domingo, 1 de diciembre de 2013

BIOY CASARES


EL LADO OSCURO DE BIOY CASARES

 

Por José Joaquín Blanco

 

Dos de las mayores venturas que le ocurrieron a Adolfo Bioy Casares parecen conjurarse para oscurecer buena parte de su obra: su colaboración con Borges —el Biorges que por ahí dicen—, sobre todo bajo el seudónimo Bustos Domecq, y el temprano logro de la obra maestra: La invención de Morel, de 1940.

         Sin rencor ni protestas sufrió durante décadas el destino de sólo aparecer como un dato lateral de Borges, y como autor de una curiosa metáfora sobre el cine (v.gr: la Literatura hispanoamericana de Anderson Imbert). Sólo después de la muerte de Borges empezó a recibir mayor  atención del público y de la crítica como un autor vasto y diferente del anfibio Bustos (“Sobre Bustos no hay nada escrito”: Borges), capaz de mundos y virtudes independientes de la impecable fantasía de Morel, por lo demás incesantemente reimaginada (sin la perfección ni la emoción de Bioy) por otros autores. Gore Vidal en Myra Breckinridge / Myron y Woody Allen en Zelig y La rosa púrpura del Cairo soñaron, tal vez sin conocer la novela de Bioy, un mundo virtual de celuloide, una película viva a la cual incorporarse.

         Díscolo husmeador de “plagios”, Anderson Imbert señala como origen del aparato de Morel “El vampiro”, de Horacio Quiroga, y “XYZ” de Clemente Palma. De paso, semejante hispanoamericólogo —autor de un directorio telefónico, más bien— acusa a Bioy tanto de intelectual: “Los cuentos de La trama celeste son tan intelectuales que las ideas no toman la precaución de disimularse”; cuanto ¡de escribir mal!: “el estilo es descuidado como en una charla”. Al diablo con los hispanoamericólogos.

         Mientras haya mundos virtuales, y estamos apenas en el umbral de las computadoras personales, el CD-ROM y el Internet, existirá una obsesión por La invención de Morel. Las travesuras de crítica cultural y de lucubración detectivesca (Seis problemas para don Isidro Parodi) de Bustos Domecq, con su bizarro estilo de expresiones oximorónicas e ironías desaforadas (que no “trepidan” para hablar de “enanos gigantescos”), tienen asegurado un sitio único en el repertorio de la prosa castellana más inteligente y audaz: por su excentricidad, por la sabiduría crítica expresada en jubilosas extrapolaciones, collages de las barbaridades del habla culterana, y reducciones al absurdo de la estupidez y las supersticiones del pensamiento de su tiempo.

         Pero hay otros Bioy. (La obras de Bioy han sido publicadas por Emecé, Alianza Editorial y Tusquets. Cf. Rodolfo Braceli: Borges-Bioy. Confesiones, confesiones, Buenos Aires, Sudamericana, 1997. Enrique Anderson Imbert: La literatura hispanoamericana, México, FCE, 1964, t. II). El inventor de tramas fantásticas no menos asombrosas que las de Borges (“La sierva ajena”, la del enano hiperbólico; “Bajo el agua”, con el hombre que se convierte en salmón; “Moscas y arañas”, la transfusión de los sueños; “Otra esperanza”, o el aprovechamiento industrial del dolor humano, etcétera); pero muy diferentes en atmósferas y tonos. No existe en Bioy el radicalismo conceptista en la prosa, sino una aspiración coloquial, incluso una veneración por el lenguaje de las barriadas.

         A ratos, como en las novelas El sueño de los héroes y Diario de la guerra del cerdo, encontramos una prosa más cercana a la de Roberto Arlt (El juguete rabioso, Los siete locos, Los lanzallamas) y a la de Cortázar en la parte bonaerense de Rayuela, que a la sucinta y esencial de Ficciones. Parece que el propio Borges siguió a Bioy en la sencillez de sus cuentos tardíos, a partir de El informe de Brodie: más coloquialismo, menos prosa labrada; más rumbos cotidianos que librescos.

         Los cuentos de Bioy suelen hablar de un hombre solo o  soltero, algo dandy, que viaja a islas, estancias, playas, hospitales, ciudades extrañas o centros vacacionales, donde ocurren hechos fantásticos y policiacos que involucran a alguna mujer deliciosa. No se concibe la narrativa de Adolfo Bioy Casares sin mujeres deliciosas. “El sexo, con amor o sin amor, es cojonudo”, declaró a un periodista. Coincide con Tennessee Williams, quien afirmó que no podía escribir un cuento o una obra de teatro si no sentía una poderosa atracción física hacia alguno de sus personajes.

         Bioy comparte los mareos librescos e intelectuales de su gran amigo, pero se permite escapadas románticas y sexuales.  O simples escapadas por el mero azar deportivo de curiosear en el mundo. Existe incluso cierta fascinación por la vulgaridad y la tontería de un mundo cotidiano sin demasiadas aspiraciones o enrarecimientos metafísicos.

         Quizás la mejor crítica sobre Bioy sea una frase de Julio Cortázar: “Me gustaría ser Adolfo Bioy Casares”. Todo mundo quisiera serlo. Se trata de un hombre feliz para quien el mundo es bueno, a pesar de todo. Siempre sonríe, como Voltaire. Le gustan la comida (sin gula), el vino (sin embriaguez), los deportes (sin comentaristas de radio ni de televisión), las eternas charlas de mujeres sobre bailes de disfraces (abomina del lugar común de los dominós); las disputas apasionadas de los compadritos sobre el futbol, el box y el tango.

         Afirma, polémicamente, al fin y al cabo exboxeador amateur, que el box es todo un ejercicio intelectual; los boxeadores como aristotelazos empíricos, instantáneos y físicos, en la gran lógica orgánica del ring... El mundo físico brilla intensamente en Bioy Casares. Borges detestaba a los boxeadores imbéciles. “¡Qué lástima que Borges se haya muerto, de otra manera lo catequizábamos ahora mismo sobre el box!”

         Interrogado sobre qué libros se llevaría a una isla desierta, propuso sin vacilaciones: Voltaire. “¿Sólo Voltaire?” “Bueno, se trata de 75 tomos”. En efecto, algo asoma de Cándido y Zadig en sus historias: el conte que entremezcla el relato y la parábola, el humor y la aventura, la realidad y la teoría, el relato y el aforismo.

         Su humor busca solazarse en los aspectos banales, frívolos o tontos del mundo, más que corroerlos. Aprueba la realidad, de la que saca el mayor provecho posible. El mundo es un caos, pero hay que cultivar jardines. No sólo aspira al heroísmo literario, sino a ser un “héroe de las mujeres”, a las que pincha a cada rato con “misóginas” ironías eficaces, para mejor intrigarlas y seducirlas. “Ya sabemos que el héroe de los hombres no siempre es el héroe de las mujeres”. Tiene Bioy sus donjuanismos como prosista.

         En su estilo priva el conversador sobre el orfebre, sin omitirlo. Bromas amistosas, más que las endiabladamente lógicas de Borges. Esconde la cultura, a la que Borges lleva al primer plano, y ostenta la vida cotidiana, las charlas de pasatiempo entre amigos, la estrategia para ganarse a las mujeres; las escenas, dramas y comedias de días citadinos donde parece que no pasa nada, hasta que ocurren el amor, el crimen o los increíbles sucesos fantásticos. En cierta medida Borges aspiró también a ello, pero lateralmente, y no sin percibir a través de la realidad obsesivas dimensiones cerebrales o metafísicas, en “Hombre de la esquina rosada”, “La intrusa”, “Emma Zunz” o “El sud”.

         Nunca podrá hablarse de Bioy sin aludir a Borges y a la temprana obra maestra La invención de Morel. Desde hace unos años, sin embargo, el resto oscuro de su obra ha ganado presencia. Alguna vez dijo Bioy que prefería, entre todas sus obras, El sueño de los héroes, una novela sobre las andanzas alcohólicas de mecánicos, peluqueros, magos, choferes, pepenadores y pequeños comerciantes de Buenos Aires durante los tres días de carnaval. Su trama es una gran broma: el mayor misterio del hombre está en descubrir lo que hizo cuando andaba perdido de borracho, y olvidó al día siguiente. Y algún juego con el tiempo que se me antoja demasiado elaborado; me quedo con la sobresaltada intriga del crudo sobre su “otro yo” borrachísimo.

         Prefiero sus cuentos de dandy, exiliado en sitios extraños durante las vacaciones, donde se le revelan el misterio, el espanto y el amor, y paladea el infinito sin dejar de mordisquear y acariciar el mundo finito, sus alimentos terrestres (“Lo que más me gusta es la papa.” “Pero preparada ¿de qué manera?” “La papa sola”. “¿Siquiera con un poco de aceite de oliva?” “No, sin aceite de oliva: la papa sola es cojonuda”); sus episodios llanos, con un humor que logra menos la sátira que la sonrisa, el simple buen humor de las conversaciones gratas. ¡Qué literatura tan amistosa!

         El hombre tranquilo y moderado, invariablemente cortés, deportista y Don Juan, que también fue Adolfo Bioy Casares, aporta en sus obras menos conocidas una ligereza, un gusto de vivir, una adecuación de la literatura al mundo real, que rara vez conocieron tanto Borges como Biorges, en Historias de amor, Historias fantásticas, Historias desaforadas, El lado de la sombra, Historia prodigiosa, La trama celeste, El héroe de las mujeres, Una muñeca rusa...

         A pesar del acoso periodístico, se negó a hablar mal de su amigo, salvo en dos aspectos: resulta que Borges, quien le declamaba al mar: “Soy Borges, tu nadador, tu amigo”, no sabía mucha natación, apenas si lograba flotar de pechito. El nadador del mar, menos clamoroso pero efectivo, era Bioy. Y que Borges se comportaba con tal irremediable torpeza frente a la realidad, que invariablemente se enamoraba de manera equivocada de las damas erróneas: siempre le iba mal en amores. (Bioy hizo gestos agrios, pero silentes y decorosos, frente al enlace de última hora de Borges con María Kodama.) Este hombre templado, de “proporción áurea”, sufrió el horror al final de su larga vida, que lo acercó al suicidio: el remordimiento por no haber sido mejor esposo de Silvina Ocampo y la muerte violenta de su hija, en un accidente. Fue durante décadas el mayor y más leal defensor de la obra de Elena Garro, su amante de algunos meses en París, a mediados de siglo.

         A ratos encuentro a Bioy Casares más cortazariano que borgiano (más juego, más realidad exterior, más caos, más erotismo; más habla común que lenguaje literario).  Tal vez, con mayor justicia, habría que empezar a ver ciertos aspectos bioyescos en Cortázar y Borges; y a hablar no sólo de los presuntos borgismos y cortazarismos de Bioy, sino también de las influencias de éste en la obra de sus dos amigos y colegas (entre nosotros —algunas obras de Bioy se publicaron originalmente en México—, en Arreola y Elena Garro). Borges y Cortázar lo mencionaron repetidamente como su maestro. Ninguno de los tres es inferior a los otros. No erijamos estatuas exclusivas: cuando el genio se da, se da en maceta. (Esos argentinos, siempre tan maradónicos: Borges-Bioy-Cortázar.)

 

 


 

viernes, 1 de noviembre de 2013

JAMES BALDWIN


JAMES BALDWIN Y LA ESCRITURA DEL FUEGO

 

Por José Joaquín Blanco

 


Durante los años cincuenta y sesenta, James Baldwin (1924-1987) fue el escritor norteamericano negro más reconocido:  el vocero intelectual del Movimiento de Derechos Civiles (“a media star”, en esa época del boom televisivo), pero sobre todo un extraordinario artista de la prosa: en ensayos, relatos autobiográficos o de claro sesgo autobiográfico; obras de teatro y novelas (Ve a decirlo en la montaña, 1953; Notas de un hijo nativo, 1955;  El cuarto de Giovanni, 1956; Nadie conoce mi nombre, 1961; Otro país, 1962; La próxima vez el fuego, 1963; Un blues para Mr. Charlie, 1964; Nada personal, 1964; En busca del hombre, 1965; Dime hace cuánto pasó el tren, 1968; Sin nombre en la calle, 1972; Si Beale Street pudiera hablar, 1974, Sobre mi cabeza, 1979; El precio del boleto, 1985; etcétera).

Su figura y su obra, ninguneados o vilipendiados en su patria -que sus relatos eran muy verbosos, con anécdotas poco comerciales: flojas, embrolladas; llenos de escenas tan religiosas (“Come-to-Jesus stuff”) como obscenas, o de “incesantes autoanálisis que con frecuencia concluyen en autodenostaciones”; y que se regodean en los “aspectos oscuros” de la vida de los negros, envileciendo (“debase”, en palabras de Time; “besmirch”, en palabras de Hubert Humphrey) a su país-, establecieron un principado literario internacional muy superior al que antes habían erigido los otros tres grandes escritores negros de los Estados Unidos: Langston Hughes, Richard Wright y Ralph Ellison, y a los de algunos artistas negros, africanos o caribeños (Sengor, Fanon, Cesaire), de lengua francesa. Los mayores honores que Baldwin recibió en vida fueron franceses, y con frecuencia se “exiliaba” en Europa durante esos años de crisis racial norteamericana.

(Entre las obras sobre Baldwin, hay que destacar la colección de ensayos críticos James Baldwin, editada por Kenneth Kinnamon: Nueva Jersey, Prentice-Hall, 1974; y la biografía de W. J. Weatherby: James Baldwin. Artist on Fire, Nueva York, Laurel, 1989).

 

LA VOZ DEL FUEGO

Sorprendían su refinamiento, su emotividad y su magnífica prosa inglesa -cercana al inglés de la Biblia del rey James y de una larga escuela de predicadores, así como al elaborado y matizado estilo de Henry James-, en una época literaria que abundaba en la rudeza, la experimentación y la destrucción de cánones estéticos (Bourroghs, Kerouac, Ginsberg, Mailer, Roth, Vonnegut).

Una prosa emotiva pero concisa; directa y, a la vez, capaz de atmósferas complejas, densas, musicales. Es fama que Baldwin se forjó como escritor redactando lo que sería Ve a decirlo en la montaña en un pueblo suizo (donde jamás se había visto otro negro: “Extraño en la aldea”), encerrado con los discos incesantes de Bessie Smith y con la idea fija de una prosa doblemente jamesiana.

Cada año aparecen tesis doctorales sobre el curioso caso de un escritor que descubre su expresión literaria “en cuanto  negro” o “su negritud” ¡a través de La princesa Casamassima y del Retrato de una dama! Henry James + Bessie Smith. (Desde luego, algo tuvieron que ver también Balzac, Tolstoi, Wilde, Gorki, Proust, Mann, Gide, Eliot, Faulkner, Richard Wright, Genet...)

Se rastrean o inventan ingeniosos pasadizos comunicantes –metafísicos, metalingüísticos, meta...- entre el archiblanco-ultraeuropeo-aristocrático y el negro-marginado-de-Harlem.

Baldwin simplemente confesó que el exigente estilo de Henry James lo espoleaba mucho más que, por ejemplo, el de D. H. Lawrence, a quien prefería, pero del cual se sentía demasiado próximo. Necesitaba retos, dificultades: un estilo difícil y asuntos graves.

Pretendía despreciar la facilidad poética de Langston Hughes y la prosa “periodística” de Richard Wright, así como los exotismos africanoides, folklorizantes, de “la negritud” de los neo-musulmanes norteamericanos (“African mockery”). Su situación como negro era norteamericana, y debía descubrir su expresión dentro de esa cultura nacional.

Desde un principio se advierte esta decisión retórica de impedirse un discurso llano que reprodujera los lugares comunes sobre los negros norteamericanos. Las sutilezas del laberíntico andamiaje verbal de James dotan a sus personajes y a la propia voz de Baldwin de mayor penetración y complejidad que los característicos del realismo norteamericano habitual.

Por otra parte, el “alto estilo” jamesiano ennoblece, shakespeariza un tanto a sus personajes negros, misérrimos o callejeros. Viudas, matronas, putas, niños huérfanos o desprotegidos, adolescentes bravos, adultos borrachos, peleoneros, vagos; músicos y escritores fracasados del Village o de la rive gauche parisina, meseros; obreros extenuados por el trabajo mal remunerado y el desempleo; angustiados clasemedieros obligados a responder con los ojos bajos y la voz melosa a todo tipo de humillaciones; sub-ciudadanos a quienes se fuerza a un servicio de trastienda, “segregado”, o se les niega, en casi todos los aspectos de la vida pública, de los autobuses, restoranes y escuelas a la vivienda o al simple hecho de andar por la calle. 

Este “alto estilo” retórico en sus miserables no resulta tan artificioso como pareciera a primera vista: es conocida la excelencia en el inglés “alto”, culto, de muchos negros norteamericanos, generalmente predicadores o abogados, lo que desde tiempos de Mark Twain provocaba sorna y envidia entre sus compatriotas blancos, que estimaban y practicaban su lengua con menor pasión y virtuosismo. Hay mucha “alta poesía” en sus sermones, spirituals, gospel songs, blues. Sin embargo, fue nada menos el gran poeta negro Langston Hugues quien, en venganza, acusó a Baldwin de ofrecer falsos personajes populares (folks) que hablaban como artistucos (‘art’ folks), “sobrescritos y sobrepoetizados”...

Pero azoró sobre todo su furia, su rabia: como precursor inmediato de Martin Luther King (cinco años más joven) y camarada de Malcolm X, James Baldwin vivió los tiempos y los episodios más humillantes y violentos del racismo norteamericano contra los negros, y respondió panfletariamente, como un profeta en llamas (había sido predicador en su juventud, en Harlem); esto, a pesar de su enfática crítica, en cuanto ensayista literario, contra la literatura “social o de protesta” (polemizó ácidamente con su protector Richard Wright, autor de Native Son, sobre la novela “comprometida”).

“He tenido dos veces la suerte de disfrutar un Renacimiento Negro”, dijo Langston Hugues; “la literatura negra estaba de moda en los años veinte, cuando me inicié como poeta, y ahora ha regresado. Pero hay una diferencia. Los veintes se sostenían en el arte. Era el arte negro lo que la gente buscaba. La moda actual es un subproducto del conflicto sobre los derechos civiles. La moda de los años veinte surgió del éxito de artistas como Ethel Waters, Duke Ellington y Louis Armstrong. La actual emerge del espíritu de protesta. James Baldwin y Leroi Jones, escritores en cuanto protestadores [writes as protesters], han sido su centro”. (No está de más señalar al paso que Langston Hugues influyó en Novo y Villaurrutia, lo que acaso lo señale como la mayor impronta que México ha recibido de la literatura negra norteamericana).

 

LA INCOMODIDAD DE BALDWIN

Ese tono beligerante (especialmente en Notas de un hijo nativo, Otro país, La próxima vez el fuego, pero continuo en toda la obra de Baldwin), tan distinto del que se impondría después del “triunfo” de King y del Movimiento de Derechos Civiles, lo volvió incómodo tanto para el norteamericano blanco común y las instituciones culturales norteamericanas (exasperó a sus “aliados” los Kennedy, y fue espiado por el FBI desde 1960: se conservan “reservados” en los archivos más de 1,700 documentos de espionaje sobre él), como para el sector negro favorecido por el nuevo orden de cosas, que prefería no mencionar demasiado la soga en la casa de ahorcado. Éste opinaba (opina) que “la ropa sucia se lava en casa”, y que no es oportuna tan encendida pasión en la protesta.

Irónicamente, el más esteta de los narradores negros, quedó tildado con el mote de “panfletario” que ya parece obligado en cuanta enciclopedia o almanaque literario se consulte. Más panfletario aun que el sartreano Richard Wright, a quien tanto criticó como “novelista contestatario” durante sus inicios de jamesiano parricida intelectual en París.

Fue tal el impacto de sus ensayos sobre “el asunto negro”, que todavía se le quiere reducir a ellos; es frecuente que se le califique, como a Gore Vidal, de “ensayista estupendo y narrador fallido”. La industria literaria desea novelistas tontos; cuando piensan... es que son “estupendos ensayistas”.

Nuevos escritores negros, menos airados, ahora negociadores más o menos sensatos, que hablaban con la calma y la prudencia de quien mira después de la batalla y no en su centro (al estilo del actual político-sacerdote Jesse Jackson), más relajados, se vieron favorecidos por un clima menos extremista y ocuparon el sitio donde Baldwin ponía nerviosa a tanta gente (su seguidora Toni Morrison finalmente obtuvo el premio Nobel). Baldwin quedó muchas veces reducido en los balances académicos y comerciales, cuando no al mero ensayo, a la “agitprop” (propaganda de agitación) o al “new journalism”.

Pero a James Baldwin no le correspondió el tiempo de la reconciliación ni de la curación de las heridas, sino el de la opresión y las batallas (protagonizó como “media star”, pero corriendo todos los riesgos personales, buena parte del Movimiento de los Derechos Civiles y participó en más de un episodio violento en el sur), que resuenan, vivas, en sus voces ensayística y narrativa; tanto más cuanto se expresan en una de las prosas más civilizadas, elaboradas, refinadas, de su generación.

Una prosa algo reminiscente de los trucos de Faulkner, también bíblico y henryjamesiano, y deudora en efecto de D. H. Lawrence y hasta algo de Joyce en los aspectos eróticos.

Cuando se montaba su obra Un blues para Mr. Charlie en Broadway, le pedían los productores: “¡Más Shakespeare, Jimmy; menos motherfuckers!” (Todos sus “motherfuckers” fueron censurados en escena). “¿Y qué quieren ustedes que griten los negros de Alabama y Mississippi cuando los están bombardeando?”, preguntaba él.

Una anécdota curiosa. Un blues para Mr. Charlie resultó un escándalo (y fracaso de taquilla) tanto en Nueva York como en Londres. “¡Mierda! ¡Regrésense a África!”, gritaban los espectadores. “Una mezcla de literatura y demagogia”, clamaban los críticos. “Provocación de odio anti-blanco”. “Los personajes chapotean sin ton ni són en su odio”. Sin embargo, poco después Ingmar Bergman la montó en Estocolmo con actores rubios. Éxito de público y de crítica. Comentó Baldwin: “La actuaron puros suecos. Ni una sola cara negra. Se comprendió que la obra hablaba de tribus, no de razas; sobre cómo tratarnos los unos a los otros”

Baldwin, sin embargo, también resultó incómodo para los radicales negros de los años sesenta: parecía demasiado humanista y sentimental en la época de los Panteras Negras, los Musulmanes Negros y Malcolm X (en su primera etapa extremista). Educadito, snob, hasta afeminado, según el criterio puritano y “rudo” de los activistas. El propio Wright lo fustigaba como una a especie de Truman Capote negro: “Con frecuencia Richard me hacía sentir que la palabra ‘frívolo’ se había acuñado para describirme”, recordó James Baldwin años después.  

Incluso fue acusado formalmente de “traidor a la raza” (por un gángster llamado Eldridge Cleaver, posteriormente venal comparsa reaganiano, pero defensor de la violación brutal de las mujeres blancas por parte de los activistas negros como “un acto de liberación o justicia raciales”, en un libro inexplicablemente admirado en su momento: Soul on Ice; Alma encadenada, según se tradujo en México, en la edición de Siglo XXI).

La mayor traición consistía en su homosexualidad. Un negro que abdicaba del machismo del Puro Hombre Negro (como el Hombre Nuevo que se predicaba en esos años en Cuba), corrompía y ensuciaba a toda su raza, y mucho más si sostenía “diabólicas” relaciones amorosas o sexuales con los enemigos blancos (the white devils). ¡Se estaba entregando al Verdugo Blanco... y de la manera más “étnicamente innoble” posible! ¡Se acostó con muchos franceses blancos! Aunque según las pesquisas de su biógrafo, la nómina amatoria de Baldwin incluyó a negros, a “hispanos” y a blancos europeos y norteamericanos. Sobre todo a jóvenes negros musculosos con porte de hustlers. Y hubo algunas mujeres negras. Exasperó a los ultras del Black Power, de los Panteras Negras y de los Musulmanes Negros sólo el rumor de que la celebridad literaria negra hubiese amado en la cama a algún blanco (seguramente un italiano llamado Giovanni, a partir de una lectura cerril de El cuarto de Giovanni, según la cual la novela sería mera autobiografía vergonzante). “Racismo al revés”, diría Baldwin.

Hacia 1950 provocaba suspicacias y hasta indignación en ambas razas el menor trato entre blancos y negros, incluso la simple camaradería de trabajo: solían ser arrestados los grupos o parejas “interraciales” que tomaran café o platicaran por la calle en Manhattan, para no hablar de Georgia o Mississippi. Esto le ocurrió varias veces a Baldwin cuando salía a la calle con sus amigos escritores y artistas blancos, norteamericanos o europeos.

A fines de los años cuarenta, cuando Baldwin malvivía en París, se debatía en una gran novela que atacaba al mismo tiempo la situación negra y la situación homosexual. Esa novela falló. Debió escribir sobre cada “asunto” por separado; de un lado Ve a decirlo en la montaña (traducida al español también como El ghetto de Harlem) y, del otro, El cuarto de Giovanni (la clandestina vida gay en París a principios de los cincuentas, con personajes blancos).

A partir de Otro país se empeña en abundantes experimentos “interraciales y bisexuales” que, en su momento, parecieron más exageración teórica del autor, que reflejo de la realidad de la sociedad negra. Sólo en sus años maduros logró Baldwin recuperar la unidad de ambas reflexiones en obras narrativas (Sobre mi cabeza: Just Above my Head) y autobiográficas, aunque siempre conservó cierta intuición de que las opresiones étnicas y las sexuales respondían con frecuencia a esquemas similares. Concepto común en la contracultura de la época, que hablaba de categorías como “freudomarxismo”, o del “machismo racista” contra las mujeres. Mailer jugaba con yuxtaposiciones como “el blanco negro” o el “villano [supermacho] homosexual”. Gore Vidal llevó semejantes teorías al delirio paródico en Myra Breckinridge y Myron. En su momento, la obsesión de Baldwin por los personajes “bisexuales e interraciales” pareció un radicalismo cerebral de un perverso agitador sistemático de la costumbres, a quien la llana homosexualidad de negros y blancos segregados no le resultaba “suficientemente ultrajante”. (E incluso ciertas entusiastas aproximaciones al incesto.)

 

OLIVER TWIST EN HARLEM (CON TRES O CUATRO KARAMAZOVS)

El mundo de Baldwin, una y otra vez -aunque el autor viva por temporadas en Europa (Francia, Suiza, Italia, Inglaterra, Suecia, Turquía), o viaje por Asia (Líbano), la Unión Soviética, África (Senegal, Ghana, Kenia, Marruecos) y el Caribe, o por las regiones sureñas de los Estados Unidos- se concentra en Harlem, Nueva York: el ghetto negro de los años veinte a los setenta. Con frecuentes visitas a Greenwich Village.

Un mundo exteriormente dickensiano (el Londres de la pobreza se recicla en el ghetto neoyorkino) y dostoyevskiano en el alma, de un cristianismo exacerbado: personajes “humillados y ofendidos”, llenos de furia y de amores y ternuras desencaminados (el amor, la droga, la violencia, las enfermedades mentales, los crímenes, las ideas fijas de violencia y condenación social o religiosa), quienes a pesar de todo se abrazan con una estupenda capacidad de amor y de amistad.

Acaso sus mejores páginas sean las que abordan su infancia con su padrastro, su madre y sus hermanos: desde la perspectiva de la infancia, se observa la agria lucha por la supervivencia de los adultos, el mundo para el cual los niños iban creciendo. Ocurren con diversos matices en varios de sus libros. O las que narran el momento límite de negros desesperados.

En Otro país el suicida Rufus se arroja desde un puente para destruirse y reintegrarse a Dios, pero con la mayor de las blasfemias:

“El viento se lo llevó, sintió que se remontaba, con la cabeza hacia abajo; y el viento, las estrellas, las luces, el agua, todo giraba al mismo tiempo. Estaba bien. Sintió que se le caía un zapato. No había ya nada a su alrededor, sólo el viento: Está bien, Omnipotente Dios bastardo, Omnipotente Dios hijo de la chingada: voy hacia ti (you motherfucking Godalmighty bastard)”.

Su heredad narrativa: Las populosas tribus de niños negritos –cada año un parto en cada pareja y hasta en cada mujer sola, religiosamente cumplido- atenidos a colosales matronas, en hambrientos y ruinosos departamentos de Harlem. Los desesperados, los vagos o semivagos del Village, las putas.

El padre de familia (o el hermano mayor, sustituto del padre) como alto jefe tribal, perfilado con extraña majestad, que regresaba de sus extenuantes labores físicas con una huraña y arisca necesidad de amor, la cual fácilmente se exasperaba hasta el odio.

Una vida que tropezaba sin remedio a cada rato en los linderos de la muerte, hasta que por fin algo terrible ocurría a la semana, todas las semanas.

Hombres a flor de piel, trabajados por la humillación y la ira, y avocados con una energía inagotable hacia los prehistóricos mensajes, órdenes, prohibiciones, esperanzas de la Biblia dura; de la Biblia belicosa y atormentada, mucho más centrada en los pasajes del Jehová furibundo que en el Nuevo Testamento.

Un crítico (Orville Prescott) señaló que la saga de las familias negras por su supervivencia en el Harlem de la primera mitad del siglo XX, “de algún modo suena [en el relato de Baldwin] tan remota como una novela histórica sobre los patriarcas y profetas hebreos”.

Se diría incluso que su Jehová está exagerado por el sesgo calvinista: los personajes negros de Baldwin, y el autor cuando habla de sí mismo, no ubican maniqueamente la culpa en el enemigo. Se culpan también y sobre todo a sí mismos, en un examen de conciencia perpetuo tan honesto como corrosivo.

Baldwin fue también acusado de traición por hacerle mala propaganda a la etnia: por narrar con todas sus miserias la vida del ghetto, por rechazar que la posición de víctima contrajera inmediatamente la inocencia o la pureza. Todo lo contrario. La opresión envilecía a sus personajes. No luchaban solamente por liberarse objetivamente de esa opresión, sino también de la vileza, del odio, del rencor, de la desesperación a que los arrojaba. Siempre miró con desconfianza el folklore o el colorido “realismo mágico” de las literaturas francófonas africanas aplicados a la situación norteamericana.

 

EL BLUES DE SONNY

Hay una fibra religiosa en sus libros –la Culpa, la Piedad-, como en los blues: una búsqueda extremadamente emotiva de la libertad interna, la nerviosísima “redención” espiritual. Y claro, ciertas frustradas esperanzas de la salvación mediante el sufrimiento, donde no deja de asomar el joven predicador que fue Baldwin. Sus aleluyas. Su Dostoyevski.

We shall overcome!”, cantaban los seguidores de Martin Luther King, el hombre de “I have a dream...” (“Boy, he made a helluva speech!”, exclamó el inefable Bobby Kennedy cuando escuchó ese discurso de King en la gran marcha de Washington.) Con frecuencia en Baldwin ocurre, en efecto, que Bessie Smith cede el micrófono a Mahalia Jackson... (Las locas de los bares gay lo apodaban “Martín Luther Queen”).

Escribió en Nada personal:

“He dormido en las azoteas, en los sótanos y en el metro; he tenido frío y hambre toda mi vida; he sentido que ningún fuego podía calentarme y que no había brazos que me sostuvieran... No cesan de nacer las generaciones, y somos responsables ante ellas como sus únicos testigos... En el momento en que dejemos de abrazarnos, en el momento en que perdamos la fe los unos a los otros, nos rodea el mar y desaparece la luz”.

Baldwin arguyó que entre los negros de los Estados Unidos, la religión abarcaba los campos que en África (Leopold Senghor) o América Latina (Aimé Cesaire) ocupaban diversas ideologías, incluso el comunismo. Su “Come-to-Jesus stuff” les era pues tan natural e inevitable como para los negros de otros países las concepciones antropológicas o ideológicas. Era su modo de entenderse y expresar la vida. Y en efecto, era ese el tono y el estilo que le pedían sus lectores negros.

De cualquier manera, el énfasis cristiano de Baldwin (“Siempre hay un lloriqueo vergonzoso en cuanto Baldwin escribe”, contratacó Richard Wright), desagradó tanto a los negros ilustrados, que aspiraban a una cultura laica, como a los militantes jóvenes que reivindicaron el comunismo y el Islam en el contexto de esos años de anticolonialismo y Guerra Fría. (Durante la campaña de los Derechos Civiles, Baldwin retomó sus dotes adolescentes de predicador, aunque ya era un hombre poco religioso y de costumbres poco sacerdotales en la vida real, para animar y publicitar mítines y marchas.)

Al mismo tiempo: La vida diaria en Harlem, llena de risas y de música, entre los apocalipsis semanales de motines, revueltas y razzias. Las tribus de ocho o nueve niños dependientes de padres (o sólo de la madre) que apenas, mediomatándose, conseguían un par de dólares. Niños llenos de juegos, de sueños deportivos y cinematográficos, de música y fiesta. “Escucho un disco de jazz y escribo como si estuviera tocando”. Miles Davis, Charlie Parker, Duke Ellington, Ray Charles. Recuerdo un cuento suyo donde un niño (Sonny) escucha tocar jazz a su hermano mayor.

En las páginas de Baldwin fluye una lírica nostalgia por esos paraísos familiares, vecinales, callejeros en los panoramas del desastre. Un Baldwin lleno de remembranzas; a cada paso, a cada rostro, a cada baldosa, una magdalena proustiana, ahora ríspida, de malos tragos o droga, de ira y ambiciones descompuestas.

Y la obligación que se imponen sus personajes de gritar, pero sobre todo de convencerse a sí mismos, de que no son como los conciben, tratan o imaginan los dominadores blancos. Destruir esa caricatura, pero siempre con la angustia de acaso tener parcialmente algo de ella. Los combates se libran también en la conciencia y la carne de los combatientes. “Ahora me corresponde liberar a mi corazón de todo odio o desesperación”, concluye el ajuste de cuentas autobiográfico y étnico de Notas de un hijo nativo. 

Baldwin recuerda los tiempos difíciles anteriores al triunfo del Movimiento de los Derechos Civiles. Tiempos difíciles que nadie quiere recordar demasiado: han quedado, se dice, atrás: ¿para qué voltear a verlos, como la mujer de Lot? Y menos con esos ojos de rabia (autoinflingida, descargada sobre todo contra sí mismo) de James Baldwin, ojos saltones en su pequeño cuerpo frágil, que le ganaron desde niño el apodo de “Ojos de Rana”, Frog Eyes.

En los propios días de su celebridad (lograda más por sus muchos lectores, que por los pocos colegas o académicos que se atrevieron a reconocerlo en toda su importancia, como Edmund Wilson y Marianne Moore) resultaba un tanto impropio considerarlo artista. Se le clasificaba como un panfletista extraño del lado de los activistas, aunque éstos también lo denostaran.

Muy pocos autores, especialmente Richard Wright, Langston Hugues y Toni Morrison, entre los negros, y Mailer, Styron, Cheever, James Jones, entre los blancos, reconocieron la profundidad de su mundo y la belleza de su prosa.

Aunque el medio literario, como todos los ghettos, resultó centro de discordias: son célebres sus pleitos con sus colegas más cercanos: Wright, Hugues, Mailer... Un amigo de toda la vida, compañero desde la High School, el director teatral Frank Corsaro, se expresó de Baldwin en términos que tocará al amable lector traducir silenciosamente para sí mismo: “Jimmy was a combination of coquette, preacher boy and arrant wit all in one –in other words, a cunt”. 

 

TODO ESE “OTRO” JAZZ

Para el lector extranjero, Baldwin ofrece esa grandeza espiritual de los patriarcas europeos en tiempos difíciles: Dickens, Dostoyevski, Zola, Galdós (a quien no leyó Baldwin, naturalmente) que suele faltar en el estilo más desahogado, y hasta edulcorado, de los autores negros posteriores, afortunadamente menos enfrentados al infierno como experiencia cotidiana de los años cuarenta a sesenta (aunque el infierno siga existiendo, y a cada momento surja el título de Baldwin más temido: el mundo pereció alguna vez mediante el diluvio; La próxima vez el fuego... Ocurrió hace pocos años en Los Ángeles, por ejemplo.)

Actualmente comparte, en opinión de dómines sin memoria, cierto tembloroso limbo con el otro gran panfletista étnico de su época, ahora africano: Franz Fanon (Los condenados de la tierra). No debiera: su mensaje es mucho más que un reclamo histórico, político o antropológico fechable; se trata de un variado mundo vivo, profundo y emocionante, escrito con un pulso (o una respiración) de jazzista, como se le dijo varias veces en los años sesenta. El tipo de mundo al que, en nuestra lengua, se acercó Julio Cortázar en El perseguidor.  

         Por eso también es un gran narrador. En ese mundo de ira, ruinas y violencia, florecen sus historias de perdedores. Baldwin ha entonado un puñado de las más entrañables elegías sobre los perdedores urbanos del ghetto, como los mejores blues. ¿Que sus tramas no funcionan con la rutinaria relojería de la novela de entretenimiento? ¿Y qué con eso?

Una anécdota nada peregrina: en la Dial Press, la editorial donde publicaba, se comisionó a un joven editor –esto es, el escritor responsable de dictaminar, revisar, discutir, surgerir cambios, procesar los originales- para la obra de James Baldwin. A este editor no le resfriaron durante seis años los laberintos, reiteraciones, lirismos, autoanális apocalípticos ni cabos sueltos de la manera “ensayística” de narrar del autor de En busca del hombre, Dime hace cuánto que pasó el tren, Un blues para Mr. Charlie y The Amen Corner: los cuatro libros que le tocó cuidar. Discutía, y mucho, de otras cosas con Baldwin. Recuerda con admiración y fervor esos manuscritos, y señala como gran orgullo profesional haber trabajado en ellos. Se trata de uno de los más autores más logrados de la novela-como-artefacto, como relojería: E. L. Doctorow, autor de Ragtime.

La prosa musical y delicada de Baldwin, aunada a la energía de su pensamiento, ofrece una especie de experiencia mística: En el mundo existente el triunfo está en labrarse una derrota noble, de guerrero interior. La guerra siempre se pierde: el honor y la belleza de la vida residen en los episodios de coraje, pureza y amor de sus batallas parciales.

Sus perdedores combaten por la dignidad racial y cívica, sus pulsiones eróticas y sus cariños familiares o amistosos, e incluso por el mero llamado del “absurdo” de episodios urbanos donde todos son drop-outs o exiliados amorosos, raciales, sociales, artísticos. O simplemente hombres que se estrellan con todas sus fuerzas contra la vida, “luchando con el ángel”, como se dice de Jacob. Buena parte de la obra de Baldwin narra esa lucha y sus secuelas.

Es curioso que en la “cultura del éxito” norteamericana haya surgido semejante aguafiestas, el cantor de los grandes perdedores. En Francia se le relacionaba con la visión de Camus. En Estados Unidos se ironizaba. Decía Bobby Kennedy, por ejemplo: “¿Y de qué tanto se queja Jimmy? ¿Acaso no ha llegado a ser un bestseller y un autor de renombre internacional? Eso lo logró por ser norteamericano. ¡Es un triunfador! En otro país...”

Las vidas rotas por los fracasos y la humillación, el hambre y la violencia, el alcohol y las drogas, la desesperación y el rencor, entre hombres de carne viva. Esa época de víspera o del día del fin del mundo en cada episodio familiar (dentro de ruinosas viviendas), en calles llenas de basura y policías, o rodeadas de bandas de bravucones linchadores de todo tipo; en puentes que invitan a saltar a los suicidas, en bares ínfimos donde (abatidos sobre mesas sucias) babean casi inconscientes aquellos que alguna vez se propusieron ganarle la partida a la realidad difícil o imposible. Los feligreses parapetados en su templo de madera, casi una barraca, cantando aleluyas, mientras el Ku Klux Klan le prende fuego...

Todos ellos fueron “hombres”, en un sentido bíblico, luchadores del mundo, defensores de su nobleza y de su riqueza humanas, y héroes derribados por las guerras del polvo enconado de las brutales ciudades en los Estados Unidos de su época.

En este sentido, Baldwin despreciaba, casi le repugnaban, las “historias de éxito” de los negros adinerados o prestigiosos, que triunfaban como carreristas, pero no como “hombres en el mundo”. De hecho, mientras fue ganando amistades y apoyo entre los liberables blancos del Village (como el joven Marlon Brando), recibió una común y cerrada reprobación del Establishment negro, de su prensa negra “decente” y exitosa, y de los clubs o asociaciones de negros adinerados. Esa reprobación no ha cesado. Su memoria sigue siendo escandalosa. Hay recuerdos que deben lavarse sólo en casa y en sordina.

Advierto una perspectiva de cristiano de los primeros tiempos frente a los leones o las tropas de Nerón, o bien de los fraticelli franciscanos ante la Iglesia Establecida de la Edad Media (frente a todo tipo de iglesias establecidas), en muchos rincones del Harlem y el Village de Baldwin.

Esta visión “mística” o “lírica” de los desiertos urbanos, dota a los relatos de Baldwin de una temperatura y una trascendencia que no alcanza la mera narración del hombre perdido, enloquecido o herido por la civilización industrial, tan típica del realismo norteamericano. Baldwin se burlaba a ratos de los “suburbanitas”, como Updike o Cheever, que se ahogaban sin remedio en sus propios whiskies tibios, en los cómodos livings de sus casitas apacibles.

Los personajes de Baldwin siempre tienen en un puño, irrenunciables y desollados, todos sus nervios e ilusiones. Invariablemente pelean por “algo”, no siempre fácil de expresar en términos ideológicos, pero sí narrativos: la madre, el padre, el padrastro, los hermanos, los amigos, los vecinos, aquel que terminó loco en un hospital o muerto a media calle, los que fueron aporreados en tal otra; a quienes simplemente se les negó, una tras otra, todas las grandes y pequeñas puertas de la gran ciudad.

Una obligación de recordar en cada detalle minucioso toda la historia del ghetto de Harlem. Una lucha por corregir, purificar la memoria colectiva. “Hemos sido engañados: pero también solemos engañarnos a nosotros mismos... Hay algo sospechoso en la forma en que nos aferramos al concepto de raza, de ambos lados de la obsolescente barrera racial”.

Los Establishments académicos, comerciales y periodísticos exigen que cada autor quepa en una sola etiqueta, y han dictaminado: “James Baldwin: no novelista, sino ensayista”. Falso. Incluso sus ensayos son relatos: parlamentos de un personaje de alta tragedia.

Y en su obra narrativa la inteligencia y la fuerza de la prosa juegan papeles no menores que los de la trama, los episodios y los personajes.

En 1971 declaró a la revista Life:

“Sigo siendo una de las personas más extremadamente poseídas, confusas, morosas, aterradas y quizás dementes que he conocido. Pero al menos ahora escucho a mis propios demonios, y no a los de los demás, y voy a seguir trabajando hasta que me hayan dicho todo lo que han intentado comunicarme -y a ustedes. No voy a parar hasta que la última voz dentro de mí haya callado. Entonces podré irme a casa, quitarme los zapatos, no hacer nada y sentarme entre mis hermanos y hermanas y primos y sobrinos a escuchar cómo me dicen que nunca fui razonable”.

Y en 1979 al Times Books Review de Nueva York:

“Desde luego, no puedo imaginarme el arte por el arte... eso es una perspectiva europea, a la que nunca le he encontrado mucho sentido. Creo que lo que tienes que hacer, lo verdaderamente difícil en un escritor, es evitar los slogans. Hay que tener las tripas para denunciar los slogans, no importa cuán nobles puedan sonar. Siempre esconden otra cosa; el escritor debe tratar de descubrir lo que esconden”.

 

UNA ALMOHADA MOJADA DE LÁGRIMAS

Como otros escritores de su generación extraordinaria, que se entregaron en su juventud a grandes hazañas artísticas y personales (Williams, Capote, Ginsgberg, Kerouac, Carson McCullers, Jane Bowles, Mailer, Heller, Styron), Baldwin se agotó, se consumió y envejeció antes de tiempo.

         Pudo deberse a razones personales: nervios estragados, celebridad temprana y excesiva, el desgaste frente a tantos ataques y adulaciones; tanto alcohol, pastillas y tabaco; tantas aventuras amorosas de solitario internacional; incluso su voluntario “exilio” en el sur de Francia a partir de la muerte de Martin Luther King, que vivió como el fin de una era, su era.

         Pero también ocurrió que el mundo cambió de pronto. La guerra de Vietnam desplazó por completo el asunto negro y el Movimiento de los Derechos Civiles en el interés de los Estados Unidos. Ese movimiento decayó, se desperdigó en facciones amargas, a la vez que obtuvo triunfos legales (“tokenism”: concesiones menores) que ya no requirieron de profetas ni de panfletarios, sino de diplomáticos y políticos a la manera de Jesse Jackson.

         De pronto, a los pocos años de la muerte de King, parecían antiquísimas las luchas y proyectos de Baldwin. Habían pasado de moda. En cierta medida, la práctica, habían logrado su objetivo: cambiar y aplicar muchas leyes; y los antiguos luchadores -”soy el único que no ha sido asesinado”, dijo Baldwin recordando a Malcolm X, a King, a los Kennedy, a otros- se vieron relegados a figuras de museo.

         Baldwin vio con amargura la derrota de sus ideales, de una reivindicación del hombre negro, y el ascenso de la derecha política (la era Nixon), la falta de memoria y de lealtad de las nuevas generaciones. Quedaba como un ícono (sospechoso, por apocalíptico y homosexual) para los negros, pero los lectores blancos que alguna vez lo habían aclamado en masa también masivamente lo abandonaron. Era como una película vieja.

         A sus cincuenta años no comprendía ya su país. Se exilió en el sur de Francia. Logró escribir un poco más, pero ya su fe en sí mismo y en su sueño (“I have a dream”) se habían hecho añicos.

         Escribió la autora nigeriana Chinua Achebe:

         “Los principados y las potestades no toleran a quienes interrumpen el sueño de sus conciencias. Que Baldwin haya escapado de ellos durante cuarenta años fue un milagro. Excepto desde luego que no escapó del todo; pagó muy caro cada día de aquellos años, cada hora de aquellos días. ¿Qué crimen cometió para ser convertido en un hombre de soledad, este hombre habitado por un alma tan ansiosa de ser amada y de sonreír?”

         El Baldwin quintañón y sesentón miró sus viejas hazañas con escepticismo, desencanto y amargura. La marcha de las multitudes de King sobre Washington le parecieron ya menos una gesta que una trampa: “El sueño de Martin fue manipulado, como lo fuimos nosotros, y nunca se intentó cumplir ninguna de las promesas proclamadas”.

         Pensó que el tema racial ya era absurdo a finales de los años setenta y que había que aspirar a un mundo sin razas, ni identidades nacionales, ni guerras sobre fronteras. “Desperdiciamos nuestras vidas preocupándonos por cuestiones huecas sobre el color y los sueños de seguridad... Somos mucho mejores que toda esa palabrería”.

         Se volvió (como se ve en su última novela, Sobre mi cabeza) más blando y tolerante. Privilegió el amor y la calidez del ghetto de Harlem sobre sus antiguas denuncias de la pobreza y de la necesidad de un cambio.

         El autor de La próxima vez el fuego declaró que la función de los nuevos escritores negros consistía en “volver obsoleta la cuestión del color”.

         El gran organizador de campañas contraculturales predicó la serenidad y el conocimiento de uno mismo, en soledad. Se impacientó con los nuevos agitadores sociales:

         “Todos estos movimientos -la liberación femenina, la liberación gay- todas estas erupciones... Será que estoy pasado de moda, pero me siento dudoso a propósito de todo ello. No tienes que probar que eres una mujer. Y si ocurre que eres homosexual o lo que sea, no tienes que formar un club para aprender a vivir contigo mismo.”

         Su última década fue gris y serena. Una celebridad del pasado a la que ya no se tomaba en serio. Un león viejo a quien regañaban los peores críticos. Sus ventas cayeron en picada (aunque conservaron un relativo nivel de supervivencia).

         Debió contratarse como profesor universitario, en universidades donde se le regañaba entre alaridos del fin del mundo por “antisemita”, cuando sólo había hablado de los judíos con la misma libertad e ironía con que solía hablar de negros y blancos. Ahora existía el deber de un habla “políticamente correcta” donde cualquier énfasis o ironía resultaba delito intelectual o moral.

         Se sobrevivió hasta los sesenta y tres años... como si tuviera ochenta:

         “Sé que fumo y bebo demasiado. Lo que vaya a matarme ya se está moviendo, viene en camino, y no sé, como nadie puede saberlo, cómo me enfrentaré a la última intensidad, cuando todo se levante en llamas por ultima vez, y entonces la llama parpadee y se extinga. Me gustaría que fuese rápido. Sin embargo sé que tal momento no existe en el tiempo”.

         Al final de su última novela, Sobre mi cabeza, dice su personaje: “Entonces me desperté, y mi almohada estaba mojada de lágrimas”.

 

EL SILENCIO

Durante toda su vida profesional, James Baldwin escuchó que los críticos negaban su capacidad narrativa y ponían por los cielos su trabajo ensayístico. Agotada su energía narrativa, en 1985 publicó sus ensayos completos: El precio del boleto (The Price of the Ticket).

         Bueno, pues ahora tampoco les gustaban sus ensayos. El gran escritor que se llevaba reseñas de primera plana en todas las revistas y suplementos, al final sólo consiguió algún párrafo perdonavidas extraviado en páginas interiores.

         Se explicó el editor del Times Book Review:

         “Las opiniones de Jimmy se han vuelto tan familiares y, de hecho, inmutables, que al tener que discutirlas nuevamente en una reseña larga se correría el riesgo de herir a Jimmy más de lo que lo le ha herido cuanto les ocurrió a los derechos civiles en los Estados Unidos. Había muy poco material fresco en el texto y en las opiniones. Sería muy desagradable para Jimmy que un reseñista señalara esto. No quise desecharlo en un artículo largo. Los Estados Unidos habían llegado a conocer los puntos de vista de Jimmy sobre los derechos civiles bastante bien por aquella época y la tendencia es decir: ‘Ya escuché eso’. Lo cual no les resta validez, pero resulta menos atractivo para los lectores que ya las han escuchado.”

         En 1987 se le diagnosticó cáncer en el esófago, que se extendió al hígado. Fue operado en vano. James Baldwin murió el 1 de diciembre de 1987, en el pueblo St. Paul-de-Vence, del sur de Francia.  


 

martes, 1 de octubre de 2013

Donald Windham


DONALD WINDHAM: LAS AMISTADES PERDIDAS

 

Por José Joaquín Blanco

 

Pocas generaciones de escritores en la historia del mundo han tenido la suerte y el empuje de las dos norteamericanas (autores nacidos entre 1910 y 1930) que se dieron a conocer a finales de la Segunda Guerra Mundial y durante los años cincuenta: Tennessee Williams, Arthur Miller, Carson McCullers, Paul y Jane Bowles, Williams Burroughs, Jack Kerouac, Allen Ginsberg, Gore Vidal, Truman Capote, Norman Mailer, Joseph Heller, James Baldwin, William Styron, John Updike, John Cheever, etcétera.

         Los Estados Unidos emergieron de esa guerra no sólo como triunfadores, sino como los triunfadores enriquecidos, y el modelo cultural del mundo entero. Muchos de aquellos autores conocieron de buenas a primeras una precoz celebridad universal de artistas de cine o de profetas culturales, y abundantes regalías; solían vivir como sultanes, con los poderosos dólares de sus ediciones de millones de ejemplares en treinta idiomas y sus derechos cinematográficos, en la Europa empobrecida o en ciertos resorts turísticos del Tercer Mundo (Tánger, Acapulco, el Caribe).

         A la larga, tanto éxito tan temprano no siempre les fue favorable. Resultaba enloquecedor. Primero, los obligó desde sus primeros escritos a correr desaforadamente tras el éxito mundial, con la lengua de fuera, en una competencia salvaje entre ellos mismos. Luego, los desvirtuó con un delirio de grandeza autodestructor, pues asumieron como realidad el boom publicitario que los proclamaba gigantes. Debían año tras año escribir obras colosales que lograran ventas (o al menos escándalos) colosales. Y sobre todo “sonar fuerte”, con entrevistas estrepitosas en las grandes revistas o en los talk-shows de la televisión. Todo ello, sin dejar de aspirar a una ambiciosa calidad artística.

         Buena parte de ellos se desesperaron, se desengañaron, sencillamente se derrumbaron en tal carrerismo literario demente. No se perdonaban que un cuarto o quinto libro quedase por detrás de los anteriores en ventas y aclamación: debían siempre brillar como astros y producir dólares como las Minas del Rey Salomón.

         Casi todos esos autores, los mimados por la mundanidad literaria como pocos en la historia, sufrieron una presión terrible que los condujo a tragedias o al menos a una madurez dolorosa y dolida. Ahora contamos con biografías sobre casi todos ellos. Los biógrafos suelen atribuir el despeñadero de muchos de esos escritores, de cualquier modo muy brillantes, a extraños fantasmas freudianos, al alcohol, a las drogas, a dramas particulares. ¿Pero tanto desastre en esas dos generaciones de “muchachos de oro”?

         Su loca fortuna debió haber cooperado. Ahora suena increíble, casi estúpido, por ejemplo, que un Tennessee Williams o un Truman Capote se amargaran tanto sus décadas finales con un sentimiento de fracaso, de injusticia artística por parte del público, de los periódicos, del cine y la televisión, de la crítica, de la academia, del voluble mundo que, después de haberlos premiado con una abundancia de terremoto, no los olvidó ni marginó, sino simplemente, ya en los años sesenta, los trató como escritores importantes a secas. (En cierto sentido, Europa les cobró su temprana arrogancia: no concedió el Nobel a Williams, a Mailer, a Heller, a Updike, a Baldwin, a Styron ni a Capote, sino a la bastante mediana Toni Morrison.)

         Resulta casi imbécil ver a un Capote deprimido porque sus ventas eran inferiores a las de El valle de las muñecas, de Jacqueline Susan; a un Tennessee Williams envidioso de Peyton Place; a un Gore Vidal empeñado en competir con telenovelas como Dallas o Dinastía...

         Escritores de cualquier parte del mundo, con igual o mayor valor que ellos, se asombraron de que Capote (Otras voces, otros ámbitos; Desayuno en Tiffany’s, A sangre fría, Música para camaleones) o Williams (Un tranvía llamado Deseo, La noche de la iguana, El zoológico de cristal, De repente en el verano, El dulce pájaro de la juventud, El gato sobre el caliente techo de lámina), leídos y representados en todo el universo, se consideraran unos ¡fracasados e incomprendidos! ¡unas víctimas de su tiempo y de la industria norteamericana cultural y de espectáculos!

         Qué modestos y hasta provincianos (y qué saludables) se ven el viejo André Gide, ya Nobel, o W. H. Auden, cuando opacamente se cruzan en Italia con el desaforado principiante “de oro” Truman Capote...

         Tal asoma, en el fondo, el tema del curioso libro de Donald Windham: Lost Friendships. A Memoir of Truman Capote, Tennessee Williams and others (Nueva York, William Morrow and Company, 1986). Los “others” son Gide, Isak Dinesen, Vidal y Montgomery Clift.

         Windham era uno de esos muchachos de oro, pero con un temperamento especial, más tradicional y conservador, “preciosista”, que no interesó a la industria literaria y de espectáculos de su momento: no contaba historias atrevidas (sexuales, góticas, criminales, crudas, patológicas) ni usaba un lenguaje brand-new. Escribía relatos y novelas más tranquilos y cuidados, con mayor respeto a la literatura del pasado, con cierta modestia y pudor culturales... y mucho menores brillo y bravura. Conoció de cualquier modo un exagerado succès d’estime: a diferencia de sus compañeros (fue muy amigo especialmente de Williams y de Capote), se le regatearon la fama y el dinero, pero no los elogios prestigiosos. André Gide, Thomas Mann, E. M. Forster, Cyril Connolly, Paul Bowles y los propios Williams (con quien escribió al alimón una obra de teatro: You Touched Me) y Capote, entre otras celebridades, alabaron desde el principio sus novelas y relatos (The Dog Star, The Heroe Continues, The Warm Country, Emblems of Conduct).

         Windham vivió como fracaso y marginamiento una situación que habría sido natural en cualquier otra parte del mundo, y en los propios Estados Unidos en otras épocas: escribir libros apreciables, con variable fortuna de crítica y dinero, desde la posición de un autor que no es una estrella del cine ni de la publicidad.

         Su libro rezuma tristeza, pero narra la historia de un autor que llegó a la vejez con menos estropicios que sus relumbrantes compañeros, cuya juventud y decadencia rememora con una mezcla de envidia y compasión. Eran, en opinión de Harper Lee, “bombas de tiempo que debían explotar inevitablemente”. Bowles calificó de exacta “la etiología de la mente queratoide [supongo que en el sentido de la vista deformada por una hinchazón de los ojos] de Williams”. James Merrill encuentra “piedad y terror anudados en cada página” de esa historia sobre los dos viejos amigos, ricos y famosos, de Windham.

         El libro abunda en chismes de primera mano, útiles como picaresca literaria (aparece incluso una foto del joven Tennessee desnudo y sorpresivamente esbelto, posando como efebo en sus “salad days”), y como desmentido a las célebres anécdotas falsas, tomadas muchas veces como verdad absoluta por periodistas, biógrafos y críticos, con que tanto Capote como Williams, en remontado vuelo de mitomanía, dotaron a sus propios informes autobiográficos (Vgr. el falso romance entre Capote y Camus).

         A veces recuerda las vidas locas de los astros de cine (Montgmomery Clift), quienes se asumen como deidades olímpicas en sus amores y episodios privados, y todo lo quisieran volver hazañas de Apolo y de Afrodita, hasta el fin terrible de un ídolo derribado, estelarizado por una ebria y decrépita Bette Davis, quien se aferra, tumbada en el fango, a su precoz y ya antiguo óscar.

         Todo ello conmueve y divierte. Su mayor lección, sin embargo, es el dibujo de un panorama literario y cultural totalmente falseados, artificiales, que inevitablemente habría de destruir a sus campeones.

         Muy pronto la búsqueda frenética del éxito y del poder literarios, tal como los ofrecían los Estados Unidos de la postguerra, los envolvió en una realidad virtual a la que llamaríamos estúpida, si no hubiese arrojado resultados tan trágicos. A partir de mediados de los años sesenta, tanto Capote como Williams, los supertriunfadores, se convirtieron en víctimas de sus propios mitos, atropellados por esa realidad deformada.

         Algún recuerdo les quedaba, sin embargo, de sus tempranos, mejores años, antes de la Babel de mitomanías, paranoias, delirios de grandeza, vanidades desorbitadas, majaderías o vilezas extravagantes, autoculto del genio para el que todo daño contra sí mismo y contra los demás estaba permitido, incluso convalidado por la personalidad y el Personaje fabricados y celebérrimos; pero ese recuerdo apenas parpadeaba, como un atroz remordimiento. No se atrevían a mirarlo de frente. Y odiaban y declaraban la guerra, señala Donald Windham, a cualquier cosa o persona que pudiera recordárselos. Incluso familiares y viejos amigos, examantes y compañeros modestos: técnicos de utilería, acomodadores del teatro, colegas “dejados muy atrás” en la estampida del éxito.

 

PLASTIC MONSTERS

“Las amistades tempranas se caen pronto, como los dientes de leche”, dijo Graham Greene. “No sólo las tempranas”, añade Donald Windham. Su relato parte de la perspectiva de un encendido amigo de toda la vida que ve, impotente, cómo sus afortunados compañeros enloquecen y se pierden, llevándose en su caída hasta los filamentos más íntimos del respeto a sí mismos y de su vida emocional y afectiva.

         Cuando el mundo en cinemascope de la literatura, tal como la pretendían, dejó de sonreírles con tan enormes gestos, ambos se volvieron no sólo contra esas fantasías, ya sólo compatibles con pesadillas o exaltaciones de alcohol y droga; sino contra sí mismos, sus amores y sus amigos, con cierto encarnizamiento gratuito y perverso.  Casi irreal de tan arbitrario. Sencillamente porque éstos negaban los delirios cada vez más grotescos que se habían apoderado de sus mentes privilegiadas.

         No poco talento invirtió Donald Windham al escribir un relato que no fuera uno más de “los aspectos oscuros de los héroes brillantes”, a la manera de Mammie Dearest, el desacralizador informe sobre Jean Crawford por parte de su hija, sino una dolida ceremonia fúnebre a los amigos perdidos en esa aventura de la cultura de plástico, una denuncia del infierno en que se puede transformar la cultura cuando abandona sus modestos y sensatos límites y raíces tradicionales.

         No sólo la vida padeció con ello; también la obra: Windham muestra cómo algunos títulos de Williams sacrificaron arte y honradez en su ambición de conquistar a los productores de Hollywood (Vgr. El gato sobre el caliente techo de lámina); cómo, conforme crecía su éxito, Williams perdía libertad y vuelos; y quedaba preso en redes de angustia, presión y ambición dispares y entreveradas, sin satisfacer ni la vocación artística ni la codicia creciente —a la vez que las ganancias disminuían—, de poder, dinero y fama mundiales.

         Cómo, durante sus últimos veinte años, Truman Capote llegó a odiar tanto su propia escritura que le fue imposible escribir más. Anunciaba una novela, Answered Prayers, que ni estaba escribiendo, ni pensaba, ni quería escribir (se publicó finalmente un puñado de chismes). Pero la anunciaba todo el tiempo; vivía de no escribirla... Si asombró al mundo con su invención de la non-fiction novel en A sangre fría, lo escandalizó también con la creación de un género terrible: la non-written novel, dice Windham. Y en efecto, durante quince o más años esa novela nunca escrita fue más célebre que todas las publicadas en su país.

         La creación personal, el genio, el talento artísticos, con todo su poder para fascinar y hasta para transformar las vidas de los lectores o espectadores, no es sino un bello oficio. Cruzar el límite, suponer que el Parnaso o el Monte Olimpo existen; que un cuento o una novela de veras son la vida, y que una obra de teatro resulta de veras algo más que una obra de teatro, deviene una fantasía sumamente peligrosa para quien la vive de bulto. Lo mismo suponer que un autor es un semidiós de la gran vida, las grandes marquesinas y los titulares de The New York Times, y no un simple señor que escribe con mayor o menor fortuna.

         Ahora bien, si nos seguimos acordando de los Capote y de los Williams, y no de los Windham (a pesar de la muy apreciable labor literaria de éste), principalmente se debe a su arrojo suicida, a su decisión de romper límites y lanzarse a saltos mortales en su obra; pero también a una sed de locura, morbo snob o suprahumanidad espectaculares, también por parte del público, el cual querría que la ficción fuera la vida y el arte una realidad extravagante y mágica, así como sus creadores... que nunca lo son. Lo parecen. El juego está en mantenerse dentro de los límites de esa frágil semblanza, “sobre el viento armada”, que a Williams y a Capote no les resultó suficiente. Antes que desengañarse, prefirieron la autodestrucción (y la simultánea destrucción de aquello o de aquellos que se lo permitieran).

         Todos esos muchachos de oro fueron social climbers y cazadores de celebridades desde su juventud (incluso aquéllos que presumen de aristocracia, como Gore Vidal). Las biografías de esas dos generaciones se parecen a las páginas de sociales de los periódicos: ahí andan los escritores famosos con otros más famosos aún, con millonarios, presidentes y esposas de presidentes, estrellas de cine, condesas o célebres mafiosos. Siempre la foto con “alguien”, siempre el name dropping. Puros Olimpos de cocktail-party.

         Curiosamente, por lo menos tres de ellos conocieron sus peores momentos como escritores en este género: el relato de las celebridades, transformadas en monstruos de plástico, cada vez más truculentos.

         Primero Tennessee Williams, cuyas Memorias, según Windham, no fueron sino una maniobra financiera: su agente le señaló que con tantas entrevistas maledicentes y difamatorias como concedía, Williams estaba enriqueciendo a los periodistas y a los periódicos y revistas, y que más le valía llevarse personalmente todo el dinero. De tal modo, Williams retomó y exageró esas maledicencias y difamaciones, desautorizadas por él mismo cuando aparecieron originalmente en la prensa, y rápidamente las cosió en un collage perverso. Un ¡Hola! o un Interview culturales.

         Enseguida Truman Capote denunció, exageró o inventó los horrores privados de algunas figuras públicas en Answered Prayers [Plegarias atendidas]. Luego Gore Vidal echó mano de sus entrevistas igualmente escandalosas en su muy desagradable autobiografía A Palimpsest.

         Pocos grupos de amigos en la historia de la literatura se han empeñado en denigrarse recíprocamente —Capote, Williams y Vidal incluso llegaron varias veces a litigar en tribunales, exigiéndose millones de dólares en compensación, por tales insultos o difamaciones recíprocos—, y a los colegas y vecinos, de tal forma, con el pretexto de que alguna vez habían leído los retratos satíricos de En busca del tiempo perdido. ¡Ah, Proust, cuántos pecados se cometen en tu nombre!

         Donald Windham rompió su habitual pudor y contó, a su vez, algunas maldades privadas que conoció de primera mano de esos maledicentes profesionales. ¿Por qué reprochárselo? Y a diferencia de los libelos de éstos, en Lost Friendships asoma una fibra dramática: “Nosotros, los de entonces, no somos ya los mismos”, diría Neruda, sino unos monstruos de plástico:

         “Cuando Sandy leyó las Memorias [de Williams], que él subtituló como ‘adulaciones y golpes bajos’, decidió que el Tennessee que yo había conocido y disfrutado había sido un mero producto de mi imaginación. Seguramente Tennessee había sido tan desagradable desde el principio como aparecía en sus Memorias.”

         Demasiado han perjudicado a las obras indiscutiblemente valiosas de todos esos autores, sin embargo, tales excesos de chisme, autobiografía y regodeo en el culto a la personalidad. Se diría que es preciso olvidar todo lo que han dicho o se ha dicho sobre ellos, para recapturar los buenos libros de Williams, Vidal, Capote...

         Por cierto, una de las anécdotas legendarias más famosas (entre literatos) de Truman Capote, su desplante: “¡Nunca te rebajes a contestarle a un crítico!”, resultó falsa. Capote estaba obsesionado por los críticos; los temía y deseaba, adulaba o atacaba apasionadamente. Dijo otra cosa: “No soy una persona que escriba Cartas a la Redacción. Nunca escribas una Carta a la Redacción”. [I’m not a letters-to-the-editor person. Never write a letter to the editor.] La frase apareció en Interview (abril de 1979). Y no se trató de una frase noble, pues la dijo para explicar por qué no se retractaba, probaba o rectificaba acusaciones, con valor de cargos judiciales, atribuidas a él en el London Magazine y en perjuicio de terceros, amigos suyos. Ocurría por entonces una lamentable disputa periodística entre los examigos Tennessee Williams y Donald Windham, y él, amigo-enemigo de ambos, había quedado entrampado en sus declaraciones de plastic monster contra los dos. El lío llegó a los tribunales británicos, y finalmente Capote tuvo que escribir tal Carta a la Redacción, desmintiendo formalmente y por completo los chismes-cargos que se le atribuían (y muy probablemente había expresado), para el London Magazine. Capote fue, ahí está la prueba, a letters-to-the-editor person.