viernes, 1 de diciembre de 2017

LA BIBLIOTECA DE BERNAL

La Biblioteca del soldado Bernal Díaz del Castillo
(Leído en la Dirección de Estudios Históricos del INAH, 30 noviembre de 2017).
Por José Joaquín Blanco
En varios de sus estudios, especialmente en Los soldados de la conquista: herencias culturales, Guillermo Turner se ha esforzado en trazar una historia, una arqueología e incluso, ahora, La Biblioteca del soldado Bernal Díaz del Castillo (INAH/El Tucán de Virgina, 2017).
Una historia, una arqueología y una biblioteca de un autor no sólo famoso como historiador sino incluso como ignorante, analfabeta, impostor y hasta como inexistente. Si los autores contemporáneos y muy documentados se prestan a todo tipo de polémicas, mucho más aquellos antiguos y poco documentados, a quienes muy tardíamente se les ha reconocido, y en el caso de Bernal, además, con un éxito literario y de gusto y hasta de cariño formidables por parte de sus lectores actuales.
            La escritura, la lectura, el conocimiento e incluso la memoria, nos dice Turner, disponen de muchas capas, incluso la involuntaria e inconsciente. Mucha gente habla o escribe de la Biblia, de Hegel, de Marx o de Freud, por ejemplo, sin haberlos leído, o al menos sin haberlos leído suficientemente. Su discurso e incluso algunos de sus detalles permean a toda la sociedad. La difusión de las ideas, del discurso y hasta de algunos datos y nombres se opera a través de muchos recursos indirectos.
En el caso de un historiador soldado, que se declara expresamente poco letrado, quien desde un principio asombró por su atrevimiento de escribir su propia historia testimonial desde el punto de vista de la tropa, se presentan todo tipo de dudas y problemas, sobre todo en las últimas décadas, cuando su obra alcanzó una verdadera primacía entre todas las crónicas de la conquista española. ¿Cómo se logró tal proeza histórico-literaria?
La respuesta final es imposible, como lo sería tratar de explicar las proezas de otras obras maestras. O mejor dicho: la respuesta es muy concreta e inmediata: el propio texto. Un texto que vive con tal plenitud. Sin embargo, ante el asombro y las suspicacias frente a un humilde iletrado que logra un libro tan estupendo, se hacen necesarias algunas inquisiciones parciales sobre la historia o la biografía de su escritura. Y sobre su arqueología. Y sobre su biblioteca.
Turner ya nos ha contado anteriormente la posibilidad de los “prebernales”, o de relaciones parciales anteriores al libro. También nos ha mostrado ejercicios paralelos de otros soldados. Los hay asimismo de muchos frailes y de algunos letrados laicos. Sabemos que a final de cuentas el milagro de la escritura empieza en la conversación; que a final de cuentas la escritura no es sino una capa más, y no siempre la más afortunada, del habla. Mucha gente platica mejor de lo que escribe.
El propio Bernal registra el gusto de los soldados por conversar, por referirse oralmente sus experiencias, sus memorias, y luego, su interés en consignarlas por escrito, para que duren y se difundan. Pero esa relación escrita que se pretendía meramente testimonial, y ese era su valor principal: que quienes narraran las batallas fueran quienes las habían vivido, le fue creciendo hasta que el soldado se volvió la suma de muchos soldados y su memoria, la suma de los recuerdos de muchos.
Sabemos que Bernal escribió su libro en busca de reconocimiento material por parte del rey y que también quiso desmentir a otros autores. Eso lo confiesa él mismo. También afirma, como Turner señala, que quiso “legar a su descendencia una historia con la que él pueda ser recordado, heredándole al mismo tiempo, parte de su fama o prestigio”. La fama era un gran ideal en la Edad Media. Y sigue siendo un gran acicate para los creadores de cultura. Aunque nomás se apelliden Díaz, o Hernández, o García, o Pérez. El minuto perecible aspira a algún tipo de perdurabilidad. Pero sobre todo escribió su libro porque disfrutaba escribiéndolo. No sólo pasión por la memoria, sino gusto por el lenguaje. Todo el tiempo evidencia que goza al conversar sus recuerdos. El gusto que se daba al platicar por escrito es el que compartimos al leerlo. No creo que haya otro secreto en la gran literatura.
La sensibilidad, le empatía por la tropa e incluso a ratos por los vencidos (y no sólo por los paladines), el don del habla (que es a final de cuentas el principio del don de la escritura), el humor, la vitalidad, la diversidad, la pasión por el detalle y el momento concretos, en fin, todas las virtudes que distinguen al libro de Bernal Díaz del Castillo de muchos otros libros de historia pedregosos o irrelevantes, ya le han dado oportunidad a Guillermo Turner de expresarse justa y eruditamente en otras ocasiones. Ahora se propone algo más arriesgado y conjetural: de dónde sacó Bernal los conocimientos específicos, letrados. Existe una pequeña tradición del género de las “bibliotecas”: se ha intentado reconstruir, por ejemplo, las fuentes de las obras y de la escritura de Cervantes, de Shakespeare, de sor Juana a partir de citas, de pasajes, de alusiones…
Como lo ha señalado Turner en otras ocasiones, el buen Bernal no era tan iletrado. Pero ahora nos demuestra que el milagro de su prosa no sólo se debía a sus lecturas y a sus audiciones del propio Cortés, de Las Casas, de Gómara, de Illescas, del Amadís y otras novelas de caballería y prosas populares semiletradas, del romancero, de sermones y comedias, sino también, muy probablemente, a la Estoria de España ordenada por el rey Alfonso X y su hijo, y a originales, versiones populares o fragmentos de historias clásicas (Julio César, Suetonio, Salustio, Flavio Josefo) y modernas (Illescas, Jovio).
Me impresiona especialmente que el tipo de prosa semicoloquial, semiletrada, tan eficaz, de Bernal Díaz del Castillo encuentre su parentela en sus antecedentes medievales españoles. El misterio del libro escrito por un semiletrado es que no hay tal misterio: Hubo anteriormente historias españolas, o versiones de divulgación de esas historias, que le ayudaron a andar el camino. Eso no le quita el portentoso aliento coloquial, pero reafirma dos apotegmas antiquísimos que Alfonso Reyes gustaba recordar: el primero: el origen de un libro es casi siempre otro u otros libros; el segundo: todo lo sabemos entre todos.
¿Cómo fue que el ignorante Bernal de repente supo o creyó saber quién había sido Yugurta? Porque otros lo supieron o creyeron saber antes, y todo lo sabemos entre todos. ¿Cómo fue que el iletrado o semiletrado Bernal se despachó su maravilloso librote?  Porque alguna vez leyó o escuchó la prosa historiográfica, así fuera en  versión divulgadora, de las obras ordenadas por los reyes medievales españoles, y quizás hasta un poquito de otras grecolatinas y bíblicas. El origen de un texto casi siempre es otro texto.

La erudición, la minuciosa paciencia, la imaginación de arqueólogo, la empatía filológica de Turner siguen enriqueciendo el milagro del libro de Bernal, que casi no se sospechaba antes de 1940, cuando sólo se le concedía valor testimonial: casi se le citaba como un expediente. Y todo ello enriquece finalmente la contundencia de la obra, que además de historia es arte. Porque a algunos escritores o conversadores de historia les ocurre hacer arte de la historia. 

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