jueves, 1 de enero de 2015

PAPINI

LOS TURISMOS DEL DIABLO

Por José Joaquín Blanco

El más célebre de los escritores fascistas italianos (Premio Mussolini 1933), Giovanni Papini (1881-1956) padeció o fingió padecer una larga fascinación por el diablo. Sus años de juventud fueron más o menos “diabólicos” –escéptico, vanguardista: “futurista”, casi liberal-, hasta que a los cuarenta (en 1920) recibió, como todo un aparatoso santo, la iluminación divina, y se reconvirtió al catolicismo, para escribir libros no muy bien vistos por la Iglesia, como su Historia de Cristo (1921), Cartas al papa Celestino VI (1946) –un papa “al cual sólo puede hacérsele el reproche de no haber existido”-, o El diablo (1953). No perdió con su reconversión al catolicismo su simpatía ni su interés por Satanás, a quien todo católico debía asumir cordialmente dentro del paquete de la Divina Providencia, del orden universal. El hermano diablo, diría san Francisco de Asís.
Tal vez el Vaticano lo habría preferido como enemigo declarado que como un cofrade tan extravagante y reaccionario. Este último librito, El diablo, que en realidad no es sino un desasido alegato de su personal simpatía por tan poderoso personaje, indispensable y protagónico en la creación divina y (como Judas) en la economía de la salvación cristiana, despertó en los años cincuenta una asombrosa polémica internacional tan exagerada como extemporánea. Sobre todo en sus últimas páginas, sostiene una idea que existe desde los primeros Padres de la Iglesia y que reluce de modo espectacular en La Fin de Satan de Víctor Hugo: después del fin del mundo, Satanás (con todo y sus huestes) también será perdonado y redimido por Dios, y volverá a ocupar, con todo su esplendor primero, su sitio del ángel más hermoso, querido y principal en las cercanías del Creador, ¡como si nada nunca hubiese ocurrido! La trágica aventura de la humanidad religiosa sería a final de cuentas una mera ilusión, una especie de farsa.
         Produjo cerca de sesenta libros, generalmente caóticos (poesía, memorias y relatos; estudios de san Agustín, Dante y Miguel Ángel; la novela Un hombre acabado (1912), mucha crítica y una Historia de la literatura italiana, de 1937) , algunos de los cuales no sólo obtuvieron resonancia internacional, sino que llegaron a ser considerados obras artísticas no menos admirables que las de Kafka, especialmente Gog (1931) y El libro negro (1951).
Así le parecían a Juan José Arreola, quien no dejó de lamentar durante sus últimas décadas el olvido en que había caído Papini. ¿Un simple castigo a su beligerancia fascista y antisemita? Quizá algo más: Papini fue un escritor sarcástico y amargo en pleito cerrado contra todo el mundo moderno; un ultrarreaccionario generalizado, y al vejamen de las modernidades de su tiempo consagró buena parte de su obra, especialmente esos dos libros.
Después de la Segunda Guerra Mundial la modernidad del mundo no sólo se acrecentó, se volvió dogmática y narcisista. Dejó de ser inteligente y elegante burlarse de la modernidad. Las bromas de Papini resultaron tonterías o chocheces para los nuevos lectores de la segunda mitad del siglo XX, del mismo modo que sus complejas, prolijas y extrañas interpretaciones del catolicismo volvían menos vivible esa religión en la época del Concilio Vaticano II. A este ultracatólico quienes menos lo leen hoy son los católicos practicantes.
¿Fue un “inmortal” durante sólo unos veinte años, como su odiado Anatole France: tremendas glorias en vida, y cerrado silencio tras su muerte? Ambos escribieron, de cualquier modo, una literatura a ratos magnífica y sobre todo extraña. (La mejor anti-historia de Cristo sería la de Anatole France: un cuento irónico titulado “El procurador de Judea”). Pero el tiempo siguió derroteros que les fueron adversos y ahora los leemos más bien como curiosidad literaria. Oscurecidas o marginadas sus luces temáticas, destacan, por contraste, sus aportaciones de estilo; se perfilan y depuran.
         Por lo demás, Papini tiene una importancia especial en México, porque fue él, tanto o más que Kafka o Borges, quien impulsó a Juan José Arreola a no escribir siempre en géneros tradicionales como la novela, el relato o el ensayo, sino textos raros que denominaba a ratos fábulas y a ratos “varia invención”. Se trata en realidad de artículos literarios anfibios, excéntricos, originalísimos, semejantes a los de Gog y El libro negro.
         Papini inventó en Gog a un diablo contemporáneo, supersónico. Millonario y feísimo, melancólico y nómada, inteligente y colérico, enfermo y sádico, sapientísimo y neurasténico; casi un ídolo, con su cara como “un enorme bulbo con excrecencias coralinas”, un ojo gris-azul y el otro verde-amarillo, dentadura de oro, mandíbulas terribles con labios carnosos. (Sabemos que en la Biblia se menciona al menos dos veces a Gog; en el Antiguo Testamento (Ezequiel) se profetiza que un espantoso rey de Magog, llamado Gog, castigará al pueblo de Israel con una guerra feroz, en la que sin embargo Jehová prevalecerá; en el Nuevo (Apocalipsis), Gog se unirá a las huestes del Anticristo y será nuevamente derrotado.)
Este personaje Gog o Mr. Goggins, el Diablo-intelectual-de-los-años-veinte, utiliza su ocio, su acedía, sus millones, incluso su enfermedad, sus barcos, fincas, industrias, bancos, así como sus relaciones con los poderosos, para viajar por todo el mundo moderno y declararlo aburrido, imbécil, estrambótico, loco o pueril. Los lectores de hace setenta años celebraron que Papini hiciera mofa herética de todos los supremos orgullos de la nueva modernidad industrial, científica, política o cultural. (El libro negro podría llamarse también “La vuelta de Gog”, veinte años después.)
         Los textos de estos libros son extraños apuntes, reportes o páginas de viaje alrededor del mundo. Gog se permite entrevistar y caricaturizar con ferocidad, impertinencia e injusticia variables a los “hombres del momento”, como Ford, Gandhi, Edison, Freud, Einstein, Lenin, Hitler, Shaw, Wells, J. G. Frazer, Hamsum, Wright, Molotov, Dalí, Picasso, Valéry... Escribe pastiches, como páginas olvidadas de grandes escritores (Stendhal, Víctor Hugo, Kafka, Tolstoi, Goethe, Kierkegaard, Browning, Blake). Mucho de lo que luego se llamaría “literatura potencial”. No en vano provenía de una juventud vanguardista.
Conoce por todos los rumbos del planeta, o inventa, experimentos sociales, culturales y políticos de una ciencia-ficción que también fuese metafísica-ficción (la influencia de La isla del Dr. Moreau, de Wells, es recurrente). Visita o produce industrias monstruosas o elaboradamente inútiles. Compra repúblicas en subasta. Colecciona gigantes, médiums, taumaturgos.  Pone la ética en manos de los cirujanos: ¿por qué no podrían enderezar la moral, si reparan una hernia? Hereda el alma de un suicida. Recorre cadáveres de ciudades. Se escandaliza ante un centenar de mandíbulas funcionantes al unísono en un restorán de lujo.
Se encuentra en un trasatlántico al memorioso y esotérico inmortal Conde Saint-Germain, a quien abandona en Bombay. Registra la industrialización de la poesía y de la novela. Demuele los rascacielos de los barrios céntricos de una gran ciudad para conquistar un poco de llano y de silencio. Especula sobre un teatro sin actores, sobre una música sin instrumentos, sobre esculturas de humo, sobre una ciencia de la ignorancia, sobre una universidad del homicidio y sobre un museo de la basura.
Compadece a un verdugo profesional a quien la disminución de la tortura y la pena de muerte en Europa han dejado desempleado y melancólico, sin raison d’être, con su vocación trunca. Atisba una filantrópica Liga por los Derechos de los Minerales. Funda en una prestigiosa universidad una cátedra a cargo de su bolsillo, con la condición de que se enseñe en ella “una materia no contenida en ningún programa de ninguna escuela superior del mundo”, y que resulta algo así como la cultura de los piojos.
Se trata de pequeños juguetes o artefactos verbales que parecieron frescos y rebosantes de originalidad e ingenio, y de una profunda melancolía y desesperanza hacia el presente y el futuro del mundo. Eran las traviesas páginas de un diablo afín a Papini. Algunas de sus invenciones más extravagantes se convirtieron al poco tiempo en sólidas realidades cotidianas.
         En África se hace amigo de un caníbal:
“Pensé en tomarlo conmigo para tener, en mis momentos de aburrimiento, una conversación menos insípida que de ordinario. La gente que siempre habla de cuadros, de bailes, de beneficencia y de problemas industriales, me es detestable. Un hombre que ha devorado, en cuarenta años de canibalismo legal, por lo menos a trescientos de sus semejantes, debería tener una conversación infinitamente más apetitosa que un clergyman, un boss o un asceta”.
Por desgracia, el distraído caníbal deglutió alguna vez, con la suculenta carne, algunas indigestas almas de más, que no resulta fácil excretar y continuan dando lata toda la vida. Sigue apeteciendo la carne humana, pero ya no intoxicarse de almas. “La civilización lo ha corrompido y lo ha vuelto humanitario y vegetariano”, se lamenta el diablo papiniano en uno de sus escasos brotes sentimentales.
         Lenin se permite esta confidencia al recibir la visita turística de Gog:
“A usted, que es un hombre potente y extranjero, se lo podemos decir todo. Nadie le creerá. Pero recuerde que Marx mismo nos ha enseñado el valor puramente instrumental y ficticio de las teorías. Dado el estado de Rusia y de Europa, me he tenido que servir de la ideología comunista para conseguir mi verdadero fin. En otros países y en otros tiempos hubiera elegido otra. Marx no era más que un burgués hebreo aferrado a las estadísticas inglesas y admirador secreto del industrialismo. Le faltaba el sentido de la barbarie, y por esta razón era apenas una tercera parte de hombre. Un cerebro saturado de cerveza y de hegelianismo, en el que el amigo Engels esbozaba alguna idea genial... Los hombres, señor Gog, son salvajes espantosos que deben ser dominados por un salvaje sin escrúpulos, como yo... Y como los salvajes son semejantes a los delincuentes, el principal ideal de todo gobierno debe ser que el país se asemeje lo más posible a un establecimiento penal.”
         En cierta medida, Gog y El libro negro sublimizan o parodian, según se quiera, las principales revistas misceláneas o culturales de su tiempo, tan ufanas y orondas de sus modas y novedades, de sus celebridades y de sus notas de actualidad. Giovanni Papini logra una especie de almanaque de la locura mundial, que a pesar de las bromas y los sarcasmos trasluce la melancolía del viejo mundo que desaparece bajo los atropellos de esa vida moderna precipitada. Ciertamente se engolosina con su papel de contradictor, de provocador: se atreve a las barbaridades más exóticas. (Más de una, como la escultura-en-humo, recibirían hoy mismo solemnes becas de Conaculta en el ramo de “instalaciones” plásticas.)
Ahora varias burlas de Papini contra la modernidad nos parecen, a su vez, viejísimas, prehistóricas. Y sólo queda el estilo punzante y amargo de un literato misántropo, misoneísta, cascarrabias y enemigo de toda la realidad. Un gran berrinchudo literario. Lo que no es poco. “¡Las historias, los asuntos son lo de menos!”, exclamó alguna vez Louis-Ferdinad Céline. “¡Vaya usted a una gendarmería, a una cárcel: encontrará miles de historias y de asuntos! Lo importante de un escritor, lo que se logra dos o tres veces cuando más por generación, es un verdadero estilo. Yo tuve uno”. Papini también.
         Hermanado acaso al de Schowb, al de Kafka, al de Borges, al de Calvino, al de Queneau, al de Cortázar, al de Bradbury,  Giovanni Papini logró ese rarísimo estilo propio, y una contribución nada desdeñable a la diversificación de los géneros literarios. Escribir prosas de mil maneras diferentes, como quería Arreola, y no de acuerdo con los escasos empaques seriales, preestablecidos por la inercia o por el mercado.
Su limbo literario se ha prolongado por medio siglo. No se podrán poner en duda, sin embargo, su originalidad, su diferencia. Reconvertido en autor para minorías, nos permite descansar del masificado gusto literario contemporáneo. Sus vetusteces nos renuevan.
Debe lamentarse, sin embargo, que su presencia en librerías suela reducirse a su voluminosa, verbosa, Historia de Cristo: una mera homilía caótica interminable, sin aportes críticos ni literarios significativos; semejante a cualquier otro tomo beato de predicador lugareño, salvo algunos azarosos rodeos pedantescos bíblicos, chinos, hindúes o grecorromanos, y ciertos sospechosos arrebatos de populismo y de jansenismo, algo declamatorios, que suenan demasiado artificiosamente “edificantes”. El viejo truco del sermonero dominical que recarga las tintas para abrumar al feligrés. Por desgracia, su libro más exhibido no les hace justicia ni a Cristo ni a Papini. Desde luego: toda Vida de Cristo se vende bien, quienquiera que la firme, aunque nunca se lea: adorna los libreros del hogar católico. Conviene dejar la de Papini bien quietecita ahí, en el anaquel: leerla sería una decepción harto fatigosa.