sábado, 1 de septiembre de 2012

SCOTT FITZGERALD


SCOTT FITZGERALD: SEREIS COMO DIOSES



Por José Joaquín Blanco



Edmund Wilson escribió que si la Universidad de Princeton no le dio a su generación --que era también la de Francis Scott Fitzgerald y John Peale Bishop-- "suficiente base moral para ser escritores", la abrumó en cambio de "demasiado respeto por el dinero y el prestigio social de la gran burguesía terrateniente".  Scott Fitzgerald lo sabía: en el college descubrió claramente por primera vez que su meta era "superar a tantos como le fuera posible y alcanzar una 'vaga cima del mundo'" (Stephen Palms, The Romantic Egotist), y en la universidad, bueno: "las clases sociales era lo primero que uno descubría en Princeton... los mezquinos esnobismos del college, los sistemas de castas de Minneapolis, todos estaban allí ampliados, glorificados, transformados en una brillante clasificación... Me gustaba la idea de una gran competencia por el éxito entre las clases y castas dentro de las aulas y del triunfo de la habilidad y de la personalidad".

Para eso se estudia.  Edmund Wilson dio gracias al cielo de que, al menos, no hubieran ido a la Universidad de Yale, donde "aunque probablemente hubiéramos sobrevivido en carne y hueso, jamás habríamos sobrevivido a eso que inspira a la gente a tomar con demasiada seriedad el ideal del hombre de éxito". 

Aunque, como probablemente ningún otro novelista norteamericano de este siglo y acaso con mayor fortuna que Henry James en el anterior, Scott Fitzgerald encarna los retos exigentes y verdaderos de la narración en cuanto arte, contra los del mero éxito de mercado, y en opinión de Malcolm Lowry, "representa las mejores cualidades del decoro y de la dignidad, generalmente ausentes en la literatura norteamericana y con frecuencia también en la inglesa", bien se podría hablar de él en relación a sus temas más materiales, que en otros resultan incluso vulgares: el dinero y el prestigio social entre la burguesía.

Son dos de los tres ideales que sus estudiosos han encontrado en su personajes --el autor, desde luego, los compartía, pero añadía muchos otros: la ambición artística, ideas morales, políticas y religiosas, y hasta algunas erizadas incursiones amateurs, tomadas muy en serio, en la filosofía y la historia: Spengler, Marx--; en El último Laocoonte (Barral), Robert Sklar, ve la obra de Fitzgerald como la tradición del héroe genteel norteamericano (fundamentada por Mark Twain en el Tom Sawyer de Huckeberry Finn y Henry James en el Robert Acton de The Europeans, y que no consiste en otra cosa sino en la rebeldía voluntariosa pero dentro de las normas, que muchachos demasiado inquietos e imaginativos hacen contra su sociedad sólo para lograr la reaceptación y el premio: "Cuando terminaban los juegos de destreza, el héroe romántico se quedaba con la chica, el dinero y el prestigio social, porque sus aventuras conducían invariablemente a la victoria de la verdad sobre la falsa moral.  Este era el rito del paso a la edad adulta".

Tal cosa fue cierta en las primeras obras de Fitzgerald (Este lado del paraíso, Todos esos tristes muchachos, Chamacas y filósofos, Los bellos y los malditos), ennoblecidas sin embargo por un brillo lírico proveniente de un Keats amado y memorizado y recreado desde la adolescencia y por una confianza candorosa en que los veintes de los adinerados eran un paraíso, pero se volvió ya sumamente compleja en las siguientes: El gran Gatsby, Tierna es la noche, El último magnate, Cuando se quiebra (The Crack-Up).

Scott Fitzgerald pertenece a una extrañísima generación de novelistas norteamericanos en la que ocurrió algo insólito en la historia universal de la literatura: todos ellos, uno tras otro, cada cual destronando a su predecedor, fueron internacionalmente aclamados como el Número Uno de la novela mundial: Scott Fitzgerald en los veintes, Hemingway y Dos Passos en los treintas, Faulkner y Steinbeck un poco después, y además sufrían la cercana competencia de Theodore Dreiser, Upton Sinclair, Thornton Wilder, Thomas Wolfe, Robert Penn Warren, Willa Cather, James Branch Cabell, James T. Farrell, Sinclair Lewis, Sherwood Anderson, Gertrude Stein, Nathanael West, Dashiell Hammett, Erskine Caldwell, etcétera. 

No hay otro momento tan competido en la historia de la novela. Scott Fitzgerald tuvo el éxito más fresco y espontáneo, y el más efímero: se le consideró --lo era, en ese momento-- el representante del conformismo frívolo de la burguesía adinerada de la primera postguerra, el cantor de la brillante juventud que sabe divertirse con el mucho dinero. Sus cuentos de muchachas recién púberes que de pronto se encontraban en el mundo moderno, donde apenas se estaba resquebrajando el puritanismo calvinista que había impedido la diversión desde el principio del planeta, entusiasmaban al público masivo de las revistas más populares.  Pero su aportación a la literatura sería otra, la contraria: la crítica de ese sueño.

Buena parte de la grandeza de El gran Gatsby (1925), que desde luego ya no fue éxito de ventas aunque si y muy alto de crítica (T.S. Eliot), nace  de ser la historia de un sueño.  Ya la chica dorada, el supremo éxito de prestigio social y todos los millones del potentado no son asunto dado, natural, puro como los benditos árboles de Norteamérica, fruto del puritanismo y del trabajo; son, por el contrario, el sueño obsesivo del joven pobre que logra hacerlo realidad mediante malos manejos: el contrabando de licor (de lo que nos enteramos hasta el final).

El resplandor físico de la riqueza, de la juventud hermosa y saludable, de la omnipotencia moral de quien está por casta y cartera por encima de las normas, de las facultades casi divinas de una cuenta bancaria inagotable, exalta una historia soñada, una aventura adolescente montada en la vida real cuando todavía es tiempo y Gatsby algo joven.

Se ha señalado las dos grandes aportaciones de la novela europea a este juvenil idilio norteamericano: Conrad, donde se aprende a narrar en una anécdota particular una metáfora del destino (el mar en Conrad, el dinero en Fitzgerald) y Joyce, cuyo reciente Ulises planteó en el mundo entero la forma moderna de tratar a personajes de clase media baja --antes de Joyce, todo era estilización aristocratizada, tipo Henry James. Es esta perspectiva de realismo pequeñoburgués la que, por contraste, permite la incandescencia irreal de la historia inventada en la realidad y con seres reales, pero como si fuera una grandiosa película de Hollywood, por Gatsby.

El gran Gatsby, no es el dinero, la chica ni el prestigio, sino su ensueño en un brillante joven pobre; todos sus resplandores provienen de esa irrealidad, todas sus fiestas tipo Satiricón (el primer modelo fue precisamente Trimalquión, cuando Fitzgerald todavía pensaba hacer la sátira de un arribista y no la tragedia de un desdichado que trató de imponer en la realidad sus quimeras).  Si en Balzac puede leerse una épica del dinero, en Fitzgeral se encuentra su lírica --un romance: sus fantasmas de cuento de hadas.

Y ese sueño conmueve tanto más por la juventud de su protagonista (Gatz) y de su narrador (Nick Carraway), dotados de gran capacidad para la esperanza y el entusiasmo, hombres con apetito de mundo y de vida que saben encontrarle vigor, brillo, chiste, nobleza y belleza a todos los rincones de la realidad.  Son  unos Tom Sawyers asombrados en las ciudades y las residencias veraniegas, ante las orquestas de jazz y los magníficos automóviles, las mejores muchachas con los vestidos más finos y los mejores camaradas en sus mejores días, y así todos los días llenos de vida, y noche tras noche todas las noches.

La riqueza no es contabilidad, sino magia y libertad moral: todo es asequible con ella, no sólo hacer posibles los amores que no lo son sino hasta corregir el pasado, dice Gatsby. Y todo de bulto, todo presencia sensorial: las notas del jazz, el sabor de la champaña, la textura de todas sus camisas: el narrador, Nick, le dice a Gatsby:

"--Ella tiene una voz indiscreta... Esta llena de --yo vacilé.       

"--Su voz está llena de dinero --dijo Gatsby repentinamente. Eso era. No lo había comprendido antes.  Estaba llena de dinero: ese era el encanto inagotable que se alzaba y caía de su voz, su  retintín, su cascabeleo...  En lo alto del palacio blanco, la hija del rey, la chica de  oro."

Desde luego, el sueño de dinero de Gatsby es derrotado por el dinero pragmático, real, vulgar del rico de este mundo, Tom Buchanan.

En todos sus libros habla Scott Fitzgerald del dinero; en un cuento, "Los nadadores", dice que "Los norteamericanos están incompletos sin el dinero... El dinero es poder.  El dinero hizo a este país, construyó sus grandes y gloriosas ciudades, creó sus industrias, lo cubrió con una red de ferrocarriles.  Es el dinero lo que domina las fuerzas de la naturaleza, crea la máquina y la pone a funcionar cuando el dinero dice que funcione, y la detiene cuando el dinero dice que se detenga", lo que por cierto viene de Spengler y  suena a los sermones antimarxistas de Mencken.

En la vida real, el dinero fue un drama para Scott Fitzgerald, sobre todo cuando su prestigio empezó a declinar, en los años treinta, y sus gastos a crecer, por el empeño de mantener el mismo tren de vida en la depresión y los gastos médicos de su mujer, recluida en una clínica mental. Contó entonces de diversas maneras la tragedia del dinero, las bancarrotas y desmoronamientos de la época de la depresión.

En Tierna es la noche el protagonista, que se creía vivo, se descubre de pronto en medio de su sueño, que ya es un tanto delirio, y lo que es peor: se descubre manipulándolo, organizando sus quimeras en espejismos quebradizos al borde de la playa. Su pasado lo ha vuelto irreal, vive extraviado, engolosinado y preso en sus fantasías extravagantes.  Se diría que todo lo perdió en el auge, pero especialmente los deseos mismos, la capacidad de desear; ahora la acción no le interesa, no cree que actuar, hacer algo --cualquier cosa-- valga la pena. Quedan esquirlas de sueños chispeando en medio de una niebla alcohólica.

Pero acaso el texto de Fitzgerald más voluntariamente obsesivo con la riqueza sea un cuento escrito a la manera dieciochesca, ilustrada, de Voltaire: una fábula no realista, con gran libertad para las exageraciones, las peripecias extravagantes, caprichosas o de plano fantásticas,  y los símbolos, con encarnaciones de ideas y moraleja, que todavía usaban de vez en cuando algunos autores como Kipling o Twain.  En el propio Twain (a través del estudio de Van Wyck Brooks) encontró la idea: el protagonista se vuelve rico al descubrir una montaña de carbón; Fitzgerald no creyó que el carbón fuera suficiente y la volvió de diamante: The Diamond as Big as the Ritz, la mayor riqueza del mundo: así conforma la parodia del Mayor Capitalista del Mundo, con su versión sinóptica del sistema mundial: tiranías, esclavitud, todo tipo de crímenes (incluso contra Dios, a quien el Gran Rico trata de sobornar), corrupción de seres, cosas, instituciones y de la naturaleza misma, vulgaridad hollywoodense.

¿Es necesario decir que el gran trovador del dinero se confesó a sí mismo repetidamente marxista en sus últimos años?  Entre sus papeles personales quedan huellas de sus estudios de marxismo, que al parecer no pasaron del Manifiesto Comunista... lo que no está mal, si se piensa toda la ley y los profetas del cristianismo, según el propio Cristo, caben en un espacio todavía menor: dos renglones. Colaboró estrechamente con el Partido Comunista (1932-1934) y quedan referencias y textos de su obra engagé: teatro antibélico, programas de radio, discursos.  


1 comentario:

Foxman dijo...

Gran artículo sobre uno de mis héroes de la literatura, "Un diamante más grande que el Ritz" es el cuento más maravilloso que he leído en mi vida... justo después de "Recuerdo de la sierra" de Adolfo Bioy Casares