lunes, 1 de octubre de 2012

GOETHE


GOETHE: EL DIABLO MODERNIZADOR

                                  

Por José Joaquín Blanco

 

Johann Wolfgang von Goethe ha sido, además de uno de los más altos autores de la humanidad, el santón más feliz de la cultura burguesa; el más feliz de los autores oronda, flagrantemente burgueses.  Nadie como él consagra los ideales y los intereses de esa nueva clase social que, a fines del siglo XVIII, se proponía revolucionar el mundo gracias a las palancas del dinero, del trabajo, de la osadía empresarial, de la imaginación transformadora de la materia.  Que Goethe fuera, además, muchas otras cosas, no le resta importancia a su imponente enseña de patrón de la cultura burguesa.

En su tan difundido como disparatado revoltijo de ideas y anti-ideas, Todo lo sólido se desvanece en el aire, el tardío profeta-de-campus (decadencia más que extenuada de sus predecesores Paul Goodmann,  Herbert Marcuse, Norman O. Brown, etcétera), Marshall Berman, retoma este emblema (en realidad, responde a los planteamientos de hace algunas décadas de Georg Lukács): el Fausto, el Hombre Nuevo (es decir, el Hombre Burgués, el Empresario Libre, el Científico Dueño del Mundo), como primer esbozo de un desarrollo económico y social a contranatura: un héroe de la planificación, un Prometeo industrial y bursátil, un neoyorkino-feliz-construyendo-el-canal-de-Panamá: un empresario moderno.

A nadie debe escandalizar que se vea en el Fausto una épica empresarial, al menos en la medida en que también se considere a la Ilíada una épica castrense y a la Divina Comedia una épica eclesiástica; estas obras son sobre todo poesía, y de la mayúscula, pero también son --y sobre todo-- proposiciones de cómo y con qué vivir en este mundo real, que es el único que existe.

Por lo demás, el término "cultura burguesa" (o autor "burgués", o "novela burguesa" --qué lata con las etiquetas--) no implica valoración ética alguna ni definición generalizante, sino una mera descripción elemental, hasta instrumental: son los que quieren ser burgueses, con las instituciones, valores e intereses de la burguesía, y no otros.

En este sentido, al propio Goethe le habría gustado ser considerado autor burgués (y no noble, clerical, militar, campesino, proletario, lumpenproletario o pequeñoburgués); lo mismo podría decirse respecto a Thomas Mann, André Gide, Virginia Woolf, E. M. Forster, Constantino Cavafis,  William Faulkner, Jorge Luis Borges... Pero además, en el momento floralmente burgués de Goethe, la burguesía todavía no había sido impugnada: todo lo contrario, era la impugnadora y redentora (los enciclopedistas, pero también y sobre todo quienes hacían posibles a los enciclopedistas: los industriales, comerciantes, especuladores y corredores de la bolsa y las finanzas, etcétera), la constructora y creadora de riqueza y de poesía, de ciencia y de empresas, de leyes y de contratos (las leyes: contratos).

Este aspecto liberador del sueño burgués se expresó en los terrenos de las artes y la vida espiritual o sentimental, especialmente como una ansia de libertad y ensanchamiento individuales. Tal es el camino que lleva de la Ilustración al Sturm und Drang, de Voltaire a Rousseau, de la Casa de los Lores a Lord Byron en Grecia, del rococó al romanticismo más radical.  El individuo quería romper límites y trabas, obstáculos y compromisos en todos los sentidos. Liberado de las ataduras medievales de religión y estamentos sociales, se planeaba como algo-más-que-un-hombre, un superhombre.

El Fausto quiere llegar al conocimiento absoluto, como nunca se había llegado antes, sin separar lo bueno de lo malo, sin diferenciar siquiera entre el dolor y el placer: un conocimiento rendondo y cabal como el propio universo, que además no se redujera a las meras formulación o ideación especulativas, sino que se transformase en experiencia individual: "Quiero gozar de todo aquello que es patrimonio de la Humanidad, aprehender con mi espíritu así lo más alto como lo más bajo, saturar mi pecho de todo lo bueno y de todo lo malo, y dilatar así mi propio yo, hasta que comprenda al de la Humanidad entera,  y al fin, como ella misma, estrellarme también".

A la experiencia total del mundo sigue la convicción --por primera vez en toda la historia universal-- de que es posible inventarlo, transformarlo por completo, crear incluso un mundo artificial, mecánico.  La idea del Homunculus es complementaria de la de un mundo radicalmente trastocado, reformado, reconstruido, mejorado, rehecho por el hombre.  Dios y la naturaleza estaban liquidados.

La acción burguesa, exactamente como habrá de definirla Marx, es una portentosa energía sin fin previsible: una creadora de necesidades que crean a su vez nuevas necesidades, una transformadora de realidades que exigen más círculos viciosos de transformaciones.

"Como portador de una cultura dinámica en el seno de una sociedad estancada, dice Berman, el Fausto está desgarrado entre la vida interior y la exterior."  La tragedia de la inteligencia burguesa en los siglos barrocos se revela en el Fausto   como la necesidad de poner la cultura a la vanguardia de la sociedad, de convertir al intelectual (los ilustrados, savants, eran sobre todo intelectuales científicos) en líder de las transformaciones económicas y de la creación de riqueza de su tiempo.

En gran medida, toda la primera parte del Fausto es la historia del nacimiento de este nuevo tipo de intelectual práctico, activo, empresarial, para el cual el mundo de la economía y de la materia no sólo también existe, sino que es el que importa más y el que está ahí sobre todo para ser sometido --es el propio Goethe, el especulador Voltaire, el viajero Humboldt-- y aprovechado: utilizado.

La segunda parte es la historia del poderío humano planificador y científico sobre la realidad material y sobre las sociedades.  En esta segunda parte ya no hay solamente hombres, sino que súbitamente, como un fogonazo, aparece una clase: los trabajadores urbanos, los hombres transformados, modernizados por la ciudad y por el trabajo: la materia y el instrumento indispensables para la gran revolución práctica del doctor Fausto.

Pero en el momento en que el hombre desplaza a Dios de la creación, de la naturaleza y de la vida de este mundo, aparece la nueva fuerza: el demonio.  Una de las grandes aportaciones de Goethe a la cultura universal ha sido la invención de un demonio moderno --ya no aldeano, medieval, hagiográfico o mito-de-oriente--, sino la eficiente subversión de la moderna fuerza humana en su lado oscuro, rebelde, abusivo (hybris): el motor estercolado y poco escrupuloso de la creación humana: "el más importante de los dones del diablo es el menos artificial, el más profundo y más duradero: estimula a Fausto para que 'confíe en sí mismo'; una vez que Fausto ha aprendido a hacer esto, emana encanto y seguridad", ciertamente un don no menos valioso que el fuego de Prometeo.

Pero el hombre moderno, con su moderno demonio, posee otros nuevos dones con los que puede destruir la estabilidad anterior, el mundo fijo de Dios y de los amos feudales: trae dinero (el papel moneda y su fantasmagoría inflacionaria, tan hábilemente soñada por Goethe). Trae espíritu polémico: capacidad de contradicción para destruir los dogmas y las ideas establecidas, si no mediante la cabal discusión, al menos mediante el mero hecho de perderles el respeto y discutirlas: al discutirlas --con razón o fortuna, o sin ellas-- se las vuelve discutibles (no hiceron otra cosa Voltaire y los otros enciclopedistas). Trae ideas propias, arrogantemente asumidas como posibles, que está impaciente por poner en práctica cueste lo que cueste. Trae sobre todo una conciencia feroz de que éste, el material y diario, es su mundo; de que no quiere otro; de que además lo quiere ahorita y lo quiere todo.

El hombre fáustico trae ideas de libertad (no tan volátiles como pareciera: liberarse de los privilegios medievales; libertad de empresa, de iniciativa, de religión, de expresión, de finalmente hacer todo lo que se le pegue  la gana contra el que resulte más débil que él, sea quien fuere, aun curas y nobles): quiere en suma la libertad  brutal de intentar ser el más fuerte en la selva. Trae también ideas urbanas: el mundo de la ciudad es el primer gran mundo secularizado, donde el hombre puede ser autosuficiente y prepotente; en la ciudad la divinidad decrece, del mismo modo que en la aldea campesina se volvía absoluta.

A Marshall Berman, tan pos o antimoderno, el Fausto le parece una especie de King Kong: la tragedia de Margarita "debería grabar para siempre en nuestras mentes la crueldad y la brutalidad de tantas formas de vida barridas por la modernización". Bueno: también el feudalismo, el Renacimiento, Roma y el más remoto Egipto, si a ésas vamos, tuvieron sus culpas.

La modernización no es buena o mala en sí, sino cómo se haya hecho; a la modernización fáustica se debe el surgimiento de los Estados Unidos, del proletariado y las clases medias.  Del WC, la democracia y la pasta de dientes, a los antibióticos y a  la falta de miedo a los fantasmas, vivimos de puros signos modernos: no podríamos imaginar siquiera cómo se vivía de otro modo; creó la milagrosa posibilidad de que, mediante la producción masiva y en serie, muchedumbres antes desnudas y desnutridas logren por primera vez en la historia del mundo satisfactores amplios y baratos: que la pobreza no sea necesariamente harapienta y mendruguera.  La modernización puede resultar atroz según su dirección: los hornos del nazismo, las ciudades del subdesarrollo, las armas nucleares y químicas y la destrucción de la naturaleza, pero no vamos a echarle de ello la culpa a las vacunas, al agua potable, a la ropa interior, al papel higiénico, a la ortodoncia ni a la cirugía, ni mucho menos a los zapatos tenis bien deportivos, muy acá, que por fin acabaron con una gran mayoría de sans-culottes, descamisados y descalzos en el mundo occidental (menos complejos de clase habría sufrido Jean-Jacques Rousseau si hubiera usado unos tenis nike como los míos), ni a las grandes industrias del papel y las artes gráficas que producen libros muchísmo menos caros que los de 1777, aunque --nadie es perfecto-- a veces nos llenan de best-sellers de campus como Todo lo sólido se desvanece en el aire.

Fausto quiere que las cosas no sigan  como han sido siempre, quiere doblegar la tiranía de la naturaleza, establecer un mundo de la razón, una naturaleza con utilidad, fiel a un plan humano: quiere un mundo de puentes y canales, de barcos y trenes, quiere sobre todo un mundo lleno de mercancías.

La mercancía era la libertad total.  En los siglos barrocos se necesitaban títulos y privilegios para usar tales o cuales cosas; ahora sólo se necesitará el dinero.  Toda la libertad en el bolsillo, ¿quién quiere otra libertad?, ¿para qué hace falta?.

Y el dinero, nueva magia eficiente, lo transforma y recrea todo: pastizales, campos de cultivo, sembradíos, huertos, granjas, minas, agricultura intensiva, injertos y especies nuevas, máquinas fabulosas con fuerza hidráulica, y sobre todo: más y más mercancías, más y más mercados, más y mejores ciudades para que no se pare jamás el círculo vicioso --vuelto círculo creador-- de más-y- más-mercancías-para-mercados-cada-vez-más-ávidos-y-pujantes.

Detrás de semejante obra, está un espíritu del tiempo: la fuerza abrumadora de la burguesía y su expansión industrial en la segunda mitad del siglo XVIII.  Lukács afirma con razón que el último acto del Fausto es "una tragedia del desarrollo capitalista en su primera fase industrial.  Es la época de los grandes sueños de transformar la realidad, tanto los que buscaban la riqueza --fábricas, minas, canales--, como los que buscaban la justicia: el socialismo saint-simoniano.

El propio Goethe pertenece y reina en una cultura que durante más de dos siglos ha estado produciendo sistemas y contrasistemas, doctrinas y antítesis, pretendiendo a cada instante dotar al mundo de un nuevo orden.  De hecho fue el suyo, el orden liberal burgués, el que ha tenido más suerte, sobre todo en estos tiempos en que el socialismo parece ya no atreverse a decir su nombre.