domingo, 1 de diciembre de 2013

BIOY CASARES


EL LADO OSCURO DE BIOY CASARES

 

Por José Joaquín Blanco

 

Dos de las mayores venturas que le ocurrieron a Adolfo Bioy Casares parecen conjurarse para oscurecer buena parte de su obra: su colaboración con Borges —el Biorges que por ahí dicen—, sobre todo bajo el seudónimo Bustos Domecq, y el temprano logro de la obra maestra: La invención de Morel, de 1940.

         Sin rencor ni protestas sufrió durante décadas el destino de sólo aparecer como un dato lateral de Borges, y como autor de una curiosa metáfora sobre el cine (v.gr: la Literatura hispanoamericana de Anderson Imbert). Sólo después de la muerte de Borges empezó a recibir mayor  atención del público y de la crítica como un autor vasto y diferente del anfibio Bustos (“Sobre Bustos no hay nada escrito”: Borges), capaz de mundos y virtudes independientes de la impecable fantasía de Morel, por lo demás incesantemente reimaginada (sin la perfección ni la emoción de Bioy) por otros autores. Gore Vidal en Myra Breckinridge / Myron y Woody Allen en Zelig y La rosa púrpura del Cairo soñaron, tal vez sin conocer la novela de Bioy, un mundo virtual de celuloide, una película viva a la cual incorporarse.

         Díscolo husmeador de “plagios”, Anderson Imbert señala como origen del aparato de Morel “El vampiro”, de Horacio Quiroga, y “XYZ” de Clemente Palma. De paso, semejante hispanoamericólogo —autor de un directorio telefónico, más bien— acusa a Bioy tanto de intelectual: “Los cuentos de La trama celeste son tan intelectuales que las ideas no toman la precaución de disimularse”; cuanto ¡de escribir mal!: “el estilo es descuidado como en una charla”. Al diablo con los hispanoamericólogos.

         Mientras haya mundos virtuales, y estamos apenas en el umbral de las computadoras personales, el CD-ROM y el Internet, existirá una obsesión por La invención de Morel. Las travesuras de crítica cultural y de lucubración detectivesca (Seis problemas para don Isidro Parodi) de Bustos Domecq, con su bizarro estilo de expresiones oximorónicas e ironías desaforadas (que no “trepidan” para hablar de “enanos gigantescos”), tienen asegurado un sitio único en el repertorio de la prosa castellana más inteligente y audaz: por su excentricidad, por la sabiduría crítica expresada en jubilosas extrapolaciones, collages de las barbaridades del habla culterana, y reducciones al absurdo de la estupidez y las supersticiones del pensamiento de su tiempo.

         Pero hay otros Bioy. (La obras de Bioy han sido publicadas por Emecé, Alianza Editorial y Tusquets. Cf. Rodolfo Braceli: Borges-Bioy. Confesiones, confesiones, Buenos Aires, Sudamericana, 1997. Enrique Anderson Imbert: La literatura hispanoamericana, México, FCE, 1964, t. II). El inventor de tramas fantásticas no menos asombrosas que las de Borges (“La sierva ajena”, la del enano hiperbólico; “Bajo el agua”, con el hombre que se convierte en salmón; “Moscas y arañas”, la transfusión de los sueños; “Otra esperanza”, o el aprovechamiento industrial del dolor humano, etcétera); pero muy diferentes en atmósferas y tonos. No existe en Bioy el radicalismo conceptista en la prosa, sino una aspiración coloquial, incluso una veneración por el lenguaje de las barriadas.

         A ratos, como en las novelas El sueño de los héroes y Diario de la guerra del cerdo, encontramos una prosa más cercana a la de Roberto Arlt (El juguete rabioso, Los siete locos, Los lanzallamas) y a la de Cortázar en la parte bonaerense de Rayuela, que a la sucinta y esencial de Ficciones. Parece que el propio Borges siguió a Bioy en la sencillez de sus cuentos tardíos, a partir de El informe de Brodie: más coloquialismo, menos prosa labrada; más rumbos cotidianos que librescos.

         Los cuentos de Bioy suelen hablar de un hombre solo o  soltero, algo dandy, que viaja a islas, estancias, playas, hospitales, ciudades extrañas o centros vacacionales, donde ocurren hechos fantásticos y policiacos que involucran a alguna mujer deliciosa. No se concibe la narrativa de Adolfo Bioy Casares sin mujeres deliciosas. “El sexo, con amor o sin amor, es cojonudo”, declaró a un periodista. Coincide con Tennessee Williams, quien afirmó que no podía escribir un cuento o una obra de teatro si no sentía una poderosa atracción física hacia alguno de sus personajes.

         Bioy comparte los mareos librescos e intelectuales de su gran amigo, pero se permite escapadas románticas y sexuales.  O simples escapadas por el mero azar deportivo de curiosear en el mundo. Existe incluso cierta fascinación por la vulgaridad y la tontería de un mundo cotidiano sin demasiadas aspiraciones o enrarecimientos metafísicos.

         Quizás la mejor crítica sobre Bioy sea una frase de Julio Cortázar: “Me gustaría ser Adolfo Bioy Casares”. Todo mundo quisiera serlo. Se trata de un hombre feliz para quien el mundo es bueno, a pesar de todo. Siempre sonríe, como Voltaire. Le gustan la comida (sin gula), el vino (sin embriaguez), los deportes (sin comentaristas de radio ni de televisión), las eternas charlas de mujeres sobre bailes de disfraces (abomina del lugar común de los dominós); las disputas apasionadas de los compadritos sobre el futbol, el box y el tango.

         Afirma, polémicamente, al fin y al cabo exboxeador amateur, que el box es todo un ejercicio intelectual; los boxeadores como aristotelazos empíricos, instantáneos y físicos, en la gran lógica orgánica del ring... El mundo físico brilla intensamente en Bioy Casares. Borges detestaba a los boxeadores imbéciles. “¡Qué lástima que Borges se haya muerto, de otra manera lo catequizábamos ahora mismo sobre el box!”

         Interrogado sobre qué libros se llevaría a una isla desierta, propuso sin vacilaciones: Voltaire. “¿Sólo Voltaire?” “Bueno, se trata de 75 tomos”. En efecto, algo asoma de Cándido y Zadig en sus historias: el conte que entremezcla el relato y la parábola, el humor y la aventura, la realidad y la teoría, el relato y el aforismo.

         Su humor busca solazarse en los aspectos banales, frívolos o tontos del mundo, más que corroerlos. Aprueba la realidad, de la que saca el mayor provecho posible. El mundo es un caos, pero hay que cultivar jardines. No sólo aspira al heroísmo literario, sino a ser un “héroe de las mujeres”, a las que pincha a cada rato con “misóginas” ironías eficaces, para mejor intrigarlas y seducirlas. “Ya sabemos que el héroe de los hombres no siempre es el héroe de las mujeres”. Tiene Bioy sus donjuanismos como prosista.

         En su estilo priva el conversador sobre el orfebre, sin omitirlo. Bromas amistosas, más que las endiabladamente lógicas de Borges. Esconde la cultura, a la que Borges lleva al primer plano, y ostenta la vida cotidiana, las charlas de pasatiempo entre amigos, la estrategia para ganarse a las mujeres; las escenas, dramas y comedias de días citadinos donde parece que no pasa nada, hasta que ocurren el amor, el crimen o los increíbles sucesos fantásticos. En cierta medida Borges aspiró también a ello, pero lateralmente, y no sin percibir a través de la realidad obsesivas dimensiones cerebrales o metafísicas, en “Hombre de la esquina rosada”, “La intrusa”, “Emma Zunz” o “El sud”.

         Nunca podrá hablarse de Bioy sin aludir a Borges y a la temprana obra maestra La invención de Morel. Desde hace unos años, sin embargo, el resto oscuro de su obra ha ganado presencia. Alguna vez dijo Bioy que prefería, entre todas sus obras, El sueño de los héroes, una novela sobre las andanzas alcohólicas de mecánicos, peluqueros, magos, choferes, pepenadores y pequeños comerciantes de Buenos Aires durante los tres días de carnaval. Su trama es una gran broma: el mayor misterio del hombre está en descubrir lo que hizo cuando andaba perdido de borracho, y olvidó al día siguiente. Y algún juego con el tiempo que se me antoja demasiado elaborado; me quedo con la sobresaltada intriga del crudo sobre su “otro yo” borrachísimo.

         Prefiero sus cuentos de dandy, exiliado en sitios extraños durante las vacaciones, donde se le revelan el misterio, el espanto y el amor, y paladea el infinito sin dejar de mordisquear y acariciar el mundo finito, sus alimentos terrestres (“Lo que más me gusta es la papa.” “Pero preparada ¿de qué manera?” “La papa sola”. “¿Siquiera con un poco de aceite de oliva?” “No, sin aceite de oliva: la papa sola es cojonuda”); sus episodios llanos, con un humor que logra menos la sátira que la sonrisa, el simple buen humor de las conversaciones gratas. ¡Qué literatura tan amistosa!

         El hombre tranquilo y moderado, invariablemente cortés, deportista y Don Juan, que también fue Adolfo Bioy Casares, aporta en sus obras menos conocidas una ligereza, un gusto de vivir, una adecuación de la literatura al mundo real, que rara vez conocieron tanto Borges como Biorges, en Historias de amor, Historias fantásticas, Historias desaforadas, El lado de la sombra, Historia prodigiosa, La trama celeste, El héroe de las mujeres, Una muñeca rusa...

         A pesar del acoso periodístico, se negó a hablar mal de su amigo, salvo en dos aspectos: resulta que Borges, quien le declamaba al mar: “Soy Borges, tu nadador, tu amigo”, no sabía mucha natación, apenas si lograba flotar de pechito. El nadador del mar, menos clamoroso pero efectivo, era Bioy. Y que Borges se comportaba con tal irremediable torpeza frente a la realidad, que invariablemente se enamoraba de manera equivocada de las damas erróneas: siempre le iba mal en amores. (Bioy hizo gestos agrios, pero silentes y decorosos, frente al enlace de última hora de Borges con María Kodama.) Este hombre templado, de “proporción áurea”, sufrió el horror al final de su larga vida, que lo acercó al suicidio: el remordimiento por no haber sido mejor esposo de Silvina Ocampo y la muerte violenta de su hija, en un accidente. Fue durante décadas el mayor y más leal defensor de la obra de Elena Garro, su amante de algunos meses en París, a mediados de siglo.

         A ratos encuentro a Bioy Casares más cortazariano que borgiano (más juego, más realidad exterior, más caos, más erotismo; más habla común que lenguaje literario).  Tal vez, con mayor justicia, habría que empezar a ver ciertos aspectos bioyescos en Cortázar y Borges; y a hablar no sólo de los presuntos borgismos y cortazarismos de Bioy, sino también de las influencias de éste en la obra de sus dos amigos y colegas (entre nosotros —algunas obras de Bioy se publicaron originalmente en México—, en Arreola y Elena Garro). Borges y Cortázar lo mencionaron repetidamente como su maestro. Ninguno de los tres es inferior a los otros. No erijamos estatuas exclusivas: cuando el genio se da, se da en maceta. (Esos argentinos, siempre tan maradónicos: Borges-Bioy-Cortázar.)