sábado, 1 de agosto de 2015

COCTEAU. EL ESPECTÁCULO

EL ESPECTÁCULO COCTEAU

Por José Joaquín Blanco

A Jean Cocteau (1889-1963) se le consideró en vida lo que ahora llamaríamos un escritor light: ligero, frívolo, superficial y charlatán. Es probable que entre sus primeros y más persistentes enemigos se hayan contado André Gide y André Breton.
         Era la época en que Gide buscaba una nueva seriedad para la literatura y se enfadaba por el travestismo, el exceso de duquesas y la dedicatoria al director de Le Figaro de Por el camino de Swann, de Proust. Gide siguió pensando, hasta su muerte, que Cocteau hacía puros números de Music Hall con el arte y la filosofía, meros espectáculos epilépticos y delirantes telones decorativos, agobiados por una egomanía y un narcisismo incontinentes.
         Algo semejante pensaba Breton del Cocteau poeta: el surrealismo puesto en barata, transformado en pintoresquismo y diletantismo. Todos esos ángeles fatales de gimnasio, esos insomnes o sonámbulos, esos delirios de opio y cocaína, esas mescolanzas entre el catolicismo y los burdeles (Jacques Maritain protestó); esas coqueterías de una supuesta (y efectivamente iletrada: bric-à-brac de temas y tonos prestigiosos) metafísica hacia el box, el circo, el cine, el jazz, los oficios religiosos; la vanguardia artística como autopropaganda y sensacionalismo; esas nupcias verbosas entre el vivo y el muerto, el soñador y el soñado, etcétera.
         Pero Cocteau siempre tuvo de su lado a una tropa de grandes apoyadores: Catulle Mendès, Proust, Colette, Satie, Picasso, Chaplin, Stravinsky, Milhaud, Auric, Poulenc, Paul Morand, Radiguet, Cummings, Villaurrutia, Auden, Genet, Truffaut...
         Xavier Villaurrutia leyó un anticipado nocturno propio en Vocabulaire (1922) de Jean Cocteau:
         Por supuesto, te acuestas como un ángel de nieve,
         más pesado que el bronce, más ligero que el corcho,
         sobre el amante cuyo espasmo finalmente te regocija;
         bajo tu fuego helado la carne se hace estatua,
         y a la larga, es preciso que, muerto, me acostumbre
         a recibirte en mi lecho.
[Certes, vous vous couchez comme un ange de neige,/ Plus que le bronze lourd, plus léger que le liège,/ Sur l’amant dont le spasme enfin vous réjouit;/ Sous votre feu glacé le chair se fait statue,/ Mais, à la longue, il faut, mort, que je m’habitue/ A vous recevoir dans mon lit.]
         Y escribió su famoso:
         y mi voz que madura
         y mi voz quemadura
         y mi bosque madura
         y mi voz quema dura,
después de leer juegos de palabras semejantes en Opéra (1927), sin duda el poemario más surrealista de Cocteau, explícitamente dedicado a los laberintos del lenguaje y la conciencia producidos por la “intoxicación” de la droga: “Voit les fenetres sur la mer / Voile et feux naître sur la mer”. Dicen que tembló en México cuando el futuro autor de Nostalgia de la muerte representaba, como actor, Orfeo.
         Cocteau sabía (Le Grand Écart), y por supuesto también Villaurrutia, que semejantes juegos de palabras no provenían de Dadá ni de la cocaína, ni de los fumaderos de opio, sino de la minuciosa, deliberada, artesanía verbal. Víctor Hugo, por ejemplo, villaurrutiaba: “Gall, amant de la reine, alla, tour magnanime / Galament, de l’arène à la Tour Magne, a Nîme”.
         Aunque formó parte de los surrealistas del primer día, suele borrársele, como a Dalí, de ese exclusivista grupo pendenciero. Su libros de poesía armaban escándalo... antes de quedar olvidados. La poesía era cosa seria, aun la escritura automática, y no jugarretas esnobs de exquisitos saltimbanquis.  Mucha popularidad (y finalmene honores: la Academia Francesa, el doctorado honorario de Oxford); poco aprecio en medios letrados.
         Sin embargo, muchos de sus libros siguen republicándose, treinta y cinco años después de su muerte, tanto o más que los de los surrealistas “puros”, seriesotes y ortodoxos. Y ya no se ven tan claras sus diferencias, en ciertos poemas precisos, con respecto a un Breton o a un Éluard: naturalmente se adecuan al mismo racimo imaginativo y lúdico. Parece recobrar su lugar entre los mayores poetas de su generación (Opéra, Plain-Chant). La voz humana es probablemente el monólogo más representado del siglo (1930; lo filmaron Rosselini en 1947, con Anna Magnani, y Jacques Demy, en 1957, como Le Bel Indifferent, con Edith Piaf. Francis Pulenc lo convirtió en ópera en 1959).
         Algo semejante ocurre con sus novelas y sus obras de teatro. Como muchos narradores y sobre todo dramaturgos de su época (Gide, Claudel, Valéry, Giraudoux, Anouihl, Sartre, Camus), tomó mitos clásicos y culteranos —Edipo, Antígona, Orfeo, Ruy Blas, el Rey Arturo, Baco, la Bella y la Bestia— para aplicarlos al mundo moderno, o al menos para verlos desde una supuesta perspectiva contemporánea (lo onírico freudiano, las artes de vanguardia). Cf. Romans, Poésies, Oevures diverses, Ed. B. Benech, La Pochothèque, Le Livre de Poche, París, 1995. (Las obras de Cocteau están dispersas en las editoriales Gallimard, Du Rocher, Grasset, Stock, etcétera; hay múltiples traducciones castellanas, incluso un Teatro completo en Madrid, Aguilar).
         “¡Pero eso no es Orfeo ni Edipo: no hay conocimiento ni mensaje clásicos, sino frases y anécdotas tortuosas y esnobs!”, se clamaba. “¡Puro oportunismo cultural, diletantismo morboso y publicitario!” “¿Tragedia en Cocteau? ¡Pero si Cocteau no sufre! ¡Simplemente se ofrece como espectáculo!”, exclamaba Gide. “¡Qué ángeles ni qué angeles, son puros mayates o chulos de lupanar!”, se escandalizaría el puritano pontífice Breton. Otro surrealista puritano, Paul Éluard, explotó ante La voz humana, el delirante monólogo telefónico de una mujer abandonada: “¡Es obsceno! ¡Basta, basta! ¡Es a Desbordes [un amante de Cocteau] a quien estás telefoneando!”.
         Efectivamente, suenan más a fábulas extravagantes que a metafísica o mitología serias, pero fábulas que siguen gustando, especialmente en sus versiones cinematográficas, y también en libro y en la escena. Proliferan estudios y monografías recientes sobre su obra y su exhibicionista biografía. Sus dibujos “de aficionado” son ya una marca esencial de la cultura francesa de entreguerras.
         El mallarmeano Gide lo había llamado al orden desde un principio. Tenía excesivo talento, le dijo, para demasiadas cosas al mismo tiempo. Pintura, música, poesía, teatro, novelas, ensayos, periodismo y exhibicionismo. Pero era preciso elegir, depurar, profundizar. De otro modo desperdiciaba toda su pólvora en gesticulaciones, golpes teatrales, adaptación precipitada de obras y corrientes artísticas de moda... Cocteau no hizo caso: no eligió, no depuró, no profundizó.
         Quiso serlo todo a la vez, a todo color y a todo volumen. Superficialmente, sobre las aguas (tiene por ahí un poema a nuestro vals “Sobre las olas”), en farsas que aspiraban a ser tragedias, tedéums o epopeyas. ¿Y esa mescolanza oportunista de exquisiteces dispares, esa Belle Époque en contubernio con el surrealismo, esos evangelios con pasos de cancán? ¿Tantos ángeles para una desvelada fiesta de locas? Escandalizaba a muchos lectores y espectadores de su tiempo. (Cf. Mauriac, Claude: Jean Cocteau ou la Vérite du Mesonge, París, Odette Lieutier, 1945; Fraigneu, André: Cocteau par lui-même, París, Seuil, 1963; Brown, Frederick: An impersonation of Angels. A Biography of Jean Cocteau, Nueva York, The Viking Press, 1968; Steegmuller, Francis: Cocteau. A Biography, Boston, Little, Brown & Co., 1970; Crowson, Lydia: The Esthetic of Jean Cocteau, Honover, N. H., The University Press of New England, 1978; Peters, Arthur King: Jean Cocteau and his world, Nueva York, Vendome Press, 1987; Touzot, Jean: Jean Cocteau, La Manufacture, 1989).
“Moneda falsa, tics intelectualoides, esteticismo de boutique, espectacularidad de sexo y droga travestidos en ángeles, aleluyas y misereres”, se decía. Todo ello parece, ahora, perdonable. Produce una obra ciertamente extravagante pero también dotada de brillo, de energía, de imaginación instantánea, de perfiles únicos: juguetes artísticos, si se quiere, pero que siguen jugando a la ruleta (la cual, nos recuerda de paso Cocteau, fue inventada por el supremo filósofo Pascal.)
         Todas estas contradicciones se concentran en su obra maestra: Los muchachos terribles (1929). Esta extraña novela arranca con una excelencia narrativa impresionante, que parece impulsarla a las alturas de Proust, de Gide, de Martin du Gard, de Mauriac: la soledad sentimental en la adolescencia. Los chicos de catorce años en el liceo, antes de descubrir su identidad sexual y de entrever sus destinos y personalidades. Sus pasiones bullentes e inmaduras se manifiestan de un modo arisco, y aun violento: las guerras de bolas de nieve a la salida de la escuela (bolas de nieve que suelen esconder una piedra). Y la apoteosis del valentón del grupo: Dargelos (quien devendrá uno de los ángeles tutelares de la obra de Cocteau: el valentón de barriada como un erótico “ángel de la muerte”).
         Esta historia tan prometedora, sin embargo, pronto se vuelve teatro artificioso: un cuarteto de personajes más simbólicos que reales, en escenarios extravagantes como un gran palacio de millonarios, donde se extravían en una danza de reflejos, a partir de la maldición del incesto, revelada a última hora.
         El lector deja de creer que eso sea una novela hacia la página 70. Aparece un Music Hall de yo y el otro, el cuerpo y el fantasma, el rostro y la máscara, la vida y la muerte, tan inverosímiles como artificiales, entre biombos y traspapeladas cartas en “neumático” dirigidas a uno mismo. El narrador se olvida de la novela y extrae sin continencia todo tipo de conejitos artístico-metafísicos del sombrero. Fracasa la novela, pero triunfa un “espectáculo Cocteau”. En cierto sentido, Cocteau siempre hace Parade, su desfile carnavalesco.
         Acaso más que exigirle géneros, límites, congruencias, profundidad intelectual, pureza artística, haya que aceptar la extravagante obra de este creador multiforme como un “espectáculo Cocteau”. Los poemas siempre de la mano con los dibujos; las novelas con los ballets, los ensayos con la locuacidad de un declamatorio, oportunista, narcisista orador de radio; todo ello, siempre sumergido en su densa atmósfera teatral y cinematográfica.
         Arte impuro, indudablemente; pero cada vez menos. El público parece aceptar el “espectáculo Cocteau”, y pedirle eso siempre: su brillantez, su humor, su colorido, sus grandes recursos operáticos, su metafísica de utilería y salón de belleza. Sus ángeles son menos bíblicos que Top Models, quienes se hacen los interesantes con cierto vestuario mitológico o gangsteril, como para anunciar calzoncillos Calvin Klein. Y algo en el premeditado caos de sus dramas, películas y poemas avizora de los recientes videos de MTV. Caleidoscopios veloces de imágenes, sensaciones e ideas poco rigurosas, pero siempre espectaculares. El espectáculo por el espectáculo mismo. Los videos de Madonna o Michael Jackson como consecuencia lógica de El testamento de Orfeo.
         Sigue en el favor del público, que parece respetarlo más ahora que durante su clamorosa vida. ¿De qué asombrarse?  Acaso algunas veces ocurra que la pureza del arte sea mera invención ulterior de los profesores y los críticos: que en su origen y en su momento muchas obras hayan sido impuras, gesticulatorias, Music Hall, prestidigitación para mantener boquiabierto y babeando al público: acumulación histérica de detalles prestigiosos, frases declamadas, perfiles eróticos, bricolage clásico en cabarets, yates y pistas de patinaje.

         Tal vez el nimbo de pureza y trascendencia sea posterior a la creación de las obras, fruto del tiempo, que algunas llegan a conquistar gracias a la devoción y el respeto de generaciones ulteriores. Un don que el lector o el público les confieren.  Algunas películas (La sangre del poeta, La Bella y la Bestia), poemas, crónicas (Portraits-Souvenir, El libro blanco), relatos, obras de teatro (Orfeo) de Cocteau lo están conquistando. 

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