viernes, 22 de octubre de 2010

WALT WHITMAN

WHITMAN: EL HURRA AMERICANO



Por José Joaquín Blanco



Para Amado Becerra

Desde su aparición en 1855, Hojas de hierba fue celebrada como la Biblia democrática de América, ¡por los más refinados aristócratas intelectuales del siglo XIX!, sobre todo europeos; con Emerson, la aclamaron Swinburne, Rosetti y los prerrafaelitas, Rimbaud, Laforgue, Ruskin, Edward Carpenter...

Cuánto amaron ese libro sobre la desnudez los dandies trajeados de Harvard y de Oxford. En cambio, la muchedumbre urbana y rural de Estados Unidos siguió con su otro tipo de cultura: los habituales poemas catequísticos y las efusiones sentimentales de la peor prensa.

El Poeta Democrático jamás resultó en vida elegido por su pueblo: Whitman casi siempre fue su propio editor, casi siempre quebró, casi siempre recibió insultos por toda respuesta de sus compatriotas e incluso fue cesado de su modesto empleo burocrático, después de una pesquisa del Santo Oficio protestante y washingtoniano --no sólo en los países católicos y en la URSS se cuecen habas-- en los cajones de su escritorio, para arrancarle algunas cuartillas de poemas "cochinos" (dirty). En realidad, el cantor de la democracia norteamericana triunfó entre los dandies de Londres.

Whitman soñó una muchedumbre adánica de cueros vigorosos y bien intencionados, un edén con ferrocarriles y trasatlánticos; todo lo opuesto a la promiscua miseria, a la insalubridad, a la desesperación erizada de criminalidad que caracterizó el crecimiento de las ciudades industriales en que vivió, muy especialmente durante la Guerra de Secesión.

Basta comparar los artículos panfletarios en que él mismo denuncia a su sociedad con los himnos gloriosos en que sueña todo lo que no existía, y en los que aun cuando menciona la muerte, el hambre, la enfermedad y el fusil, aparecen más bien como portentosos elementos de la grandeza humana. Su democracia no era un sueño más idealista y sofisticado que el de las Mil y una noches.

Fue democrático en los propios términos de su sueño: todos los hombres blancos y yanquis, sin distinción de clase, debían ser ángeles urbanos, en el paraíso industrial y multitudinario de la ciudad moderna, que cada día producía mayores milagros que todos los milenios no industriales de la especie. Sobre todo debían ser ángeles los jóvenes soldados de la Guerra de Secesión y los simpáticos y atléticos mecánicos que proliferaron con el gran negocio lincolniano del ferrocarril: "Los mozalbetes que, encaramados sobre los carros de bomberos,/ empuñan las escalas de cuerda, no valen para mí menos/ que los dioses de las guerras antiguas". (Versiones de R. Alexander, Editorial Novaro, retocadas.)

Walt Whitman soñó sueños modernos: soñó la higiene, soñó el deporte, soñó las máquinas y los utensilios, el vapor y la electricidad; soñó a la muchedumbre, soñó la vida libre y vigorosa de las ciudades; especialmente soñó una poesía laica que compitiera con la Biblia: sus versículos vienen del Génesis, de los Salmos, del Eclesiastés, de Isaías, sobre todo cuando los recita un arrebatado predicador profético surgido de las páginas de Moby Dick, que además hubiera leído con pasión los largos inventarios de los catálogos de ventas por correo de Sear's.

La poesía enumerativa de Whitman tiene la opulencia de una tienda de autoservicio o, mejor aún, del catálogo de esa tienda de autoservicio: no sólo la abundancia en sí, sino reflejada por la publicidad y dispuesta para seducir a los clientes. En el siglo XIX, los grandes almacenes de Nueva York, con productos de todo el mundo, con prodigios técnicos en todo tipo de objetos y utensilios, parecían una victoria de la creación del hombre sobre la preindustrial creación de Dios.

¡Con cuánto amor Walt Whitman introduce en sus inventarios poéticos los relucientes nombres de cada nuevo producto industrial creado por "los hijos de Adán"! Y con orgullo irrefrenable ostenta su nacionalismo: Estados Unidos como el gran productor de inimaginables mercancías que revolucionaran la vida y la identidad misma de la especie humana.

En realidad, la mejor imagen de Whitman es la del profeta benévolo a quien sólo las malas lecturas o prejuicios, ya en su momento anacrónicos, vieron como escandaloso, diabólico, bestial o inmoral. Bien leído, Hojas de hierba es un libro edificante: una religión urbana e industrial (el bienestar, el amor, los trabajos y los días, la limpieza, el buen humor, la camaradería, la existencia de una sociedad de millones de ángeles obreros). Whitman es un Sanfranciscote de Asís que obligó a muchos poetas posteriores a competir con la Biblia y el Evangelio y no con los poetas de salón: "Tres guadañas silban en la fila durante la cosecha,/ manejadas por tres ángeles fornidos, a quienes les cuelga la camisa fuera del pantalón;/ el hostero pelirrojo, de dientes desiguales, que expía sus pecados pasados y futuros,/ que vende todo lo que posee/, que baja a pie a fin de pagar a los abogados de su hermano, acusado de estafa,/ y que con él se sienta en el banquillo..."



EL SUEÑO LIBERAL

Ningún poeta es más plenamente burgués que Walt Whitman: burgués en su sentido preciso: el hombre moderno que cree en la libertad individual absoluta, en el progreso industrial, en la propiedad privada, en la democracia liberal, en el empuje del dinero, en las mercancías, en la técnica y hasta en la frenología.

Es por ello el poeta norteamericano por excelencia, el burgués creyente, mientras los escritores burgueses europeos, como Flaubert, descreían y se burlaban de la civilización y del progreso industriales.

Whitman amaba el sueño burgués, la revolución burguesa, al grado de defender el expansionismo norteamericano (apoyó que se invadiera a México y hubiera querido que su país se apoderara de todo el continente, incluso del globo entero) y la abolición de la esclavitud (no tanto para prestarles un servicio a los negros --no hay angelitos negros en su sueño--, a quienes despreciaba, como para someter a los revoltosos blancos sureños aristocráticos y antiburgueses que impedían con su vanidad y sus rutinas feudales la consolidación y el despliegue de Estados Unidos como potencia imperial).

La poesía de Whitman tiene siempre el empuje bélico de un cantor de victorias: es un poco El Cid, un poco La Ilíada, un poco cualquier poema fundador de imperios a partir de expansiones e invasiones.

Nadie como Whitman encarna el vigor imperial de Estados Unidos, y por eso, después de décadas y con todo tipo de furtivos mohínes de repugnancia por su "inmoralidad", terminó consolidándose como el Poeta Nacional, el conmemorador de Abraham Lincoln.

Por lo demás, pertenece a una época norteamericana de fundación de religiones; el colosal empuje norteamericano del siglo XIX no cabía en las viejas religiones euroasiáticas, y fue necesario inventar todo tipo de sectas, y hasta importar de los países más exóticos (China, India) creencias cósmicas no institucionalizadas en Occidente. Se creía una especie de profeta, como tantos otros que andaban fundando sectas. De ahí que Hojas de hierba sea un ejemplo de misticismo optimista de "pueblo elegido", que también rindió frutos diversos en Emerson, en Melville y en miles de predicadores.

Sólo a un norteamericano del siglo pasado pudo habérsele ocurrido que Manhattan era la gran Jerusalén, y él mismo, Walt Whitman, el gran Jesucristo. (Dostoyevski y Nietzsche, que jugaron con la idea, son púdicos y modestos frente a Whitman: esconden el yo en personajes novelísticos o mitológicos). ¡A la basura la historia universal: el mundo empezaba con la independencia de los Estados Unidos!

Escribió en 1876, en su primer centenario de su patria, que ya le parecía mejor y más grande que el globo entero: "Musa, emigra de Grecia y de Jonia,/ anula por favor esas cuentas inmensas pagadas con exceso,/ aquello de Troya y la ira de Aquiles y de las peregrinaciones de Eneas y de Odiseo,/ Pon en las rocas de tu nevado Parnaso un letrero que diga: "Vacante",/ Ponlo en Jerusalén, cuelga el letrero en lo alto de la puerta de Jafa y sobre el monte Moria,/ ponlo en los muros de tus castillos alemanes, franceses y españoles, y en los palacios italianos,/ y sabe que una esfera mejor, más lozana, más activa,/ que un dominio más vasto e inexplorado, te esperan, te reclaman..."

Y en la medida en que, con sus diversas graduaciones, buena parte de Occidente siguió el rumbo de la civilización burguesa, Whitman se volvió poeta mundial: la voz del Hombre Nuevo del capitalismo que, en su momento, también fue una utopía: a través de la industria y la ciencia habrían de resolverse los problemas de la desigualdad, el hambre, la miseria, la enfermedad, etcétera.

En sus obras en prosa, Whitman inició una crítica de ese sueño que poco antes Marx había demolido en Londres, pero su poesía es la inocencia burguesa pura, la ingenuidad burguesa en total sonrisa esperanzada, y rebosa optimismo nacionalista y optimismo moral.

Sólo un creyente tan furibundo en la técnica como Walt Whitman podía ver la naturaleza sin miedo, sólo un creyente en la medicina moderna se atrevía a cantar la desnudez como identidad permanente, sólo un creyente en el Hombre Nuevo burgués alcanzaba a soñar una humanidad a la que el trabajo moderno de nuevas muchedumbres industrializadas había vuelto realmente sagrada y digna por primera vez en la historia --la humanidad anterior, ¡qué asco! ¡qué atraso! ¡qué despotismo! ¡qué lástima!

Whitman no ve el costo del sueño burgués --la explotación del obrero, la corrupción de la naturaleza, la estupidez mercantil, el gangsterismo electorero, la injusticia mercenaria contra clases y naciones más débiles y pobres--: ve la Civilización Norteamericana reluciente y proliferada en un aparador de Sear's. Novedosa, bella, reluciente. Por ello Hojas de hierba resplandece con el mismo fulgor de sueño imposible que el Evangelio o el Manifiesto comunista.

Muy otra era la realidad en los campos de batalla de la época de Lincoln, o en las atroces condiciones de los trabajadores norteamericanos de la época de Grant; pero también las condiciones en los campos de batalla de Troya fueron con seguridad harto menos halagüeños que las que nos pintan los cantos de La Ilíada, y las condiciones de la vida árabe totalmente diversa de las bellezas de Las mil y una noches.

Dejemos a Whitman cantar su sueño del progreo burgués, de la redención burguesa, del nuevo mundo --el nuevo universo-- de sus industriales "hijos de Adán": "Ved, los vapores cruzan por mis poemas,/ ved, en mis poemas, los inmigrantes que llegan y desembarcan continuamente,/ ved, en la retaguardia, la choza, el sendero, la cabaña del cazador, el bote, la hoja de maíz, la propiedad, la tosca cerca, la aldea en el monte,/ ved, a un lado el Mar Occidental y al otro el Mar Oriental: avanzan sobre mis poemas y retroceden sobre sus playas;/ Ved, dehesas y bosques en mis poemas --ved, animales salvajes y domésticos--/ ved, más allá de la tribu de Kaw, incontables manadas de búfalos que pacen en medio de la hierba corta y rizada;/ Ved, en mis poemas, sólidas, vastas ciudades en el interior del país, de calles empedradas,/ con edificios de hierro y de piedra, vehículos incesantes, comercio,/ ved, la prensa de vapor de muchos cilindros --ved el telégrafo eléctrico que se extiende a través del continente,/ ved, a través de las profundidades del Atlántico llegan a Europa pulsaciones americanas, y las pulsaciones europeas son puntualmente devueltas./ Ved, la locomotora vigorosa y veloz que parte jadeante, sonando el pito de vapor,/ ved, campesinos que labran la tierra --ved, mineros que cavan las minas--/ ved, las fábricas innumerables,/ ved, los artesanos activos con sus herramientas en los bancos --ved cómo, en medio de ellos, salen jueces, filósofos, presidentes, vestidos con trajes de trabajo;/ Vedme holgazanear en las tiendas y en los campos de los Estados Unidos, bienamado, estrechamente asido de día y de noche,/ oíd ahí los ecos ruidosos de mis cantos --leed las insinuaciones de que finalmente han llegado".

A Walt Whitman le tocó ver llegar otras insinuaciones, pero no a su poesía: desde la gigantesca corrupción del gobierno norteamericano sobre todo en la épca de Ulysses S. Grant hasta los linchamientos de negros, los campamentos de miseria y enfermedad en torno a las ciudades, las farsas electoreras y el gangsterismo de las fortunas neoyorkinas. En USA de John Dos Passos, en las novelas de Nathanael West, Dashiell Hammett, además de las de Dreiser y Upton Sinclair, el sueño whitmanesco se vuelve pesadilla.



VEINTIOCHO MUCHACHOS SE BAÑAN EN LA PLAYA

Cuenta Justin Kaplan en Walt Whitman. A life (Simon & Schuster) que durante una caminata por el jardín central de Boston, Emerson trató en vano de convencer a Whitman de que censurara Hojas de hierba, por prudencia, para que no le cortaran la cabeza los puritanos. Curiosamente, los pasajes que Emerson consideraba peligrosos, y los que efectivamente escandalizaron más en su tiempo, fueron especialmente aquellos que se referían con demasiado vigor y franqueza al cuerpo de la mujer y al amor matrimonial, y no los que cantaban el "amor de los camaradas", que no fueron leídos tan intencionadamente en su época, como se les ha leído en la nuestra, queriendo ver en ellos secretas celebraciones del sexo entre hombres. No hay tales. Whitman dice claramente todo lo que quiere decir, llega hasta donde quiere llegar. No hay claroscuros ni dobles lecturas en sus poemas de jóvenes solteros inocentes que disfrutan físicamente de estar juntos.

(Hablar de homosexualidad en Whitman es un tanto aventurado: hacia mediados del siglo XIX el acto pleno carnal entre personas del mismo sexo --y hasta la mera idea de ello-- resultaba abominable y revolting aun para revolucionarios como Whitman. Aunque se sintiese erotismo por las personas del mismo sexo, en la vida del siglo XIX, y más entre puritanos, ocurría algo diverso de lo que el siglo XX nos dice con el término "homosexual". No se puede negar el homoerotismo de Whitman, pero no se debe leer en los poemas más de lo que realmente están diciendo, y Whitman no es Wilde, Gide ni Cavafis. El homoerotismo casto, sin caricias o atrevimientos escandalosos, no es necesariamente homosexualidad en todos los casos, ni estaba prohibido en el siglo XIX, cuando se le consideraba, cuando más, una enfermiza perduración de estados adolescentes en el hombre maduro, pero no --freudianamente-- una confesión de apetitos más a fondo. Es atroz la lectura de Whitman del lector moderno que ve la palabra "desnudez", se ríe socarrón y se dice: "Ah, pícaro, ¿por qué no me cuentas todo lo demás, eh?", como si Whitman hubiera sido un promiscuo de mingitorio. No, Whitman no fue un ninfómano que no se atreviera a decir su nombre y disfrazara su lujuria con odas al deporte. Su sensualidad y sus sueños sentimentales eran de otra manera, una manera que pasó con su siglo.)

En el puritano siglo XIX se podía hacer como que no se entendía, o de plano no entender, la celebración de un erotismo mucho más mítico que literal en sus montones de muchachos bañándose en la playa, pero la alusión directa a la cópula engendradora o a la sexualidad femenina desataba furias. Whitman fue considerado inmoral en su época porque cantaba libremente ¡el amor de los esposos! ¡el engendramiento! ¡la fertilidad del matrimonio legal! Sólo fueron captando las insinuaciones homoeróticas los dandies de Oxford, que ya iban avanzados en su vanguardia aristocratizante (Carpenter, Symons) de liberación homosexual --vanguardia aristocratizante que escandalizaba enormemente a Whitman, un sincerote puritano del Nuevo Mundo.

Es sintomático, por lo demás, en el libro de Kaplan, que con dudosos gusto y criterio almacena cuanto detalle chusco o paradójico podría destemplar el mito de Whitman, que no alcance a registrar un solo dato de la vida sexual de Whitman, a la que una lectura intencionada de, por ejemplo, Calamus --nombre de una planta con figura de falo--, imaginaría tumultuaria y cantinesca. No me extrañaría que, como Lawrence o Flaubert, Whitman se hubiera interesado más por limpiar la mente puritana de los pudores y prejuicios que la pudrían, que por pasarse los días de profuso acróbata carnal, por lo menos después de los treinta años, cuando se convierte en escritor detestado sobre el que se acumuló todo tipo de información malévola. Lo que se sabe de su vida concuerda con lo que predica en su poesía: era un soltero que disfrutaba, como un adolescente perpetuo, la amistad abierta y pública de los muchachos, sin dar pie a ningún rumor o sospecha malévolo. Es probable que, como Lawrence, de hecho tuviera un puritano disgusto declarado del sexo, que lo echaba todo a perder; mientras que, sin él, los abrazos de los camaradas eran un paraíso. Eso cantaba. Probablemente eso vivió.

De cualquier manera, los poemas de los camaradas son escasos dentro de la voluminosa versión final de Hojas de hierba y se difundieron mucho menos que los patrióticos y los civiles. Celebran la belleza de los muchachos y se atreven a un romanticismo platónico que de repente ya no aguanta y necesita caricias, abrazos en juegos de luchas, desnudeces atléticas de nadadores y sobre todo la compañía del amigo en la cama, sí, pero dormido ¡soñando con su novia!, mientras el paternal Poeta Mayor (el "poeta de los camaradas" aparece sobre todo hacia los cuarenta años de su edad) lo contempla y canta su belleza dentro del cosmos, las máquinas, la naturaleza, las madres y las abuelas.

Los camaradas suelen pertenecer a la clase trabajadora, pero brillan por cierta distinción aristocrática en sus aspiraciones, en su carácter o en su belleza. Sólo hasta el siglo XIX se pudo producir el contacto entre la burguesía pobre --Whitman, maestro de escuela-- y un proletariado en ascenso --estibadores, maquinistas de ferrocarril, impresores--, y que la amistad entre dos hombres de estos sectores ocurriera sin problemas en una cantina, en un travía, en una avenida. Ambos se consideraban ángeles; se amaban más de lo que la convencional amistad masculina permitía, de modo que tenían que inventar una esfera nueva para sus sentimientos, pero difícilmente llegarían sin asco o sin remordimientos tremendos --es decir, sin arruinarlo todo-- a una decisión sexual: incluso la verían como una degradación de sí mismos, de sus propios cuerpos y de su propio amor de camaradas.

Hubo épocas en que el platonismo y el romanticismo eran en serio, y la gente se suicidaba por una cartita o se retaba a duelo porque el rival había recibido un sospechoso desvío de ojos, aunque ahora nos parezcan tan ridículos como habrá de resultarles, con toda seguridad, a los lectores del siglo próximo, la obsesión por el coito que en nuestra época produjeron las seguridades de la penicilina y los anticonceptivos. El sida va regresándonos al siglo XIX y más atrás.

Ese romanticismo de camaradas sigue por lo demás vigente entre los adolescentes, a quienes sin duda durante cien años les ha encantado esta celebración del amor de cuates, del amor casto pero lleno de presencia física y movimientos. Villaurrutia definía desdeñosamente la poesía de Whitman como "versos para boy-scouts".

Se acusa a Whitman de no ocuparse de las mujeres; por el contrario, les dedica mayor espacio que a los camaradas, pero su siglo le impedía tratarlas con semejantes familiaridad y libertad. No podía sacarlas del hogar ni de su estado de esposas y madres. No podía faltarles al respeto, y todo era faltarles al respeto. Haber cantado una camaradería desnuda de hombres y mujeres entremezclados en el río, habría sido inmediatamente interpretado --y por la policía-- como un canto a la prostitución.

Fuera del rol de la pareja, sólo le quedó a Whitman la compañía de los muchachos medio solteros y medio vagos de las nuevas ciudades de los Estados Unidos, que trató de ensalzar con una religión nueva, y hacérsela perdonar con efusivas celebraciones de la "normalidad" norteamericana.

Whitman amó a esos muchachos en sus propios términos, sin kamasutra ni dark rooms de discotheques clandestinas; en un poema, por ejemplo, es el mar quien los disfruta --y Whitman se identifica con el mar: "Veintiocho muchachos se bañan en la playa,/ veintiocho muchachos y todos tan amables,/ veintiocho años de vida entre mujeres y todos solitarios.../ El agua brilla en la barba de los muchachos, se escurre por sus largos cabellos,/ minúsculos arroyuelos corren por sus cuerpos,/ una mano invisible acaricia también sus cuerpos,/ desciende temblorosa por sus sienes y por sus pechos,/ los muchachos flotan de espaldas,/ sus blancos vientres se comban al sol;/ no preguntan quién se adhiere a ellos,/ no saben quién jadea y se aparta con la espalda curvada,/ no saben a quién salpican con la espuma del mar..."

En cierto modo, Walt Whitman se erigió en Dios, en cosmos, en Naturaleza, en Sol o en Océano, para acariciar sin culpa, sin repugnancia y sin conflicto a sus camaradas; una coartada cósmica: sólo siendo el Todo podía soñarlo todo.



LOS HIJOS DE ADAN

Pocos entre los grandes títulos de la literatura moderna se prestan tan cómodamente a una mala lectura como Hojas de hierba. Flaubert decía que Béranger era en parte culpable de que a los seductores de modistillas les gustaran tanto sus canciones; Whitman es, en parte, culpable de que con suma facilidad su poesía mística, tan competitiva del Bhagavad-Gita y de la King James Version de la Biblia pueda ser leída como un hurra de batalla de un ejército invasor, de que su amor de camaradas se convierta en una celebración cuartelaria: "He aquí que he llegado, entono el himno de las batallas,/ y sobre todo, estimulo el nacimiento de los soldados valerosos"; de que su anti-intelectualismo --sólo en verso, en sus obras en prosa resulta más pedante y escupefichas que un teólogo-- sirva como regodeo en el conformismo de la ignorancia, para aquellos que desprecian la cultura porque no retribuye los botines de los hechos de dinero o de fuerza; en fin, de que su Hombre Nuevo redunde en marmórea celebración de la Casa Blanca. Los momentos --ciertamente espléndidos-- de individualismo feroz y rebelde, de libertad amorosa, de éxtasis natural o cósmico, de bondad entre la muchedumbre, de amor por la vida cotidiana y los hechos y objetos terrenales, suelen quedar fácilmente silenciados por el retumbar de sus tambores enérgicos.

Si no dispusiéramos de pruebas objetivas abundantes, bastaría el rechazo de la cultura norteamericana del siglo pasado a Hojas de hierba para constatar que los prodigios de Sear's no se repitieron tan automáticamente en el campo intelectual en los Estados Unidos, porque salvo la efusión casta de los camaradas y la celebración genésica del amor matrimonial, y aun en ellas, nada predica Whitman que no corresponda a la ideología burguesa más ortodoxa: el trabajo, la salud, la industria, el comercio, la familia, la guerra, la Presidencia de la República, las mercancías, los motores, la procreación, Dios, la higiene, el deporte, la ciudad, la granja, el hombre de la calle.

Sus hijos de Adán son --todos-- blancos, y con el suficiente dinero para no estar esclavizados a un patrón, pero los reviste de cierta suntuosidad animal de cuerpos proletarios (sin mugre, sin locura, sin vicios, sin enfermedad, sin fealdad, sin desesperación, sin locura, sin la humanidad que los rusos dieron a sus personajes populares). Aunque la fotografía del siglo XIX documente que la mayor parte de los trabajadores, de los desempleados y de los soldados distaban mucho de poseer cuerpos adánicos, Whitman se rebela contra el cuerpo anticuamente aristócrata --poco asoleado y demasiado estorbosamente vestido-- y propone la moderna aristocracia democrática del efebo recién bañado en ropas de labor: el ejemplo físico que debe seguir el "rudo hombre norteamericano" es algún selectísimo cuerpo obrero, ganador de concursos atléticos, enorme y musculoso. No era el único en imponer tal norma. Se volvió norma nacional en los Estados Unidos ya desde la época de Theodore Roosevelt: "El muchacho a quien amo no se hará hombre/ en virtud de fuerzas ajenas, sino por su propio derecho./ La conformidad o el temor le harán malvado antes que virtuoso,/ amará a su novia, comerá su pan saboreándolo,/ el amor no correspondido o el desdén le herirán más profundamente que las cuchilladas del acero,/ será el primero en domar caballos,/ en pelear, en dar en el blanco, en gobernar un esquife, en cantar o tañer en el banjo;/ preferirá las cicatrices, las barbas hirsutas y los rostros picados de viruela a los rostros limpios y afeitados,/ y los rostros curtidos por el sol a los que se resguardan de él."

Bueno: ahí te hablan, John Wayne. Así empezó el universal culto a los cowboys.

Y sin embargo, qué bello y prodigioso en muchos momentos el libro de Whitman, qué digno y esperanzador, en su momento, su redentor sueño burgués. Y con qué avidez irrepetible, con qué preponderancia efectivamente adánica, con qué candor de recién llegado, con qué seguridad de dominador, se planta en un mundo que considera nuevo y bueno.

Y sus fluidos versos saben hacerse asimismo adánicos. Todo cabe y resplandece en ellos. Whitman luchó con la musa vigorosa de la Biblia y no fue derrotado.