domingo, 1 de marzo de 2015

LUGONES

LUGONES: “Y MUERA COMO UN TIGRE EL SOL ETERNO”

Por José Joaquín Blanco

Leopoldo Lugones (1874-1938) se me presenta, en un principio, como una exageración de Salvador Díaz Mirón, lo que es hablar de la exageración de lo ya extremoso. Sus trayectorias corren vidas paralelas: surgen de Víctor Hugo con una misión del poeta como furibundo libertador. Ambos atraen ese heroísmo a los terrenos del lenguaje, y se atreven a experimentos verbales radicales, prodigiosos. Pero tratan de “igualar con la vida el pensamiento”, y sus fornidos egos de “superhombre intelectual” los despeñan en alardes políticos escandalosos, durante los cuales los antiguos liberadores “socialistas” a ratos juegan el triste papel de reaccionarios altisonantes, “aliados de la espada” de los militarotes latinoamericanos; y en una tremenda inquietud personal, que los lleva a las armas, a los duelos (pistola en Díaz Mirón, espada en Lugones).
         Estas dos cumbres del modernismo, por lo demás, contradicen la tendencia general de ese movimiento literario que buscaba como valores supremos el “azur”, la forma, el matiz, la manera, la rarificada pureza del arte, al saturarlo de profecía y de emociones políticas. La analogía no queda ahí. Ambos se vieron dotados de un insólito poder verbal, rara vez conocido en nuestro idioma, que les permitió un despliegue, un poderío y una originalidad poéticas asombrosas. De ambos se dijo que compendiaban toda la poesía de su tiempo.
         Pero Lugones llega a más. Supera a Díaz Mirón en intereses intelectuales, que van de la ciencia y la economía a la historia y la teosofía; ensaya su radicalismo poético, y cubre todo su ciclo: después de lograr lo insólito, lo complicado, lo radicalmente refinado, abjura de las estalactitas y “lascas” del extremismo verbal modernista, y recurre al lenguaje más sencillo posible y a los temas regionales, campesinos, “criollistas”, más cotidianos. Es también un autor de viñetas campiranas y de romances y coplas.
         Por encima de todo, y aquí se diferencia radicalmente del solemne Díaz Mirón (y de la mayoría de los poetas de cualquier lengua), toda la obra de Lugones vibra con una pasión humorística, con una obsesión lúdica, como no se había conocido ni ha vuelto a verse en castellano (salvo el lugonesco Renato Leduc). Borges compara sus “rimas locas” con las del Don Juan de lord Byron. Esta suprema, totalizadora urgencia de juego, lo llevó a desbordar el pulido modernismo, y a inaugurar el pirotécnico caos vanguardista.
         ¿No hay un Díaz Mirón, pero a todo volumen, en esta estrofa juvenil de Lugones?
        
         ¡Odia, Pueblo! La faz se hermosea
         Cuando hay fiebres de odio en el pecho,
         Como barra de hierro candente
         Que doran las bravas injurias del fuego!
         En mi bárbara estrofa se irrita
         Como lengua de víbora el nervio,
         El odio arde en mi bárbara estrofa,
         El odio es el torvo pudor de los siervos.
        
         Pero el mexicano fue un iniciador, y el argentino un culminador del modernismo. Uno abrió la puerta, el otro la cerró. Lugones asimila al Rubén Darío de Prosas profanas:
        
         Cuando el Sol gasta su aljaba en los ónices del coro,
         asemeja la vidriera zodiacal constelación,
         sumergida en el encanto de un crepúsculo de oro
         que realza sus matices de jacinto y coridón.

         Pronto asimilaría a Jules Laforgue. Sin Lugones no tendríamos López Velarde ni La suave patria:

         Luna, quiero cantarte,
         Oh ilustre anciana de las mitologías,
         Con todas las fuerzas del arte.

         Deidad que en los antiguos días
         Imprimiste en nuestro polvo tu sandalia,
         No alabaré el litúrgico furor de tus orgías
         Ni tu erótica didascalia,
         Para que alumbres sin mayores ironías,
         El polígloto elogio de las Guías,
         Noches sentimentales de misses en Italia.

         El humorismo desbocado, un humorismo muchas veces exclusivamente verbal, producto de rimas locas y sinónimos escandalosos escarbados en el diccionario, dota a Lugones (como a sus discípulos mexicanos Tablada y López Velarde) de cierto misterio. Así como Lugones exagera a Díaz Mirón, López Velarde exagera a Lugones, y encontramos esas rimas chuscas, esos vocablos rebuscadamente exhumados, que conforman una atmósfera irónica o caótica, incluso en poemas de absoluta seriedad y tristeza íntima.
         A Díaz Mirón podría hacérsele el reproche que Borges dirigió a Lugones: “Adoleció de dos supersticiones muy españolas: la creencia de que el escritor debe usar todas las palabras del diccionario; la creencia de que en cada palabra el significado es lo esencial y nada importan sus connotaciones y sus ambientes”.
         Se habla mucho del esfuerzo “titánico” de Salvador Díaz Mirón para encontrar la rima nunca usada, la metáfora inconcebible, el efecto insólito; su heroísmo de esculpir sin descanso el poema. La realidad es diferente. No le niego enorme laboriosidad, pero añado también un talento propio imperativo, no deliberado, más allá incluso de su albedrío, para la expresión prodigiosa. Sencillamente el don verbal se apodera de él, como otros sufren el avasallamiento de la inspiración moral, sentimental o política.
         Lo mismo le ocurría a Lugones (Obras poéticas  completas, Madrid, Aguilar) pero más hacia el juego que hacia los trágicos claroscuros. Toda la lógica y el lenguaje enloquecen en él ante cualquier asunto, lo mismo “Los burritos” que su gran tema, la luna, en una Babel de variaciones (El Lunario sentimental apareció en 1909.)

         El can lunófilo, en pauta de maitines,
         Como una damisela ante su partitura,
         Llora enterneciendo a los serafines
         Con el primor de su infantil dentadura.

         En su Antología poética (Madrid, Alianza Editorial) de Lugones, Borges perpetra el desacato de excluir el “Himno a la luna” (1904), su poema más famoso. Una pedantería o una mala broma de Borges. Existe el prejuicio de “salvar” a Lugones de su texto más juguetón, el más lugoniano. ¡Pero eso es quitarle a Góngora sus Soledades! No tenía Borges el derecho de escondernos versos como:

         Al resplandor turbio
         De una luna con ojeras
         Los organillos del suburbio
         Se carian las teclas moliendo habaneras.

Ni estas soledades modernas:

         El hipocondríaco que moja
         Su pan de amor en mundanas hieles,
         Y, abstruso célibe, deshoja
         Su corazón impar ante los carteles,
         Donde áreas coquetas
         De piernas internacionales,
         Pregonan entre cromos rivales
         Lociones y bicicletas...

Ni esta estrofa en loor a la gordura:

         La rentista sola
         Que vive en la esquina
         Redonda como una ola,
         Al amor de los céfiros sobre el balcón se inclina;
         Y del corpiño harto estrecho,
         Desborda sobre el antepecho
         La esférica arroba de gelatina.

         ¿Feísmo, diletantismo, esnobismo al enaltecer eruditamente lo prosaico, lo vulgar? No: simplemente la locura del juego. El lenguaje desatado, en absoluto jolgorio y regocijo de todas sus rimas y analogías. La sublevación carnavalesca del diccionario. La feria de la parodia y de la caricatura. Los númenes y las musas más respetadas se pierden en una lotería de analogías oníricas, circenses, calemburescas o albureras.
         Lohengrin —¡sufre, Wagner!— es un avaro chico de barrio, que en la fonda no deja ni un centavo de propina:
        
         En una fonda tudesca
         Cierto doncel que llegó en un cisne manso,
         Cisne o ganso,
         Pero, al fin, un ave gigantesca;
         A la caseosa Balduina,
         La moza de la cocina,
         Le dejó en la jofaina
         La luna de propina.

         Todo un zoológico cabe en una estrofa del “Himno a la luna”:

         El tigre que en el ramaje atenúa
         Su terciopelo negro y gualdo
         Y su mirada hipócrita como una ganzúa;
         El búho con sus ojos de caldo;
         Los lobos de agudos rostros judiciales,
         La democracia de los chacales
         Clientes son de tu luz serena.
         Y no es justo olvidar a la oblicua hiena.

         Como las de Díaz Mirón, fueron muy celebradas sus rimas difíciles: orla/por la; petróleo/mole o; boj/reloj; sarao/cacao; oréganos/lléganos; insufla/pantufla; apio/Esculapio; sucio/occipucio; saltimbanqui/yanqui. Sorprenden menos ahora, en estos tiempos desdeñosos de la rima, pero su gesticulación extraña ilumina esos vocablos con una rara luz, entre hosca y jocosa. Su oído musical y su fraseo lo ubican, como a Darío, entre los mayores músicos del idioma.
         Y de repente, como perdidas en el tonel de antigüedades o en el museo de objetos extravagantes de sus innumerables versos originalísimos, relucen imágenes de frescura inagotable, de tenaz vitalidad, así se antologuen mil veces (“Y muera como un tigre el sol eterno”; “Llora una lenta palidez de ocaso/ En un deshojamiento de alamedas”; “Sueño lunar que se goza consigo/ Mismo, como en su propia ala duerme el ave”). No hay para Lugones un fuera-de-la-poesía, ni lo feo, ni lo vulgar o corriente (“Una exhalación vegetal de vacas”; “Y llegó de la huerta/ Un maternal escándalo de gallinas”; “El triste viento como un perro triste/ que llora a su hembra ante la luna impávida”).
         Una doméstica paz campestre:
        
         En generoso aliento se exhalaba el tomillo.
         La tarde puso un poco de rosa en su pincel.
         Y un haz de sol poniente, ya manso y amarillo,
         Se tendió ante la casa como un largo lebrel.
        
Aún más plena en un solo dístico:

         El cerro azul estaba fragante de romero
         Y en los profundos campos silbaba la perdiz.

         Ese “superhombre” poético, de tormentoso discurso, supo bien definir la carga sólida del ego. En “El orgullo”:

         Y todo él no es más que oro, oro, esmeralda,
         Y oro otra vez, y vívidos cianuros,
         Que ya apaga en relámpagos oscuros,
         Ya en espasmos flamígeros escalda.

         Fuego de oro, no más. De cuando en cuando,
         Parece que lo atiza con las alas;
         Y que en la cruel soberbia de sus galas,
         Dos cuchillos de cobre está afilando.
        
         Borges le reprocha a Lugones el no haber logrado, en su desenfrenada invención de imágenes y rimas, la concentración sentimental. La poesía sentida. El poema que se clava en el lector como una confidencia amistosa o como una revelación emocional. Todo es recreo en Lugones; nunca hay ángelus. Toda una laberíntica tlapalería se distribuye en sus pinturas lunares; nunca aparece un íntimo claro de luna... y cuando estaba a punto de aparecer, lo convirtió en un chiste:

         Pues cuando nos amábamos, con la infantil sorpresa
         De aquellos grandes éxtasis de luz, yo estaba en esa
         Edad de cuitas breves y fáciles sonrojos,
         En que sólo se adora las manos y los ojos.

Pero no se le podrá negar a Lugones la fibra erótica:

         El mar, lleno de urgencias masculinas,
         Bramaba alrededor de tu cintura,
         Y como un brazo colosal, la oscura
         Ribera te amparaba. En tus retinas,

         Y en tus cabellos, y en tu astral blancura
         Rieló con decadencias opalinas
         Esa luz de las tardes mortecinas
         Que en el agua pacífica perdura.

         Palpitando a los ritmos de tu seno,
         Hinchóse en una ola el mar sereno;
         Para hundirte en sus vértigos felinos

         Su voz te dijo una caricia vaga,
         Y al penetrar entre tus muslos finos,
         La onda se aguzó como una daga.

         Tablada y López Velarde levantaron su bandera en México durante los años de la revolución. Luego dijo Rufino Blanco-Fombona: “La mayor de sus condiciones de poeta consiste en un don verbal extraordinario. La segunda, en el don asimilativo. Asimila cuanto le impresiona en ajenos autores, aun los más dispares con su temperamento; y a menudo desfigura, aplasta y supera lo asimilado”. Cf. Max Henríquez Ureña: Breve historia del modernismo, FCE, 1978; José Olivio Jiménez: Antología crítica de la poesía modernista hispanoamericana, Madrid, Hiperión, 1985; Borges: “Lugones” y passim en Obras completas (Emecé)
Cuando el mesiánico Lugones tuvo la extravagante ocurrencia de asumir posiciones militaristas y fascistas, señaló Alfonso Reyes: “Aun entre los jóvenes argentinos que se vieron en el doloroso trance de separarse de él por motivos no literarios, era voz común que en Lunario sentimental (Madrid, Cátedra) estaba el semillero de toda la nueva poesía argentina”.
         Concluye Borges: “La obra de Lugones es una de las máximas aventuras del castellano”.
         No faltan los mustios aguafiestas: “Sin embargo, hay en Lugones algo no logrado. Su intensidad vital, su riqueza de percepciones, su frescura de intuición poética —todo en grado excepcional— cedieron a la vanidad, casi deportiva, de lucirse con palabras, formas y técnicas”. Señor Enrique Anderson Imbert (Historia de la literatura hispanoamericana, México, FCE): Vaya usted a decirle lo mismo a Quevedo y a Góngora. Por cierto: ¿No ha oído alguna vez que el juego no es el menor de los beneficios del arte, ni el más opaco destino del poeta?




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