífica, dice. Y recuerda a san Francisco de Asís y a Joaquín de Fiore para mostrarnos las reservas de generosidad y de idealismo de que puede echar mano la especie humana cuando está convencida de que el fin del mundo está, ahora sí, próximo.
         Una de las curiosas contradicciones de la Vida de Jesús de Renan es el amor de este científico por las épocas precientíficas, y la nostalgia por el remoto pasado de este famoso cantor del progreso. Renan dijo alguna vez que daría cualquier cosa por siquiera entrever un texto escolar que se publicase diez o veinte años después de su muerte: ¡de cuántos nuevos, insospechados conocimientos gozaría la siguiente generación! En realidad, lo entusiasmaban los antiguos pergaminos en lenguas semíticas.
         La Vida de Jesús, desde luego, ha sido superada como conocimiento histórico de Cristo y su época. Este siglo ha dedicado muchos esfuerzos a la historia y a la arqueología. No puede ser superado, sin embargo, como ensayo: como obra cimera de la inteligencia liberal del siglo XIX. Su amor por el cristianismo laico es contemporáneo de las varias revoluciones francesas y del socialismo. Así como Salambó, la novela de Flaubert, habla más de la cultura francesa de la segunda mitad del siglo XIX que de la historia de Cartago, la Vida de Jesús —en su momento paradigma del estudio histórico más riguroso— ahora nos habla del Cristo liberal, laico, amigo de san Vicente de Paul y de los socialistas, y hasta un poco lector de Víctor Hugo, que conoce nuestra cultura moderna. Renan lo sabía:
         “Pero, en medio de la barbarie, la idea del reino de Dios permanece fecunda. Algunos documentos de la primera mitad de la Edad media, que comenzaban con la fórmula: “Al aproximarse la noche del mundo”, son cartas de liberación de siervos. A pesar de la iglesia feudal, las sectas, las órdenes religiosas y algunos personajes santos siguieron protestando, en nombre del Evangelio, contra la iniquidad del mundo. En nuestros propios días, días atormentados donde Jesús no cuenta con más continuadores auténticos que aquellos que parecen repudiarlo, los sueños de organización ideal de la sociedad, que tanta analogía tienen con las aspiraciones de las sectas cristianas primitivas, no son en cierto sentido sino la extensión de la misma idea, una de las ramas de este árbol inmenso donde germina todo pensamiento futuro, y donde “el reino de Dios” será eternamente el tronco y la raíz. Todas las revoluciones sociales de la humanidad se injertarán en él. Pero estorbadas por un materialismo grosero, aspirando a lo imposible, es decir, a fundar la felicidad universal sobre medidas políticas y económicas, las tentativas ‘socialistas’ de nuestro tiempo permanecerán infecundas hasta que asuman como regla el verdadero espíritu de Jesús, quiero decir, el principio de que, para poseer la tierra, es necesario renunciar a ella...”
         ¿No suena, más que a seguidor de Comte, a predicador, casi a evangelista? Un evangelio laico, según san Ernesto, el enemigo del clero y contertulio de la ilustrada princesa Matilde; el compadre de Flaubert, Taine, Sainte-Beuve y los Goncourt.
         Su Vida de Jesús, recibida con ira por el clero (que consiguió que su autor fuese expulsado del Collège de France), fue una de las tres obras más injuriadas de la época de Napoleón III (las otras dos: Madame Bovary y Las flores del mal), y logró el milagro de que un libro de erudición y crítica intelectual se volviera best-seller.
         Además de las pasiones religiosas, desató las pasiones culturales: Marcel Proust no le perdonó (en Pastiches y mescolanzas) que se hubiera atrevido a secularizar el tema religioso, que él quería impune e intocado en la magia de las catedrales medievales, pintadas a la acuarela por un turista a lo Ruskin.

         Ninguna visión secularizada de Cristo puede ignorar el pensamiento de Renan.

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