sábado, 1 de marzo de 2014

PAUL CLAUDEL

VINDICACIÓN DE PAUL CLAUDEL

Por José Joaquín Blanco

I
La reciente edición por Editorial Siglo XXI de las Cinco grandes odas de Paul Claudel (trad. Y pról. de Miguel Ángel Flores) ofrece una excelente oportunidad para revisar a este poeta gigantesco, incluso desmesurado.       
Paul Claudel (1868-1955) pertenece a la generación post-simbolista de discípulos de Mallarmé que gravitó en torno a la revista de Gide, la Nouvelle Revue Française. Como el propio Gide, como Jammes, Proust, Valéry, Saint-John Perse, Jacques Rivère, etcétera, Claudel reaccionó furibundamente contra la arrogancia científica y racionalista de los positivistas y buscó inspiración en ideales y en un encarnizado rigor artístico.
         Esos ideales, esa “política del espíritu” qué oponer contra el materialismo autosuficiente y burdo, produjo una estética de la poesía como videncia y profecía, como descifradora de enigmas y buscadora de analogías cósmicas: del mundo a la manera de un texto sibilino a descifrar. La analogía y la metáfora, y ya no la lógica ni el método experimental, serían los instrumentos del conocimiento humano más profundo.
         Hasta ahí concordaban todos los discípulos de Mallarmé. Pero la solución claudeliana resultó escandalosa: encontró que los ideales de Poe, de Baudelaire, de Rimbaud, de Mallarmé, se realizaban no en el “azur” ni en el ozono del absoluto; no en los signos de la nada de un mundo secularizado o ateo ni en un lance de dados al vacío; no en los barcos ebrios de las tempestades en el infierno; no en las travesías a lo desconocido en busca de Lo Nuevo, sino en la estricta, incluso fanática, subordinación a la Iglesia católica.
         Claudel tiene una historia grotesca como autonombrado profeta o cruzado de la ortodoxia y la burocracia clericales. Lo importante para la literatura estriba, más bien, en el impulso estético que Claudel encontró y cultivó en la inspiración religiosa y en el arte sacro: la Biblia, los clásicos grecorromanos, el Breviario romano, los Padres de la Iglesia, la liturgia, el arte medieval.
         Hay un impulso nietzscheano en su poesía, pero al revés: el superhombre se logra en la conversión al catolicismo, en la construcción del Hijo de Dios y la perspectiva superoptimista del mundo a partir de alguien que siempre tiene a Dios de su lado.
         Esto se resuelve en una poesía de altanera magnificencia, catedrales sonoras, plegarias a toda orquesta, tedeums en celebración del cosmos. Claudel aporta un oído musical impresionante, capaz de competir exitosamente con la liturgia de los magníficats y réquiems centenarios; y una imaginación analógica, hija de Mallarmé y hermana de Valéry y de Saint-John Perse, de la que manan incesantemente prodigiosas metáforas y melodías.
         Pero Claudel también es asombroso en sus contradicciones. Así como usa a Poe, Baudelaire, Rimbaud, Whitman, Dostoyevski para reedificar su Ciudad de Dios, aporta a tal albañilería poética materiales inesperados. Mientras retoma el versículo litúrgico monacal (amaba a los benedictinos) para sus plegarias, se asoma a los ideogramas chinos y a los haikús y a las piezas No del Japón. Encuentra en las danzas de Camboya los mejores pasos para bailar en torno a la Inmaculada Concepción. Alza sus verbales catedrales góticas en mitad de China o de los trópicos brasileños. Adecua a su reconstrucción del dorado medievo católico muchas innovaciones de las vanguardias artísticas, que tanto combatió.
         ¿Quién ha de ser el Hombre Nuevo que dance mejor en honor de Cristo? Pues nada menos que Isadora Duncan, Nijinsky e Ida Rubenstein. ¿Qué mejor música para los viejos salmos? Pues la de Darius Milhaud y Honegger. Y dota a su teatro de recursos ultramodernos —escenarios abstractos con arquitectura de la Bauhaus y luminosidades de cubista— y de personajes y tramas simbolistas, estilizadas, incluso expresionistas, que quieren emparentarlo con Jarry, Artaud, Brecht, Beckett o Genet: una especie de estética dramática del misterio o de la locura.
II
Las Cinco grandes odas son un saludo al nuevo siglo. Claudel las empezó a componer hacia 1900. Anticipan a Saint-John Perse y a Neruda en su impulso a la alabanza del mundo y del hombre. No poesía crítica, sino poesía de trance ante el milagro del mundo.
         Se apoyan en la sonoridad litúrgica del catolicismo y en la fuerza prosódica de Esquilo y de Píndaro. Aspiran al énfasis. Quizás ningún poeta haya usado tando del recurso de la exclamación ni del signo de admiración como Claudel.
         Su inspiración simbolista, analógica, las emparienta con el estilo de los profetas del Antiguo Testamento y con el Apocalipsis. Al cantar la gloria de Dios, canta también, exaltadamente, la gloria del universo, del hombre y del mundo.
         Pero también es lo contrario. Es el poeta que busca para sus exclamaciones el lenguaje reducido y llano de las plegarias sencillas, que puede hacer grandes poemas con unas cuantas palabras comunes enfáticamente pronunciadas, como avemarías o salves.
         Claudel no habría aceptado que se leyera sus odas secularmente, haciendo a un lado el mensaje religioso. Pero no tenemos por qué cumplirle ese capricho. Pueden leerse perfectamente como una alabanza de la vida, escucharse como una sinfonía o un gloria. Tal vez en ello estribe su modernidad, su vigencia. Las Cinco grandes odas son un canto de amor a la vida como pocas veces se ha escuchado en la época moderna, en cualquier lengua.
         Fiel al espíritu de Baudelaire, Rimbaud y Mallarmé, la poesía de Claudel sigue siendo simbolista: poesía de trance dominada por el demonio de la analogía; esto es, plurivalente, plurisignificativa. Nada quiere decir precisamente una cosa, sino una multiplicidad de relaciones. Todo se compara con todo de la manera más arbitraria y difusa: el Espíritu puede ser Dios, pero también un ímpetu universal, el hombre, el poeta, y lo mismo el Agua de la Segunda oda.
         Los signos se encuentran brevemente en la unión súbita de la metáfora, pero siguen su curso, cambiando significados, en un movimiento prolongado que se querría infinito. Un signo no dice una cosa, va diciendo muchas en su camino. No aclara, hace resonar su misterio. Existe, vive. Y en efecto, se puede leer a los profetas del Antiguo Testamento a la manera de Mallarmé, y podemos leer a Claudel a la manera de aquéllos.
         No recibimos de las odas significados redondos, sino un movimiento de símbolos que de pronto quieren decir una cosa, y luego otras. Importan las encarnaciones pasajeras, exultantes, luminosas, en loor del mundo. Muchas veces, sin embargo, se exaltan demasiado; ya no dicen, vociferan; ya no cantan, atruenan con su himno de Pantocrator.
         La música antes que todo, diría Verlaine. Claudel es todo el tiempo el poeta que canta, aun cuando pinta con un pincel una especie de ideogramas “chinos” en francés. La poesía es la danza, decía, el yambo, con su sílaba fuerte seguida de la breve, como un pie que toca el piso y se levanta. Celebra a la musa musical del poema:
         ¡No eres la que canta, eres el canto mismo en el instante en que se elabora,
         La actividad del alma compuesta sobre el sonido de su propia palabra!
         La invención de la pregunta maravillosa, el claro diálogo con el silencio inagotable.
         No abandones mis manos, oh lira de las siete cuerdas, semejante a un instrumento que relaciona y compara:
         ¡Que todo lo vea entre tus hilos muy tensos. Y la Tierra con sus fuegos, y el cielo con sus estrellas!
III     
La religión ofreció a Claudel la radical respuesta a la desesperación del mundo secularizado que parecía, sin Dios, suspenderse en la desesperación y el vacío. Claudel fue visitado por la misma angustia de “la muerte de Dios” que estremeció a Dostoyevski y a Nietzsche:
         Y en efecto miré y me vi solo de repente.
         Desprendido, rechazado, abandonado,
         Sin obligación, sin tarea, fuera, en medio del mundo,
         Sin derecho, sin causa, sin fuerza.
         Claudel hace que Dios resucite, para tener a quien dirigirle esta plegaria:
         ¡Libérame de la esclavitud y del peso de esta materia inerte!
         ¡Esclaréceme entonces! ¡Despójame de estas tinieblas execrables y haz que yo sea, en fin,
         Toda esa cosa en mí oscuramente deseada!
         ¡Vivifícamente, como el aire aspirado por nuestra máquina hace brillar nuestra inteligencia como una brasa!
         [...]
         ¡Dios mío, ten piedad de esas aguas deseantes!
         ¡Dios mío, tú ves que yo no soy solamente espíritu sino agua! ¡Ten piedad de esas aguas que mueren de sed dentro de mí!
         Y el espíritu está deseante, mas el agua es la cosa deseada.
         ¡Oh, Dios mío, me has dado este minuto de luz para ver,
         Como el hombre joven que piensa en su jardín en el mes de agosto y que ve a intervalos todo el cielo y la tierra de una sola mirada,
         El mundo de una sola mirada atravesado por un rayo dorado!
         [...]
         ¡Que cese yo enteramente de ser oscuro! ¡Utilízame!
         ¡Exprímeme en tu mano paternal!
         Saca al fin
         Todo el sol que hay en mí y la capacidad de tu luz, que yo te vea
         ¡No con los ojos solamente, sino con todo mi cuerpo y mi sustancia y la suma de mi cantidad resplandeciente y sonora!
         Pero tener a Dios tan de su lado le permite a Claudel pecados terribles. Su manera de orar también es vomitar bilis mezquina, en las propias plegarias, contra sus rivales de gremio:
         ¡Permanece conmigo, Señor, porque la noche se aproxima, y no me abandones!
         ¡No me relegues con los Voltaire, y los Renan, y los Michelet, y los Hugo, y los demás infames!
         Su alma está con los perros, y juntos sus libros están en el estiércol.
         Están muertos, y su nombre aún después de su muerte es un veneno y una podredumbre.
         Que vivan pues la gracia divina y la caridad cristiana, que tan fraternales frutos producen. La analogía le permite a Claudel entremezclar su autobiografía más minuciosa con la voz de Dios y con el “libro del universo”. Alguna vez acierta, como en esta página erótica que refiere al “santo adulterio” de Claudel con la dama a quien quiso llamar Ysé (Partage de Midi):
         Y yo, como la mecha encendida de una mina bajo tierra, ese fuego secreto que me roe,
         ¿No terminará por arder el viento? ¿Quién contendrá la gran llama humana?
         Tú misma, amiga, tus grandes cabellos rubios al viento del mar,
         No has sabido tenerlos bien ceñidos sobre la cabeza, ¡se esparcen! Los pesados bucles
         Ruedan sobre tus hombros, la gran cosa jocunda
         Se borra, ¡todo se esfuma en el claro de luna!
         ¿Y las estrellas no son acaso como cabezas de alfileres relucientes? ¿Y todo el edificio del mundo no da también un esplendor tan frágil
         Como una cabellera real de mujer pronta a desbaratarse bajo el peine?
         ¡Oh amiga mía! ¡Oh Musa en el viento del mar! ¡Oh idea desmelenada en la proa!