miércoles, 1 de junio de 2016

DIDEROT


DIDEROT EL ILUSTRADO Y CATALINA LA ADOLORIDA
Por José Joaquín Blanco


Curiosos los enciclopedistas franceses: luchaban contra la Iglesia Católica y eran amigos de todo tipo de abades y prelados, luchaban contra el despotismo y se volvieron íntimos de la mayor déspota de Europa, la emperatriz Catalina de Rusia.
         La Enciclopedia estaba de moda entre los poderosos del mundo, y no tanto —como supondríamos ahora— por sus innegables, aunque oblicuos y clandestinos, ataques contra la religión y el despotismo, sino por sus aportaciones prácticas, por su información tecnológica —cultivos, máquinas, industrias—: por su espíritu de progreso material.
         La emperatriz Catalina invitó a Diderot a Rusia (Arthur M. Wilson: Diderot, Londres, Oxford University Press, 1972), después de haberlo salvado de la miseria con oportunas y justas comisiones generosamente remuneradas —y soberbiamente cumplidas, como la formación de la biblioteca de la emperatriz, que resultó la mejor de Europa en asuntos modernos—, a fin de discutir mejoras en la administración pública rusa. Era el año de 1773. 
         Luego Diderot se quejaría de que muy amable y todo, la emperatriz nomás lo tiraba a loco, como un bufón del circo de la ciencia: lo dejaba hablar, imaginar, proponer, y no le hacía caso en nada.  Lo que la emperatriz quería era entretenerse con el hombre célebre del momento y aparecer ante el mundo como una contertulia privilegiada del gran pensador modernísimo, y nada más. La emperatriz le contaba al conde de Ségur sobre la visita de Diderot a Rusia:
         "Yo platicaba largamente y con frecuencia con él, pero con más curiosidad que provecho.  Si yo le hubiera creído, todo se habría revuelto en mi imperio: legislación, administración, política, finanzas; yo lo habría vuelto todo patas arriba para sustituirlo con teorías impracticables... Así que, hablándole francamente, le dije: señor Diderot, he escuchado con el mayor placer todo lo que vuestro brillante espíritu os ha inspirado, pero con todos vuestros grandes principios, que comprendo demasiado bien, se harían bellos libros y mal trabajo. Olvidáis en todos vuestros planes de reforma la diferencia entre nuestras dos posiciones: vos no trabajáis sino sobre el papel, que todo lo soporta: es uniforme, dócil, y no pone obstáculos a vuestra imaginación ni a vuestra pluma, mientras que yo, pobre emperatriz, trabajo sobre la piel humana, que muy por el contrario se irrita y se excita con harta facilidad."
         Diderot a la vez se molestaba contra esa marisabidilla de emperatriz, cuyo poder le permitía todo, hasta sentirse filósofa, y hasta practicar su famosa coquetería con el viejo Diderot: era una anfitriona posesiva, celosa, llena de melindres al mismo tiempo femeninos, políticos y literarios.
         Diderot salió con vida de su temporada con la emperatriz, cosa que no logran todos los filósofos que hacen amistad con los leones. Y aunque después de conocerse ya no se quisieron tanto como antes lo habían hecho por carta, se guardaron cierto cariño tibio y cortés, lo cual no le impidió a Catalina la Grande de Rusia escribirle a Mme. Geoffrin sobre la repercusión que tuvo el enciclopedismo en sus propias nalgas imperiales:
         "Vuestro Diderot es un hombre extraordinario.  No me levanto de mis entrevistas con él sin tener las nalgas amoratadas y completamente negras. Me he visto obligada a interponer una mesa entre él y yo para ponerme a mí misma y a mi cuerpo al amparo de su gesticulación".
         Mal le fue a Diderot con los monarcas.  El rey Federico II de Prusia acusaba al escritor de ser un déspota con sus lectores. ¡Y el rey exigió sus derechos democráticos como lector y clamó su monárquica rebelión democrática contra el autor!  Escribió esta declaración de independencia:
         "Diderot está en Petersburgo, donde la emperatriz lo ha colmado de bondades. Pero se dice que se le encuentra discurseador y aburrido.  Machaca sin cesar las mismas cosas.  Lo que digo es que yo no podría soportar la lectura de sus obras, con todo lo intrépido que soy como lector.  Reina en sus obras un tono de suficiencia y una arrogancia tales que sublevan el instinto de mi libertad".