lunes, 1 de septiembre de 2014

MAURIAC

MAURIAC: CÓMO CONSTRUIR UN COCODRILO

Por José Joaquín Blanco

Difícilmente se puede admirar sin exasperación a François Mauriac (1885-1970), el célebre novelista católico... que no sabía hacer novelas. Sus libros narrativos carecen de tramas y personajes verdaderos, como lo denunció su enemigo, igualmente célebre, Jean-Paul Sartre (quien tampoco supo cómo escribir una novela verdadera.) (Ouvres Romanesques, París, La Pochotèque, 1992. Hay ediciones francesas de La Pléiade y otras editoriales. Circulan traducciones castellanas de varias de sus novelas (Aguilar, Alianza Editorial y Salvat). Cf. Mauriac, París, l’Herne No. 48, 1952. Maurice Nadeau: Le roman français depuis la guerre, París, Gallimard, 1970.)
Estos dos antiliteratos antinovelistas dominaron el panorama de la prosa francesa durante al menos un cuarto de siglo, y dividieron tras sus nombres —especialmente en sus artículos periodísticos escandalosos— la opinión política y cultural de Francia de los años treinta a los sesenta.
         Sartre: el profeta de “los condenados de la tierra” (Fanon) y de la libertad, quien sin embargo a ratos debió hipotecarla por entero a la estrategia comunista de la URSS; el crítico maximalista de una sociedad a la que parecía encontrar decadente, “sólo porque aún no ha decaído demasiado”, decían sus enemigos, y algo perduraba en ella de los tradicionales códigos morales y políticos.
         Los comunistas y otro tipo de revolucionarios abominaban de Sartre: con tal compañero de ruta, “el hombre nuevo” no necesitaba enemigos. Un corruptor del proletariado. Un periodista a veces más indigesto que los tratadistas abstrusos. Un filósofo de declaraciones y manifiestos desaforados y noticias de ocho columnas, quien ponía todas las riquezas de la filosofía alemana y de la literatura francesa —según sus detractores— al servicio del desorden callejero, el caos juvenil y urbano, la crápula, el sexo licencioso y el terrorismo cultural. El más corrosivo y desaforado de los dramaturgos.
         François Mauriac: el novelista profesionalmente católico que se encarnizaba con personajes e historias sórdidos de Burdeos, donde se pudrían la familia, la Iglesia, la burguesía, la sociedad, el Estado, el dinero, la moral, los sentimientos y pulsiones, las supersticiones de clase y hasta de abolengo provinciano: El beso al leproso, Genitrix, El desierto del amor, Thérèse Desqueyroux, Nudo de víboras, El misterio Frontenac, El mono.
         La jerarquía clerical y el Vaticano lo detestaban porque todo su catolicismo mostraba suciedad, putrefacción, desesperación, sordidez en los hogares y las almas de puros “malamados” y “ángeles negros”. Parecía otro Sartre, pero con escapulario. Se le acusaba de snobismo: por ambición literaria, acentuaba el cristianismo de los pérfidos y malditos, demasiado cercano a Baudelaire y Dostoyevski.
         Había mucho de Freud y hasta de Marx en sus nauseabundos retratos de la sociedad católica francesa; y aunque siempre se exhibiese como abanderado del catolicismo, enfrentado al totalitarismo y a la inmoralidad, resultaba más subversivo como enemigo interno que los enemigos declarados de la Iglesia y la derecha política, con quienes al menos se sabía abiertamente a qué atenerse.
         En los momentos decisivos, el aleve Mauriac formaba filas con el adversario: crítico feroz del franquismo, opositor a la ocupación alemana, compañero de ruta de los socialistas y liberales que tomaron por asalto el propio Vaticano (Marx abominó menos del capital, que Mauriac de la codicia y la avaricia), encabezados por el papa Juan XXIII y su concilio.
         Mauriac y Sartre se odiaban, pero invariablemente el éxito los reunía. Ambos agitadores literarios marcaban los extremos de la discusión cultural francesa y lograron el Premio Nobel (rechazado por Sartre), que tan pasmosamente se negó a Breton, Malraux, Céline, Cocteau, Bernanos, Julien Green... Herederos de Gide —éste, protestante y luego ateo, y no Mauriac, logró en La puerta estrecha la obra maestra de “la novela católica”—, conformaban un bifronte monstruo cultural que zarandeaba a los bienpensantes.
         Entre sus continuos intercambios de insultos sobresalió la recíproca descalificación literaria. “He leído la última novela del señor Sartre, y me da mucho gusto declarar que la encontré muy mal escrita”, dijo Mauriac. Sartre señaló que el católico sencillamente no podía concebir una trama, ni mucho menos personajes con vida propia, con libertad: le resultaban meros títeres en acciones esquemáticas, prefabricadas, artificiales, que simplemente ilustraban las ideas y los prejuicios de Mauriac, quien actuaba como un demiurgo y no como novelista; un pequeño dios omni y prepotente hacia sus criaturas imaginarias: “Dios no es un artista; el señor Mauriac, tampoco”.
         No las dejaba vivir. Siempre andaba definiéndolas, sermoneándolas, jalándolas de la manga, sofocándolas en su esquema ético. Carecían de libertad, y en tal sentido, de todo arte.  (A pesar de la celebridad de los feroces ataques de Sartre, el mayor golpe que recibió Mauriac provino silenciosamente de la obra de otro católico: Georges Bernanos: Los grandes cementerios bajo la luna, Diario de un cura de aldea, Diálogos de las carmelitas, mucho más estimado como artista y pensador entre los lectores ilustrados.)
         Ambos tenían razón en sus insultos. A veces el gran Sartre consigue escribir mucho peor que el resto de los mortales, lo que es todo un mérito. Generalmente el gran Mauriac ofrece meros personajes alegóricos en situaciones fijas y simplificadas, donde el Mal los abate para permitir el florecimiento moral de su autor, su afán de predicador.
         Pero ambos antiartistas (“epatantes”, engagés, belicosos) también lograron, durante sus trayectorias opuestas y paralelas, una intensidad emotiva e intelectual que encumbró sus novelas y relatos a la vanguardia de las épocas inmediatamente anterior y posterior a la Segunda Guerra Mundial.

EL COCODRILO
Hoy en día se dejan leer mejor los relatos breves y líricos de Mauriac (especialmente El mono y El beso al leproso) que sus intentos de narraciones más complejas (El desierto del amor, Thérèse Desqueyroux). Tanto mejores cuanta menor sea su trama; cuanto menos aspiren a vida propia sus personajes, y más se ofrezcan pasivamente a un atormentado y poético discurso de autor sobre ellos.
         Que no intenten vivir ni hablar por sí mismos: que dejen que el autor los dibuje y hable a través de ellos, siempre con su prosa culterana pero concisa, del típico “gran” estilo francés, lleno de referencias y clichés engolados, académicos. Que se presten como terribles temas de predicación.
         En sus novelas Mauriac es un ejemplo extremo del gran literato antinovelista. De la misma manera que muchos narradores mandaron al diablo las normas y convenciones literarias, y quisieron quemar toda la Literatura-con-mayúscula que estorbara la eficacia de sus tramas y personajes, a los que deseaban incluso más vivos que los de la realidad, Mauriac prescindió de todo recurso narrativo —lenguaje coloquial, verista; autonomía de los personajes; verosimilitud de la trama, complejidad psicológica; ausencia de comentarios omniscientes y revelación de los conflictos sólo a través de la acción— que se opusiera a su ambición de alegorista.
         Todos sus personajes son símbolos, todas sus tramas parábolas; suelen concluir en París (después de un infierno moral arraigado en la provincia, especialmente en Burdeos) con poco disimuladas moralejas. Algo semejante a Sartre, para quien sus historias y personajes servían como ilustración de su filosofía existencialista, Mauriac se sirvió de los personajes y situaciones como emblemas del pensamiento católico.
         ¿Pero qué hay de malo en ello? Importa el valor del texto, no la obediencia al género. Si no se quiere hablar de la novelística de Mauriac, que se destaque su emblemática. Aunque fracase como novelista, y no le creamos sus historias ni sus personajes, triunfa como autor: dio vida intensa a las angustias de su tiempo.
         En cualquier obra de Mauriac hay un católico con conflictos interiores que, inmóvil, se ahoga en su examen de conciencia, previo al confesionario y la comunión. No es un religioso épico, al estilo de Claudel, quien cantó el imperio glorioso de Dios, sino un atribulado para quien no existe otro drama sobre la tierra que el examen de conciencia. (Julien Green siguió un camino semejante, con harta mayor destreza narrativa, pero menores ira y desesperación.)
         En este sentido, su obra maestra sería Nudo de víboras (1932) —en el manuscrito se iba a llamar El cocodrilo, dentro de la zoología emblemática y teológica de Mauriac, como El mono y El cordero—, especialmente en su primera parte, que muestra la intensidad lírica y la exactitud de dibujo de sus relatos cortos, a la manera de los récits gideanos.
         Toda la memorable fuerza de esta novela estriba menos en sus virtudes propiamente novelísticas que en la ira de Mauriac contra el ateísmo burgués. Es casi un libelo contra Voltaire. Ya muchos autores católicos y hasta librepensadores se habían dedicado a despreciar y a ridiculizar a los prepotentes ateos de la nueva burguesía francesa: el Homais de Flaubert, el tío Sosthène de Maupassant (lo siguen haciendo: la “Historia prodigiosa” del voltaireano, pero bromista, Adolfo Bioy Casares). Mauriac no los desprecia, los odia con furor desatado.
         Un anciano burgués ateo (bordelés, abogado, avaro, especulador de dinero) se acerca a la muerte podrido de odio contra su esposa, sus hijos, sus parientes políticos, sus nietos. Casi agónico, conjura contra ellos: quiere herirlos y desheredarlos. El tono de la novela es escandaloso en su desmesura. No es común odiar gratuitamente, con tal arrebato, a la propia familia.
         Suena casi contra natura, especialmente cuando no aparece ninguna razón ni situación que lo justifiquen. Que la esposa había tenido alguna casta especie de noviazgo antes de conocer al Cocodrilo; que no lo amó con simpatía ni erotismo, sino como distante, altiva esposa abnegada; que lo apartó, para volcarse en una adoración matriarcal a sus hijos, y egoístamente lo alejó de ellos, pues su ateísmo podría dañar sus almas, etcétera.
         Estas situaciones de personajes completamente abandonados de la gracia de Dios son típicas de Mauriac. El caso asombroso aquí fue que le concedió la voz narrativa. El Cocodrilo escribe su examen de conciencia en primera persona: se exhibe, se denuncia en toda su sordidez: su soledad, su fealdad, su suciedad y su miseria de espíritu.
         Se trataba en principio de una obra satírica, y acaso se dirigía a denigrar las “lágrimas de cocodrilo” del ateo agonizante. Pero las lágrimas adquirieron realidad, densidad; y la sátira se le volvió tragedia lírica. Se engolosinó con esa extraordinaria fealdad maniquea del personaje; la enriqueció y ennobleció con toda la gloria de los perdedores del mundo, de los “malamados” y ¨”ángeles negros”; de los malditos del espíritu de Baudelaire y Dostoyevski.
         Mauriac sólo pudo sostener este tono en la primera parte. En la segunda (para disgusto de Gide) lo moderó, y concluyó con una conversión de última hora a la vida devota, según chismes de una nieta algo demente. Pero ya había dedicado unas cien encendidas páginas a la aventura de ahogarse en el peor infierno espiritual concebible: el hombre que, sin Dios, nada puede disfrutar ni amar en este mundo; un despreciable que todo lo desprecia.
         Este vituperio del enemigo tendría poco valor si se le narrara en tercera persona. Había una vez un hombre odioso etcétera. Hacerlo en primera, prestándole el propio corazón al réprobo absoluto, confiere una fuerza extraordinaria al odio del mundo y de sí mismo que expresa —¡hasta canta, en prosa siempre endomingada!— el personaje.

EL MONÓLOGO DEL ENEMIGO
No creemos que el Cocodrilo exista ni pueda existir; sabemos que es un emblema. Falla como personaje novelístico. La trama es absurda, casi infantilmente esquemática; su nudo —cuando el Cocodrilo descubre que su hijo natural se une a los legítimos en una conjura contra él— está resuelto con simpleza, casi con tontería: Casualmente, durante un raro viaje a París, los descubre en uno de los miles de cafés; los sigue sin ser notado a una iglesia, y a distancia de cincuenta o cien metros lo adivina todo por sus ademanes, etcétera.
         Pero el empuje de escribir el monólogo del enemigo, confundiéndose a ratos con él, a ratos voluntariamente iracundo, a ratos involuntariamente cómplice, logra todo un testimonio católico contra la sordidez de la vida humana, de la conducta burguesa, de la vida en familia, del amor conyugal y la paternidad; del patrimonio familiar, de los grupos y clases sociales del campo y de la ciudad, con una fuerza que ningún ateo podría conseguir.
         La Iglesia se indignó. “Si Cristo vino a crear esta cultura, estos hogares, estos personajes católicos, mejor se hubiera evitado el viaje”, es lo que naturalmente piensa el lector, y lo que pensaron los censores eclesiásticos. “¿Es esta la redención operada por Cristo? ¿Esta es la civilización de la Iglesia?”. Los gulags del cristianismo.
         Los relatos bordeleses de Mauriac recuerdan —aunque fueron simultáneos— a los de Faulkner en el sur de los Estados Unidos. La decadente sordidez de familias estancadas donde todos los parientes se odian y perjudican. No hay comparación en tramas y personajes, magníficos en Faulkner, pero sí en las atmósferas, que Mauriac vuelve más sofocantes aún.
         Sabemos que Nudo de víboras empezó como sátira contra un tío ateo del propio Mauriac. Que pretendía exhibir la fealdad, la aridez, el egoísmo, el desamor de los burgueses ateos de Francia. Cuando Dios se va, el mundo se vuelve un “desierto del amor”. Pero Mauriac, en gran conflicto, se mezcló con su enemigo al poner en su boca la voz narrativa. Se incorporó a su examen de conciencia.
         Permitió que esa enorme, extravagante denuncia del mundo familiar, que esta putrefacción de los valores familiares, se hinchara y explotara como un absceso. Ningún enemigo de la familia la ha denunciado con tal violencia, con tal encarnizamiento. Ni el propio Gide del alarido: “¡Familias, os odio!” Octavio Paz hablará de “familia, nido de alacranes” en Pasado en claro.
         Luego Mauriac quiso reparar los daños, con una segunda parte moderada y un final que tiende hacia la conversión, la confesión, el perdón del réprobo. No pudo. Lo que impera es la denuncia inicial del padre absolutamente sórdido.
         Mauriac era hombre poco intelectual y poco artista. Mucha religión y trato social (un predicador del Evangelio, pero invariablemente rodeado de duquesas, ministros de De Gaulle y miembros de la Academia Francesa), poco interés por las artes y la literatura. Hasta presumía de anti-intelectual.
         Pero imitaba incesantemente a Racine. De ahí vinieron las instrucciones para construir su Cococrilo. Sucede que en Racine encontramos tragedias alegóricas, esquemáticas, sofocantes, para denunciar a los réprobos. Pero son precisamente los personajes infames (Fedra, Atalía) quienes se llevan los mejores parlamentos, con sus sacrílegas denuncias de Dios, el mundo, el hombre.
         Los réprobos se vengan de sus autores aparentemente ortodoxos, y logran que lo central, lo constante y perdurable de sus obras, sean los momentos en que los rectos intentaron hablar a través de los infames. O viceversa. ¿Quién presta la voz a quién? ¿Quién vive de la sangre de quién? Borges: “¿Cuál de los dos escribe este poema?”
         Y como los rectos los odiaban tanto, como eran su terror y su obsesión desmedidos, debieron agigantar su voz y su perfil: imprimir en los réprobos, como un halo, todo el temor y la fascinación que en los probos habían producido. No es simplemente el Mal en sí mismo, sino tal como el Bien, aterrado, lo imagina.
         En Nudo de víboras se huelen azufres de un infierno verdadero. Quizás en este mediocre mundo terrenal, el Mal y los réprobos carezcan de esa grandeza y esa perfección en la sordidez y en la miseria espirituales. Pero desde luego existen en el alma y en los nervios de los probos que durante sus pesadillas se sueñan réprobos; que (jansenistas) siempre sospechan al diablo debajo de la propia piel devota.
         La execración de la condición humana que logra Mauriac queda como uno de los rasgos más extravagantes, pero memorables y perturbadores, de la literatura moderna. Sórdido. Agrio. Arisco. Por lo demás, el “nudo de víboras” alude al nido familiar, pero sobre todo al corazón: amasijo sangriento de embrolladas venas y arterias bestiales, dentadas, que roen desde su centro al hombre, réprobo o no, cuando arbitrariamente carece de la gracia de Dios.
         “El infierno son los otros”, exclamó sibilinamente Sartre. El infierno es uno mismo, arrojado al examen de conciencia católico, donde florece la culpa con todas las pompas y engolamientos de la prosa tradicional francesa, diría Mauriac.
         ¿Por qué “uno mismo”? ¿Por no ser los blancos ángeles de Dios? ¿Pero dónde están esos ángeles blancos? No en la obra de Mauriac, proliferante de puros “malamados” y “ángeles negros”.


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