martes, 1 de agosto de 2017

LUIS GONZÁLEZ OBREGÓN

LUIS GONZÁLEZ OBREGÓN

Por José Joaquín Blanco y Jorge Olvera Ramos

(Prólogo a la antología de los Imprescindibles, de Ediciones Cal y Arena)

I
En este volumen el lector contemporáneo de Luis González Obregón encontrará al mismo tiempo diversión y conocimiento. “Instruir divirtiendo”, como exigían los clásicos a la escritura y la enseñanza de la historia. Amenidad, humor, atmósferas literarias finas y variadas, pintoresquismo, folklore, riqueza verbal, en una prosa sencilla que recupera y recrea buena parte de la antigua historia de México, especialmente la virreinal.
A pesar de sus minuciosos, obsesivos intereses de historiador y erudito, siempre guiados por un rigor académico extremo, Luis González Obregón no intentó un discurso espeso, metódico, exhaustivo, ideológico, en sistemáticos tomos, difíciles o indigestos, sino viñetas, artículos, ensayos de erudición conversada y sabrosa, de literatura “llena de gracia”, como diría su amigo Amado Nervo.
Esta manera peculiar de escribir historia recibió sobre todo la influencia de la literatura y del periodismo costumbristas, románticos y liberales, pero también de la visión popular (tradición oral), al mismo tiempo irónica y nostálgica, lírica y cómica, que conservaban o añoraban de su pasado algunos sectores de la sociedad mexicana, especialmente en lo que concierne a su capital, y que ofrecía, en la rememoración y recreación del pasado, un campo de conocimiento fecundo para la reflexión sobre la fuerza de las tradiciones, más que un discurso teórico sobre su evolución política, social, económica o cultural.
La historiografía enciclopédica, pedagógica, polémica, discursiva, ideológica, analítica, ocupó a lo largo del primer siglo del México Independiente a otros historiadores distinguidos, desde fray Servando Teresa de Mier (Historia de la revolución de Nueva España), Carlos María de Bustamante (Cuadro histórico de la revolución de la América mexicana), Lorenzo de Zavala (Ensayo histórico de las revoluciones de México), el Doctor José María Luis Mora (México y sus revoluciones), Lucas Alamán (Historia de México, Disertaciones) y Joaquín García Icazbalceta (Historiadores de México, Bibliografía mexicana del siglo XVI, Don fray Juan de Zumárraga), hasta Vicente Riva Palacio (México a través de los siglos, El libro rojo), Manuel Orozco y Berra (Diccionario universal de historia y geografía, Historia de la dominación española en México) y Justo Sierra (Evolución política del pueblo mexicano, Juárez: su obra y su tiempo), entre muchos otros.
Aquella otra “historia viva” de la tradición floreció en la marquesa Calderón de la Barca (La vida en México), en Guillermo Prieto (Memorias de mis tiempos), en Ignacio Manuel Altamirano (Paisajes y leyendas, tradiciones y costumbres de México), en José María Roa Bárcena (Recuerdos de la invasión norteamericana por un joven de entonces), en José María Marroqui (La Llorona, La Ciudad de México), en Antonio García Cubas (El libro de mis recuerdos, además de sus famosos diccionario y atlas históricos y geográficos), etcétera.
Como se ve, en ambas corrientes, la cientificista o academicista, volcada en atlas, tratados y diccionarios, y la tradicionalista, literaria o periodística, expresada en artículos, memorias, narraciones, viñetas “leyendas” y “tradiciones”, la labor historiográfica mexicana del siglo XIX se afanó con entusiasmo y eficacia notables.
Del lado de los conversadores, narradores o “cronistas”, Luis González Obregón señala la mayor altura en este empeño de escribir la historia de México a finales del siglo XIX y principios del XX. Erudición y recuperación del pasado, al mismo tiempo documental que tradicional, atendiendo (sin menoscabo del rigor profesional) sobre todo a la sazón y a la gracia. Casi diríamos poemas historiográficos. Hay que recordar que en su origen la Historia no sólo era conocimiento, sido también arte, musa, poesía.

II
La historia de la ciudad de México domina las indagaciones de Luis González Obregón: sus personajes, edificios, calles, leyendas y tradiciones reconstruyen para el lector contemporáneo la vida colonial: una sociedad estamental altamente jerarquizada, el desarrollo económico apoyado en privilegios y concesiones, la política ordenada bajo los postulados de un vasto orden imperial, el papel protagónico de la Iglesia, la abigarrada mezcla cultural en la vida capitalina. Buena parte de los rasgos distintivos del régimen virreinal desfilan en la prosa amena y fresca de sus artículos, monografías, ensayos, viñetas.
         “Instruir divirtiendo”. En sus divertidos relatos hallamos a un investigador que derrocha conocimiento de fuentes históricas, entonces poco accesibles, muchas veces inéditas. Cita con frecuencia a Orozco y Berra y a Riva Palacio, a Francisco Sedano y a su amigo José de Agreda y Sánchez; al mismo tiempo echa mano de los archivos recónditos, conoce de libros antiguos, descubre documentos importantes o curiosos, recurre a las leyendas y a los testimonios orales.
Todo ese cúmulo de información proporciona a sus crónicas no sólo riqueza y objetividad documentales, sino que logra imprimirles, con un gusto literario jamás igualado por otros autores de temas coloniales, el aroma de la época.
El lector contemporáneo encontrará aquí todos los elementos que exige el rigor académico: fuentes precisas, argumentaciones claras, demostraciones y conclusiones eficaces que transforman el trabajo erudito  en relatos amenos, de claridad inmediata, que jamás se podrán olvidar. Buena parte de los narradores colonialistas posteriores no hicieron sino recordarlo o glosarlo (frecuentemente hasta la exageración, el fastidio, la parodia).
Cuando se vuelve a la fuente mayor de la recuperación literaria colonial,  la de González Obregón, retomamos una literatura colonialista sin los defectos de sus epígonos. Fresca y eficaz, sencilla y lírica: en él se funden la investigación profunda de los documentos, el análisis de la información y la exposición sabrosa de un prosista brillante, capaz de lograr la excelencia con una audaz economía de recursos, de inolvidables dibujos de un solo trazo rápido, que incluso se permite la coquetería literaria de hasta parecer “descuidado”. No hay petulancia ni pedantería, grandilocuencia ni aparato. La creación ardua y la expresión sencilla, como querían, y a veces lo consiguieron, ciertos clásicos españoles del Siglo de Oro: fray Luis de León, Lope de Vega, Quevedo.

III
Fue Ignacio Manuel Altamirano, el maestro de la literatura mexicana de su siglo, quien despertó la vocación histórica del adolescente Luis González Obregón en las aulas de la Escuela Nacional Preparatoria. Nuestro cronista siempre lo reconoció como su principal maestro.
De ahí en adelante el joven historiador hizo suyos todos los adelantos que la historia y las ciencias sociales lograban en todo el mundo a finales del siglo XIX: la proliferación de las excavaciones arqueológicas en varios continentes, el desciframiento de los textos (persas, egipcios), el descubrimiento de vastas y variadas culturas antiquísimas en Asia, el triunfo de la etnología que planteaba la diferencia entre las diversas comunidades humanas, la crítica de las teorías deterministas que reducían la historia de la humanidad a un cartabón eurocentrista; en fin, una multiplicación de los materiales y los métodos de estudio en las disciplinas históricas y sociales. Tal avance en el conocimiento condujo, en el ámbito académico, a la aparición de verdaderas escuelas de erudición en Europa y los Estados Unidos, que la cultura mexicana se propuso emular.
         Durante este período se libró en México una polémica, no necesariamente excluyente, entre los positivistas ortodoxos, cientificistas, amantes del dato y las teorías firmes, creyentes en el progreso perpetuo, y las viejas corrientes algo conservadoras y nostálgicas, renuentes a abandonar el paraíso perdido de su esplendor novohispano: su utopía de un imbatible espíritu hispánico y católico (por más que pareciera, por el momento, en derrota frente al empuje modernizador sajón o germánico), todo ello renovado, como había ocurrido en Francia durante la Restauración, por un espíritu romántico que ennoblecía y mitificaba el pasado.
En Francia, principal inspiradora de historiadores y literatos mexicanos, destacaron Augustin Thierry, Chateaubriand, Michelet, Renan, Taine, Sainte-Beuve. “La historia tendrá su Homero, como la poesía”, se había propuesto Thierry, en su reconstrucción de la Edad Media francesa. Escritores y lectores mexicanos vieron con asombro y envidia las obras del norteamericano Prescott sobre la conquista de México y del Perú y la historia de los Reyes Católicos.
En una trinchera, los “científicos” positivistas enarbolaban la evolución histórica y el progreso; en la otra, los eruditos tradicionalistas ironizaban sobre tal evolución: había algo más brillante y valioso que el progreso, era el pasado: “¡Visiten la Catedral de la ciudad de México, y docenas de templos, conventos y palacios por todo el mapa; vayan a Teotihuacan, a las ciudades mayas!”. En todo caso, México no debía cambiar tanto, ni siquiera para progresar, pues dejaba de ser él mismo. Debía conservar su identidad antigua, incluso en los aspectos modestos y aldeanos, premodernos y anacrónicos. López Velarde se haría eco de esa corriente en La suave Patria:

Patria, te doy de tu dicha la clave: 
Se siempre igual, fiel a tu espejo diario:
Cincuenta veces es igual el Ave
Taladrada en el hilo del rosario,
Y es más feliz que tú, Patria süave.

Modernizadores y tradicionalistas combatían la improvisación y la charlatanería anteriores de los historiadores aficionados, a la manera de Bustamante, y apostaban por la investigación rigurosa de fuentes publicadas o inéditas, por el trasiego de archivos, por la excavación de ruinas. Ambas corrientes se unían en un afán nacionalista, pero aquéllos buscaban en el pasado un estímulo del porvenir moderno (afrancesado o norteamericanizado), y éstos lo miraban con ensoñación a ratos hipnótica: una Edad de Oro virreinal, sin humillaciones por parte de las potencias extranjeras.
El punto de desacuerdo mayor entre ambas corrientes, que siguió manifestándose a lo largo del siglo XX, fue el relativo al trato que los modernizadores de la Reforma y el Porfiriato dieron a muchos monumentos coloniales: el derrumbe o la incuria. Para nuestros tradicionalistas no había teoría de evolución o progreso que justificara ningún atentado contra los monumentos del virreinato: levantar palacios modernos sobre las ruinas de viejos conventos constituía un asesinato de la belleza, de la esencia, del sueño más profundo de la nación. Mientras los modernizadores construían una nueva ciudad de México, émula de París o Nueva York en miniatura, Luis González Obregón recuperaba la antigua en el museo literario e histórico de sus libros. La crueldad y la destrucción de la Revolución de 1910 acentuó tal nostalgia. En sus últimos años, nuestro cronista veía no sólo el pasado, sino el presente moderno de México con antipatía y temor, a la vez que acentuaba su culto, su mitificación del país “viejo”.
Pero en su juventud, González Obregón muestra una actitud indecisa e incluyente. Rinde culto al pasado y disfruta del auge porfiriano. No se ciega ante la Edad de Oro: critica la injusticia, la fealdad, la insalubridad, la superstición de los buenos tiempos virreinales, tan apestosos, al igual que ironiza sobre las pretensiones de nuevo rico del México progresista y modernizador, tan ridículo y falso.
Ubicado pues entre estas dos corrientes, el joven Luis González Obregón desarrolló un estilo propio y peculiar. A este periodo corresponden los ensayos de México Viejo, escritos entre 1890 y 1895, cuando el “milagro porfiriano” brillaba en todo su esplendor. En ellos encontramos a un investigador apasionado que documenta cada una de sus afirmaciones, un hombre de acción que en su obra se mantiene al margen de compromisos políticos pero sin evadir juicios sobre la situación política de su presente. Un hombre variado e incluyente caracterizado por una notable templanza, siempre sensato, plantado en un terreno seguro: el de sus estudios, sus fuentes, sus reflexiones, su prosa.
Los protagonistas de sus ensayos no son procesos de desarrollo, ni flujos demográficos ni ciclos económicos; los artífices de sus historias son el arrogante conquistador, el escribientillo de oficina, el arriero de tierra adentro, el cura beato, el mayordomo de monjas, la criada de rebozo y la señora de mantilla que con sus vidas pacíficas o sus actos frenéticos nos muestran una sociedad compleja arraigada profundamente en la tradición.
Asuntos como la disputa entre los armeros y sastres por un lugar en la procesión del Corpus, las aventuras galantes de los conquistadores o los ahorcados de Romita le permiten ofrecer al lector contemporáneo un retrato vivo del México virreinal. 
Luis González Obregón vivió también la época posrevolucionaria: de este periodo son Las Calles de México. Aquí González Obregón se muestra ya ungido con el aura del historiador profesional. Las crónicas conservan la solidez argumentativa y el estilo ameno y conversado. El espíritu de un gran curioso aún sigue ahí pero asoma cierto desencanto acerca de la dirección que la Revolución, los Tiempos Modernos, e incluso el mero avance del Tiempo (¡cómo le molesta que se cambie el nombre a una calle, como si durante la época colonial no se hubiera cambiado el nombre de todas las calles docenas de veces!), había dado a la nueva sociedad.
Por otra parte, aunque González Obregón recibió una educación positivista jamás asumió la arrogancia de los “científicos”; ejerció su profesión de historiador con todo rigor, cuidando la técnica y disciplina  de los modelos  heredados de sus profesores, pero sin permitirse la declamación ni la profecía. Simplemente recuerda, saborea, recupera el pasado de “su” ciudad, que ya ve como fantasma, como una ciudad mental, hecha de documentos, sensaciones, emociones y pensamientos.
A un siglo de distancia, cuando en las investigaciones históricas prevalece la especialización y la fragmentación del conocimiento, y el afanoso cultivo de la ilegibilidad y la pedantería académicas, el trabajo historiográfico y literario de González Obregón adquiere una dimensión y una vigencia esenciales, renovadoras. Supo escribir y pensar formidablemente la historia de México. Una historia poderosa y llena de gracia.

IV
Desde el momento de su aparición, Amado Nervo supo reconocer en el guanajuatense por nacimiento y capitalino por elección, Luis González Obregón (1865-1938), autor de México viejo (1891-1895) –libro de juventud, concluido entre sus treinta y sus treinta y cinco años-, a un historiador-poeta; a un erudito e investigador que fue al mismo tiempo un creador de prosas particularmente eficaces y conmovedoras. Una galería de estampas hermosas de la historia de la ciudad, que no la adulan ni falsifican.
Estos valores se reafirman a un siglo de distancia. En gran medida, nos acercamos a la ciudad de México en los tiempos virreinales como González Obregón quiso y supo recuperarla y reinventarla. 
         Principal figura de la tendencia colonialista en la literatura mexicana, y autor con México viejo de su principal libro, nuestro cronista porfiriano se perfila sin embargo como su mayor excepción. Su temperamento es curioso: discípulo al mismo tiempo de liberales (Altamirano, Prieto) y conservadores (Alamán, García Icazbalceta), de los modernos hombres de la Reforma y de los vetustos eruditos melancólicos del antiguo orden español de fueros y privilegios, amigo de casi todos, logró capturar una visión del virreinato ajena a partidarismos.
Aunque resulta contemporáneo y amigo de los poetas modernistas, busca una estética diferente del modernismo: la del artículo costumbrista en que habían destacado los liberales, como Prieto, Altamirano y Riva Palacio.
En ello se diferencia de la posterior corriente colonialista: no intenta restaurar poderes abolidos ni vengar los agravios de los liberales y modernos contra el México antiguo; no inventa una “fabla del habedes” (término burlesco con que Genaro Estrada se burlaba de Valle Arizpe), una prosa de arcaísmos y ritos sintácticos y ortográficos como atavismos de abolengo, aunque no deje de usarlos de vez en vez como elemento de su estilo; no idealiza la mentalidad conventual y monárquica, ni se empeña en denostarla; no decora, con tramas de ópera, folletón, santoral o melodrama, el discurrir al mismo tiempo levítico y ranchero de la ciudad de México en la época novohispana.
No recurre a la oratoria ni al do de pecho, casi ni alza la voz; tampoco rompe en llanto al deplorar el tiempo perdido. Busca, con rigor historiográfico, la verdad; y la expresa con franqueza y sencillez casi coloquiales, no exentas de humor ni de melancolía, pero a la vez armadas de un gran sentido crítico y de una serenidad poco acostumbradas frente a una época y un asunto tan polémicos como la época colonial.
Los otros colonialistas mexicanos, en cambio, siempre exageran. Buscan esplendores, pathos, grandezas, abolengos, hecatombes, infamias, suntuosidades desmedidas y poco afianzadas en fuentes históricas. González Obregón, como su maestro y amigo Ricardo Palma (1833-1919), el autor de la mayor recuperación literaria de la América española en sus Tradiciones peruanas (1872-1906), pisa siempre sobre seguro, con conocimiento y escepticismo, con devoción y cariño atemperados por el sentido común y la experiencia del México real.
A diferencia de sus antecesores y contemporáneos (Ignacio Rodríguez Galván, el Conde de la Cortina, José María Roa Bárcena, Vicente Riva Palacio –en buena medida, México viejo surge del impulso de México a través de los siglos-, Justo Sierra O’Reilly, Francisco Sosa, Juan de Dios Peza, Marroqui), o de sus seguidores (Genaro Estrada, Julio Jiménez Rueda, Francisco Monterde, Artemio de Valle Arizpe), jamás olvida el país donde vive, el México que conoce por experiencia y con el cual confronta a cada momento las imágenes del pasado. Tal era también el método de Palma.
El país todavía no había cambiado tanto: en los indios, mestizos, españoles, curas, monjas, potentados, militares, comerciantes, milagreros, libertinos, delincuentes del México porfiriano todavía se reflejaban los de los siglos anteriores. No había, en consecuencia, por qué inventar un pasado exótico: su México colonial, que iba desde luego desapareciendo, le era familiar y cotidiano, natural y vecino.
         El gran lastre de la literatura colonialista mexicana ha sido hablar de otras cosas con el pretexto del México colonial: se protestaba contra el mundo moderno, el liberalismo, la Reforma o la Revolución; se pretendía salvar al clero, a las familias linajudas, a los conventos y catedrales que la política y las guerras habían atacado o destruido, con los falibles recursos de la ensoñación o de la mitificación.
Se inventaba una extravagante edad de oro virreinal, fuera de la realidad y de la historia, con resplandores artificiales de museo o tienda de antigüedades y abalorios de ángeles y joyeros. González Obregón, como Palma, sabía que las dimensiones de su México viejo no podían ser la ensoñación ni el mito, sino la verdad histórica rastreable en fuentes escritas y monumentos, y sobre todo, todavía, en la propia sociedad.
Describe la metrópoli colonial como quien habla tranquila y sabrosamente de su pueblo entrañable, y no de alguna maqueta ni de un catálogo teatrales o museográficos. Tampoco utiliza la memoria para discutir la política contemporánea. Recobra el tiempo perdido.
Su época novohispana no es pues dorada, ni exótica, ni extravagante sino real, convincente, comprobable. La admira y añora, pero no como a una quimera, sino con la actitud franca y emotiva de quien recuerda cosas y seres de familia. Cuando comenta, en “Los anteojos del erudito”, los problemas ópticos de Sigüenza y Góngora, recuerda subrepticiamente los propios: Luis González Obregón sufrió ceguera en los últimos años de su vida.
Logra una proporción precisa, una proporción dorada, entre su escepticismo liberal y su admiración y cariño por la larga tradición conventual. Reconoce que la miseria, el despotismo, la injusticia, la fealdad, la basura existen en todas las épocas, así como sus aislados esplendores y sus múltiples, simpáticos rincones pintorescos.
Por ello no ha pasado de moda, a diferencia de sus compañeros de escuela; ni ha sido desmentido por las investigaciones históricas del siglo XX: siempre se mantuvo cerca de la verdad, con rigor invariable, y supo expresar su emotividad y su nostalgia sin alterar los hechos, los colores ni las proporciones del pasado mexicano que rescata. Es un clásico como historiador, como cronista, como narrador.
         A este rigor y a este sentido tan bien templado de la realidad, hay que añadir su modestia profesional. Otros autores quisieron rescatar a la Nueva España con gran aparato y fanfarrias: poemas, dramas, óperas, novelas o relatos ambiciosos, grandilocuentes. Sus codiciosas pretensiones fueron sus mayores enemigas y causa de su naufragio. Como Ricardo Palma, quien supo entretejer una obra maestra con breves y rápidas crónicas periodísticas –surgidas, claro, de la inmersión profunda en archivos y bibliotecas, pero también de mentideros y rumores de la calle-, González Obregón prefirió el artículo conversado, en el que logró combinar sabiamente la erudición y la charla, la crónica y la historia, la emotividad y la realidad objetiva.
Su amenidad y su eficacia, con una esbeltez desusada en obras históricas, siguen operando y sorprendiendo  a un siglo de distancia. Esta “erudición callejera” apareció en periódicos, como El Siglo XIX y El Nacional, desde 1890. Fue bien apreciada, reconocida (incluso, con grandes elogios, por el propio Palma) y remunerada (10 pesos por artículo, honorarios altos para un periodista) desde el primer momento. Su público reconocía su pasado y sus recuerdos en los escritos periodísticos que conformarían México viejo.
En 1900 apareció la edición francesa, de lujo, de este libro feliz, al que podemos considerar clásico desde su nacimiento y que se erige como enseña de toda su obra abundante, pero centrada en este título: ensayos y crónicas de asunto histórico, pintoresco y legendario, como Los precursores de la independencia mexicana en el siglo XVI (1906), Don Guillén de Lampart. La Inquisición y la Independencia en el siglo XVII (1908), México viejo y anecdótico (1909), La vida en México en 1810 (1911), Vetusteces (1917), Las calles de México (dos tomos, 1922-1927: “Leyendas y sucedidos” y “Vida y costumbres de otros tiempos”); Croniquillas de la Nueva España (1936), Cronistas e historiadores (1936) y Ensayos históricos y biográficos (1937).
Estudió en diversos libros a Lizardi (1888 y 1893), a Bernal Díaz del Castillo (1894), a Don Justo Sierra, Historiador (1907), a los novelistas mexicanos del siglo XIX (1889) y la historia de La Biblioteca Nacional de México 1833-1910 (1910); así como Las obras de desagüe del Valle de México (1901), Las sublevaciones de indios en el siglo XVII (1907)  y Las lenguas indígenas en la conquista espiritual de la Nueva España (1917).  Rescató además olvidadas obras coloniales, como las de Gaspar Pérez de Villagrá (Historia de la Nueva México) y Baltasar de Carranza (Sumaria relación).
En 1911 fue nombrado director del Archivo General de la Nación, cargo que sostuvo durante casi toda difícil década revolucionaria; siguió trabajando ahí como investigador hasta su muerte.
El ayuntamiento de la ciudad de México, eufórico con su amado cronista veraz, emocionado y ameno, le rindió honores desusados, como el de imponerle su nombre, en vida (desde 1923), a la calle donde vivía y que queda a sólo dos cuadras del zócalo; fortuna que gozaron también dos de sus principales sucesores como Cronistas de la Ciudad: Artemio de Valle Arizpe y Salvador Novo.
          
V
La ciudad de México que Luis González Obregón evoca anticipa un tanto La suave patria de López Velarde en su desconfianza ante la monumentalidad y la pompa, y su búsqueda del tono menor, modesto, pudoroso, vecinal.
No niega sus grandes trazos y perfiles, pero se asoma a las minucias y a los rincones. Rescata una ciudad íntima más que un museo conmemorativo, de ahí que leyendas, refranes, chismes y minucias de la vida cotidiana pueblen su recorrido por los mayores edificios, personajes y sucesos. Importa la ciudad viva: los marchantes, las trajineras y los léperos al igual que los palacios, los virreyes y los marqueses.
Dio forma definitiva a leyendas muy frecuentadas, como las de la Mulata de Córdoba y los crímenes de don Juan Manuel, pero no olvidó en todo su colorido –con sus hedores y su miseria- el retrato vivo de plazas, acequias, mercados y calles. Le importan mucho menos los blasones y los prestigios de los personajes encumbrados: busca en ellos la señal significativa, histórica, pintoresca, humorística y lírica.
Hay mucho humor en su ciudad melancólica, y mucha melancolía en su historia cómica de la ciudad de México; nunca pierde de vista a las masas, a la sociedad espesa y variada, ajetreada en sus labores, devociones, intrigas o negocios.
Todo ello con una voz múltiple, pero bien acompasada: al mismo tiempo irónica, voltaireana, ante la comedia de toda historia humana, que costumbrista al modo castizo de Larra y Mesonero Romanos, o romántica según las leyendas delgadas de Bécquer, siempre acordada en un tono menor enemigo de estridencias y golpes de teatro.
Las calles tienen una historia de rumores, de mercancías, de costumbres, de productos, de chismes: Donceles, Empedradillo, Parque del Conde, Mariscala, Plateros, San Francisco,  el Relox, el  Amor de Dios, el Puente Quebrado, Cordobanes, Santísima, Roldán, Mixcalco, Aguilita, San Pablo, Escobillería.
Escribió en 1927 Luis G. Urbina: “Estas Calles de México son para mí un libro de conjuros. Y como por ensalmo van desfilando en el cerebro las historietas divertidas de mi juventud y de mi infancia. ¡Deleitable hilera de trasgos!... Luis González Obregón ha llevado a cabo una gran obra de amor y de fidelidad a México, a la ciudad que se desvanece, borrada por las tolvaneras de la vida. Obra paciente, noble, lenta, que descubre con minucias delicadas y sutiles cuanto esconde la tradición en los pliegues del tiempo. En fuerza de devorar libros, de estudiar manuscritos, de oír consejas, de desentrañar fábulas, de ver piedras, de sentir ambientes, ha hecho las más deliciosas crónicas, los cuentos más exquisitos, las narraciones más interesantes. Con un estilo bien dosificado de arcaísmos, como para provocar sugestiones: con una admirable sencillez, en la que se ocultan el rasgo docto y la sabia interpretación, corren los relatos de Las Calles de México, sabrosamente, regocijando nuestra emoción y dejándonos, como cuento de abuelo, alguna provechosa enseñanza. Y todo ello porque en Luis González Obregón se da el caso adorable de que el poeta acompañe y ayude, de buen grado, al erudito.”
Su amigo Rafael López trazo su retrato de hombre embebido en los misterios y los sabores del pasado, en el siguiente soneto:

         Tras de los espejuelos de ojo oscuro y ledo
         Recela la mirada de un malicioso oidor
         Que hubiera acá venido de la antigua Toledo
         A estudiar un proceso de algún conquistador.

         Todo él es una viva leyenda. Es un remedo
         De las sombras que evoca. Y su risueño humor
         Alejara las murrias de Revillagigedo
         Con sus bellas historias de docto sabidor.

         A la hora de nona, como un viejo primate,
         Oficia en una jícara ritual de chocolate;
         Y ya en su lecho de solterón aburrido,

         Esta buena persona de arraigo y calidad
         -Mientras vuelve la hoja del libro preferido-
         Oye en la calle el paso de la Santa Hermandad...

En esta edición hemos anotado al pie algunas palabras y usos antiguos, como por ejemplo los nombres actuales de las calles. Para identificarlas hemos utilizado sobre todo la eficaz obra Planos de la ciudad de México, 1785, 1853 y 1896 con un directorio de calles con nombres antiguos y modernos, de Jorge González Angulo y Yolanda Terán Trillo (México, INAH, Colección Científica número 50, 1976).  (Nuestras notas van entre paréntesis, a fin de distinguirlas de las notas del autor.) 
    
                            JOSÉ JOAQUÍN BLANCO Y JORGE OLVERA RAMOS,
                            DIRECCIÓN DE ESTUDIOS HISTÓRICOS, INAH.


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