jueves, 1 de septiembre de 2016

LUIS MIGUEL AGUILAR

LUIS MIGUEL AGUILAR: PROSAS EN FORMA DE CUBO


Cuando apareció Chetumal Bay Anthology (hacia 1980, en un suplemento; en 1983, como volumen), el decisivo libro de poemas de Luis Miguel Aguilar, que daba la espalda tanto a toda la balumba metaforizante de la quinta generación de rumiantes del vanguardismo, como a los desahogos “expresionistas” del coloquialismo airado o desbocado; y retomaba los monólogos dramáticos de la Antología griega, de Browning o Lee Masters, relatos sucintos en versos lapidarios, recordé el asombro de José Gorostiza ante el Return ticket de Novo: “¿Hay en esta tendencia un deseo de cubicar el lenguaje, de reintroducir en él el dibujo que perdiera la palabra romántica?”.
         Aguilar había escrito mucha poesía antes (su tan antologada villanela), y compuso después muchos poemas diferentes a esta “tendencia cubista”, a esta poesía “con dibujo”: el estilo tan difícil y extraño de la Chetumal Bay Anthology no es pues su bandera, sino una de sus banderas.
         Algo semejante podría decirse de su prosa. De sus prosas. Ha escrito ensayos que van desde el análisis histórico y filológico más ortodoxo, hasta los juegos de combinaciones analógicas menos esperados (La democracia de los muertos), y relatos autobiográficos directos de gran llaneza y emotividad (Suerte con las mujeres —el episodio del gol en el Estadio Azteca es una de las mayores estampas de la narrativa mexicana contemporánea).
         Bueno: ahora, en Nadie puede escribir un libro (Cal y Arena) aparece la prosa “cubista”, que reintroduce el dibujo que ha perdido la narrativa mexicana después de tres décadas de facilidad coloquialista y semiautobiográfica, de contar “como platicando” alguna anécdota personal, de los amigos o de las tías.
         Ahora el cuento es el cuento mismo, cómo contarlo. Cómo volver a dibujar un cuento, después de tantos años de contar con puros manchones de emoción y desahogos coloquiales.
         Luis Miguel Aguilar sí ha podido escribir el libro que, dice, nadie puede; pero ha buscado el camino de las dificultades, de formas y técnicas novedosas y desusadas. Sorprende y refresca que, a la manera de un Carlos Mérida, por ejemplo, nos ofrezca cubos, conos, espirales, aristas, donde alguien quisiera ver anécdotas más o menos realistas, chismes o sucedidos más o menos conversados, según la norma de la narrativa mexicana en este fin de siglo.
         No le ha vuelto la espalda al mundo cotidiano. Nos habla del futbol, de los embrollos del cajón de calcetines, de los taxistas y el recogedor de la basura; de las minucias domésticas de la pasta de dientes y los insomnios, de la vida capitalina de los matrimonios jóvenes; de la gripe, de las peligrosas homonimias con cantantes famosos, de los boleros.
         Esas son sus manzanas, diría Cardoza; pero como las manzanas de Cézanne, no aspiran a parecerse a las de la realidad, sino a crearlas nuevamente, a dibujarlas precisamente como no son, para que recobren el perfil que el abuso del cuento realista y el coloquialismo les ha suprimido. Para que sean en sí mismas, en su invención, en su composición, en su diferencia, más reales que los objetos o asuntos que refieren.
         Como en sus asombrosas y discutidas columnas en Nexos y en Crónica dominical, en este libro de Luis Miguel —que no es la bandera de su prosa, sino una de sus banderas— encontramos una extraña manera de narrar, que inventa su técnica y recupera hallazgos de aforistas, ensayistas, poetas, compositores de canciones y hasta de crucigramas.
         Para narrar lo más nimio, íntimo o cotidiano, recurre a la regla y al compás, a los espejos de las paradojas, a las simetrías y asimetrías del poema, y a mil y un travesuras eruditas.
         Ello no lo aleja de la realidad de sus asuntos: les recupera esa realidad que hemos desgastado con la innumerable emisión realista y simplona de sus episodios. Tampoco lo desvía de la amenidad ni de la emoción: es más intenso en sus cubos, que otros cuentos “instamatic”, de hablar dizque muy naturalmente frente a la grabadora, de literal fotografía instantánea.
         Siempre ha existido este Luis Miguel “cubista”, pero se acentuó —como narrador— en los años noventa. ¡Tanto lío verbal, metafísico, libresco, porque hoy no pasó el recogedor de basura, o porque los pares de calcetines invariablemente se vuelven nones en el cajón! Ese lío es la realidad, ese lío es toda la literatura. Está ahí el Quevedo de “Un cuento de cuentos”, el Balzac de las galeras impares de La musa del departamento, Verlaine y Laforgue; están Kafka, Huidobro, Pessoa, Borges, Cortázar, Barthelme, Heller. Y ciertos involuntarios hallazgos picassianos de los inenarrables locutores de futbol, que en su afán de estar hablando durante todo el partido de repente inventan cada frase, cada “objeto verbal”, cada vanguardismo literario... ¿”Espléndidas tus canchas, Patria mía”?
         Ah, volver nuevo lo trillado; devolverle a los episodios de nuestras vidas —siempre tan semejantes a los de todos los hombres de todos los tiempos— un temblor nuevo, un asombro, una caricia irrepetible, un frescor propio. Incluso su deformación en el espejo trucado, su parodia, su caricatura. Estamos en plena creación —al mismo tiempo concierto y carnaval— literaria.
         No faltaron los necios que se llamaron a escándalo. ¡Pero “así” no se narra! ¡“Esos” no son cuentos! Bueno: precisamente así se narra, y esos —sobre todo “ésos” y sobre todo “así”— sí son cuentos, y no meros rollos melodramáticos ni meras fotografías instantáneas y descuidadas de la reiterada realidad. Cézanne les devolvió todo el dibujo, el color y el espesor a las manzanas.
         Y el público lo advirtió. Cuando los colegas —los colegas invariablemente nos equivocamos— acaso le reprochábamos a Luis Miguel que estuviera yendo demasiado lejos con su regla y su compás, sus Bracques y sus Matisses, sus Méridas y Andy Warhols, de repente suena un campanazo.
         Anoto que aquí sirvieron de algo —¡por fin!— los cofrades del fanatismo futbolero. El caso fue que una día —supongo que varias semanas, porque esta riesgosa y rigurosa manera de narrar exige muchísimo más inspiración y horas de trabajo que otras— Luis Miguel Aguilar amaneció pindárico.
         Y se lanzó con una valiente oda al futbol “de antaño” que, como las de Píndaro a los atletas, en lugar de reproducir realistamente las hazañas de un pie con una pelota, le pidió al lenguaje las eufonías, las anáforas, los ritmos de los tedeums o los misereres, para narrar un mero listado de futbolistas que, por obra y gracia de su metro, de su fuerza musical, de sus juegos verbales y sus aliteraciones, se volvió una nostálgica y compendiosa La guerra y la paz futbolera. ¿O se trata más bien de En busca del futbol perdido? No nos fabrica melodramas del éxito y la adversidad, de la gloria y la caída, sino una mera lista de nombres entrañables. Pura música. ¡Y todo mundo a añorar a moco tendido la dorada época ida del Botafogo! Du côté de Maracaná. Todavía no dejan de asombrarme su eficacia ni su popularidad.
         Se alebrestó pues la fanaticada (mientras los estadios se vacían de fans, el Parnaso y la Academia se llenan de poetas y sociólogos que buscan en un otoñal y lírico fanatismo futbolero a la vera de los whiskies, las promesas que el arte y la política, como se ha visto, cumplen escasamente: ¡se habla tanto de futbol entre poetas; y hablan tanto de “filosofía dianética” los futbolistas!).
         Se armó el escándalo. Llovieron las “cartas a la Redacción” ante estrofas como:
         Reinoso —el Fumanchú— Necco y Berico,
         De Sales, Portugal, Juan Bosco, Cuenca,
         Colmenero, Escalante, Larrasolo...
         Poema onomástico seguido de una larga sucesión de notas eruditas sobre los futbolistas de antaño, que avivaron el fuego e instauraron la polémica. Sobra decir que componer un poema con una mera sucesión de nombres, apodos o apellidos, exige una maestría verbal que en su tiempo le fue envidiada a Píndaro (quien por lo demás se atrevió a versos y estrofas onomásticos, pero no a todo un poema exclusivamente onomástico. El proto-perpetrador de tal osadía fue Unamuno, con nombres de ciudades y regiones españolas.)
         A partir sobre todo de entonces, para bastantes lectores (incluso quienes no desgranamos el otoñal y memorioso rosario de las estadísticas y nóminas del futbol), dejó de ser “difícil” el estilo de Luis Miguel. Lo que, a falta de denominación mejor, llamo sus cubismos. Se encontró la sonrisa, la travesura, el frescor, el jugo y el juego de sus relatos. Así les pasó a Picasso, a Carlos Mérida, a Andy Warhol.
         Sus dibujos eran menos difíciles que nuestro prejuicio sobre sus supuestas dificultad, rareza o erudición. Aparecieron como lo que eran: cuentos.
         Los dones de este libro espléndido podrían enunciarse de otro modo. En Nadie puede escribir un libro, Luis Miguel Aguilar nos recuerda que el asunto de un relato no es su asunto, sino la manera de relatarlo; el verdadero cuento de un cuento es sobre todo la aventura de contarlo.
         La luna siempre es la misma, y Lugones debe inventar mil formas diferentes, propias, de enunciarla, para que no siga siendo la aburrida y reiterada luna desgastada por el uso, sino una luna nueva, tan nueva como la de la noche sin literatura.
         Arquitecto y dibujante a contracorriente de sus cuentos, Luis Miguel Aguilar sobresalta la narrativa con sus personalísimas tangentes. La somete a laberintos y leyes de gravedad.
         Así logra sus cuentos de cuentos sumamente rebeldes y asombrosos, pero también sonrientes, traviesos, alegres de la experiencia de “circunnavegar el cubo” (Gulliver en el reino de los oximorones) para llegar a la cosa terrestre, al pan diario.
         ¿Prosa de poeta? ¡Ya se le dijo en otra ocasión que hacía poemas de prosista! ¡Pónganse de acuerdo! Con Luis Miguel Aguilar no hay límites ni compartimientos estancos, sino la aventura literaria total, en su jocunda plenitud.
         Ha transformado la poesía, el ensayo, el relato mexicanos de este fin de siglo. Ha logrado “otras cosas” en este reino libresco del siempre más de lo mismo.
         Rubén Darío brinda con sus porteros y delanteros. Borges y Cardoza les guiñan a sus dinámicas aventuras de un hombre parado (pero corriendo, ¡y a qué velocidad!) en mitad de su propio cuarto. ¿Quién habla por ahí del cubo al cubo, de “las manzanas de Mondrian”?
         Los méritos críticos y renovadores del trabajo de Luis Miguel Aguilar, sin embargo, importan menos que la gran alegría, la travesura y el “temblor nuevo” que proporciona su lectura. Su realidad literaria. Su plenitud fabulesca.
         Nos hace ver la realidad de otro modo, con otro brillo. Sus extrañas máquinas de narrar producen seres y episodios de intensidad profunda, de vida jugosa e inteligente.





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