miércoles, 22 de diciembre de 2010

PABLO NERUDA

NERUDA: ESE CANGREJO, LA POESIA




Por José Joaquín Blanco



El enorme poeta que fue Pablo Neruda (1904-1973) --tan enorme que, en opinión de sus detractores, tenía talento de sobra para repartirlo entre un gran poeta y cuatro muy malos-- se apoyó siempre --pero más en su etapa madura que en la juvenil--, en una vertiginosa línea artística: la de no depurarse, la de no pulirse ni cincelarse (al menos en el sentido académico, retórico o artesanal de depurar, pulir y cincelar).

Al igual que su amigo Carlos Pellicer, aborrecía tanto las antologías como la pose antológica del poeta. ¡Ah, los académicos, los retóricos, los críticos, los universitarios: esos burócratas de la letra! No iba a facilitarles su infame labor mistificadora --domesticadora, acorrientadora-- de la poesía, dejándoles "rosas perfectas" para el bobo pasmo del literato. Que los charlatanes se llenaran la boca del Rigor y la Perfección para los inocentes pretensiosos.

Las rosas en Neruda no eran verdaderas rosas si no llevaban su poco de estiércol, de paraguas, de trenes, de mares bravos rugiendo con fauces de espuma, de Lenin, de espigas y vino, de jactancias de tierno y violento machote, de siempre seducido y roto mujeriego.

Para Neruda los poemas monos y bienhechecitos como tarea de liceo eran cosa de modistillas: era preciso, en el poema, hacer y decir la barbaridad, romper la cristalería. Su poesía debía ser brutal y causar estragos: debía ser una poesía maleducada --la mala educación como libertad incorregible, incluso buscaba la mala educación de la mala educación: "Anduve entonces con gitanos/ y con prestidigitadores,/ con marineros sin buque,/ con pescadores sin pescado,/ pero todos tenían reglas,/ inconcebibles protocolos/ y mi educación lamentable/ me trajo malas consecuencias.

También como Pellicer, Neruda se negó a escoger entre los enterados de la poesía y el público popular de diarios y almanaques. Aunque tal o cual --los menos-- de sus poemas sí reflejen una dirección más clara hacia el lector culto o hacia el público tradicional y romántico (sobre todo, políticamente romántico: el eterno adolescente voluntarista de entregas y rechazos totales), en general su obra lírica gana y pierde, a la vez, con esta mescolanza.

El pueblo agradece o se desconcierta con joyas insólitas y alarmantes (expresionistas, surrealistas, ultraístas, prosaicas, casi terroristas de tan violentas) en mitad de un poema-declamación amoroso, político o patriótico; el lector enterado y discernidor no siempre sabe si agradecer, desconcertarse o maldecir el que en mitad de estupendos poemas serios, bravos alardes de imaginación, genio y literatura de la más alta, venga Neruda a fastidiar con su autoritarismo ("total yo las puedo todas y qué"), su debilidad o su inspiración del prosaísmo extravagante o del ta ta ta tá sentimental o bravucón, o de plano propagandístico, o simplemente el tremendismo de solemnidad tormentosa y de vuelta a las raíces naturales --énfasis cósmico, telúrico, geológico-genital-genésico--, o los rudos, asperísimos golpes de genio que uno no sabe cómo ni cuándo ni por qué, pero hacen de ese poema roto adrede un poema inexplicablemente elevado, multiplicado en su intensidad y sus conotaciones.

¿Y qué? La perfección del poema como ejercicio escolar que ha de calificarse con MB, es prejuicio de los Burócratas de la Letra, de la pedagogía universitaria que confunde la poesía con el crochet y el papier maché. Neruda no hace ninguna barbaridad que los grandes clásicos no hayan frecuentado: Catulo, Dante, Shakespeare, Quevedo, Goethe, Víctor Hugo. Ahí va la rosa: la rosa nerudiana con todo y macetón y algún zapato. ("No soy rector de nada, no dirijo/ y por eso atesoro/ las equivocaciones de mi canto", se jactó ufanísimo).

Escribió en 1935: "Así sea la poesía que buscamos, gastada como por un ácido por los deberes de la mano, penetrada por el sudor y el humo, oliente a orina y a azucena salpicada por las diversas profesiones que se ejercen dentro y fuera de la ley. Una poesía impura como un traje, como un cuerpo, con manchas de nutrición y actitudes vergonzosas, con arrugas, observaciones, sueños, vigilia, sacudidas, idilios, creencias políticas, negaciones, dudas, afirmaciones, impuestos... Y no olvidemos nunca la melancolía, el gastado sentimentalismo... Quien huye del mal gusto cae en el hielo".

Neruda es uno de los escasos poetas del mundo (en lengua española, quizás sólo se le equipare en este sentido Miguel Hernández) que ha jugado a ser Adán sin desbarrancarse. Claro que tiene caídas, pero varias --¡varias!-- veces logró arbolarse como un verosímil Adán moderno, con una Eva nunca antes visitada por el amor ni por la palabra: "Cuando subo la mano/ encuentro en cada sitio una paloma,/ que me buscaba, como/ si te hubieran, amor, hecho de arcilla/ para mis propias manos de alfarero"; "He dormido contigo/ y al despertar tu boca/ salida de tu sueño/ me dio el sabor de tierra/ de agua marina, de algas..."; "Lo cierto es que hoy, mirándote al pasar/ entre las aves de pecho rosado/ de los farallones de Capri,/ la llamarada de tus ojos, algo/ que vi volar desde tu pecho, el aire/ que rodea tu piel, la luz nocturna/ que de tu corazón sin duda sale..."; "No buscaba dinero ni luna,/ sino mujer, quería/ mujer para mi amor, para mi lecho,/ mujer plateada, negra, puta o pura,/ carnívora, celeste, anaranjada,/ no tenía importancia,/ la quería para amarla y no amarla,/ la quería para plato y cuchara,/ la quería de cera, tan de cerca..."

Siempre es Neruda el amante total, el erotismo exigente, el Adán absoluto: "Ansíame, agótame, viérteme, sacrifícame./ Haz tambalear los cercos de mis últimos límites."

Quien tantas veces y tan plenariamente da en el centro de la poesía y arranca la poesía misma, ese cangrejo, y la sostiene feliz, enarbolada, con las raíces y tenazas al aire, con una risa jocunda y natural de pescador nato, con su frescura de: "¡Así se pesca!", necesita (y se premia con) vértigos desusados.

De él escribió Luis Cardoza y Aragón en El río. Novelas de caballería: "Amo su arrollador caudal amazónico. Su vía láctea con raudales luminosos y sombras vehementes. Amo su identificación raigal de lo que fue como hombre con su poesía. Amo en él esta unidad hermosa y central y telúrica, por sobre todas las cosas. Amo su amor a la libertad, a la paz. Su lucha solidaria porque el Nuevo Mundo sea un mundo nuevo. Amo lo dilatado de su creación, no sólo por oceánica sino por la diversidad que explica la áurea coherencia de su obra... Amo sus constelaciones, sus montañas de hojarasca, la incesante pureza de su exacta voz sin bridas".

¿Son poesía sus odas a lo más extravagantemente antipoético? Debieran serlo. Son gran literatura insólita. Una literatura un tanto monstruosa, como animales prehistóricos o quiméricos de pronto exhibidos por primera vez en la página civilizada. Las odas al aire, a la alcachofa, al átomo, a las aves, a la castaña, al cobre, a la cebolla; a la crítica, a la envidia, a la energía, al hilo, al laboratorista, a la madera, a los números, a mirar pájaros, al tomate, al aceite, al alambre de púa, a los calcetines, a la farmacia, al jabón; a la papa, a la bicicleta, al buzo, "a un camión colorado cargado de toneles", al cine de pueblo, a la cuchara, a la sal, al serrucho, a las tijeras, a la cama; al caballo, a Valparaíso, al elefante, a Lenin, a las papas fritas ("Chisporrotea/ en el aceite/ hirviendo/ la alegría/ del mundo"...), a las tormentas de Córdoba, al vals "Sobre las olas"...

Su "Oda al caldillo de congrio", que es una literal receta de cocina; la "Oda a la malvenida" ("una flor que su propia quemadura ilumina"); la enloquecida "Oda al mar" --gran ejemplo de esta mescolanza de los más manidos trucos de declamación popular ("entonces/ con siete lenguas verdes/ de siete perros verdes,/ de siete tigres verdes,/ de siete mares verdes") con imágenes audaces o inauditas creaciones poéticas, sin que falten los sonsonetes de la predicación mesiánica y maquinista--; la "Oda al hígado" --"monarca oscuro"--, poesía obrerista si la hay; la oda al niño que vendía una liebre a la orilla de la carretera.

No podía ocurrir sino que este enemigo de la pureza poética, este propugnador del prosaísmo y de la poesía-cajón-de-sastre, del mal gusto programático, de la propaganda y la extravagancia, de la adjetivación terrorista y del asalto gerundiano, de este Don Todoloquesequiera, escribiese no sólo el mayor poema latinoamericano, sino uno de los grandes monumentos a la seriedad y a la pureza poéticas del mundo: "Alturas de Macchu Picchu".

"Yo no busco: encuentro", había dicho su semejante --su hermano-- Pablo Picasso.

"Alturas de Macchu Picchu" es un poema épico que, contra todos los antecedentes canónicos del género, se expresa en un acento dramático --más que dramático, patético--, como de ceremonia sagrada, prehistórica, inmemorial, casi geológica.

Es una epopeya de Dies irae, un himno desvertebrado y erigido en requiem telúrico, una fundación que es un fin del mundo: un De profundis general que también se vuelca al porvenir y a los orígenes.

Se diría que Macchu Picchu es una tumba --la tumba del continente, del hombre, del mundo-- alzada en fortaleza cósmica y, a la vez, descendida a sus raíces de víscera y caverna: "mas abajo, en el oro de la geología,/ como una espada envuelta en meteoros,/ hundí la mano turbulenta y dulce en lo más genital de lo terrestre".

Este oratorio-festín-de-Baltasar (grave, litúrgico, patético, de sonoridades sagradas) se llena de símbolos y alusiones mortuorias y germinales, de engendramiento y de tortura.

Adquiere una gravedad mágica de oráculo, un sagrado irracionalismo delirante de sibila, entre cuyas espumas ruedan --bicéfalas, intercambiantes-- las interrogantes del hombre contemporáneo: "¿Qué era el hombre?/ ¿En qué parte de su conversación abierta/ entre los almacenes y los silbidos,/ en cuál de sus movimientos metálicos/ vivía lo indestructible, la vida?"

"Alturas de Macchu Picchu" es un canto sacrificial: la develación de una tumba: el encadenamiento de todas las muertes americanas como en mazorcas de granos que ya están estallando en vida lechosa: "Era lo que no pudo renacer, un pedazo/ de la pequeña muerte sin paz ni territorio:/ un hueso, una campana que morían en él./ Yo levanté las vendas del yodo, hundí las manos/ en los pobres dolores que mataban la muerte,/ y no encontré en la herida sino una racha fría/ que entraba por los vagos intersticios del alma".

"Alturas de Macchu Picchu" es el regreso al primer día de la creación, pero es también la tumba del primer día. Y la celebración del último. Todo es una tumba: el génesis es apocalipsis, el paraíso está en el Gólgota; no hay más universo que la muerte convulsionada. "Pero una permanencia de piedra y de palabra:/ la ciudad como un vaso se levantó en las manos/ de todos, vivos, callados, sostenidos/ de tanta muerte, un muro, de tanta vida un golpe/ de pétalo de piedra: la rosa permanente: la morada:/ este arrecife andino de colonias glaciales".

Y al final, inesperadamente, la pregunta concreta y brechtiana: en esta fortaleza de dioses muertos --"escala torrencial", "lámpara de granito", "vendaval sostenido en la vertiente", como se le dice en la más soberbia letanía inventada desde la mariológica de la Edad Media--, ¿qué queda de los albañiles que la construyeron?

"Macchu Picchu, pusiste/ piedra en la piedra, y en la base, ¿harapo? (...) ¡Devuélveme al esclavo que enterraste! (...) ¡Sube a nacer conmigo, hermano".

A partir de este poema, de 1945, empezó a ser discutible --y exitosamente discutida-- la afirmación de que América Latina no tuviera con qué responderle al nivel a Walt Whitman.

"Alturas de Macchu Picchu" dio lugar, como arrastre, como impulso adquirido, a un conjunto de cantos o crónicas épico-descriptivos: Canto general (1950).

Este tipo de poesía épico-descriptiva prevaleció con buena fortuna en el Renacimiento, en todas las literaturas, especialmente en la americana, y nadie se resfrió ni acusó de escandalizar a la musa pedagógica, encomiástica, narrativa, descriptiva, periodística de Ercilla, Terrazas, De la Cueva, Salazar, Villagrá, Saavedra Guzmán.

El Canto general, en rigor, es un poema que funda su tradición en sí mismo; pero si quisiéramos buscarle antecedentes, habría que izar el de El siglo de Oro de Bernardo de Balbuena, y la tendencia romántica (Víctor Hugo, Vigny) de hacer largos poemas mítico-narrativos, que gracias a Verlaine floreció en Rubén Darío y llegó a la Piedra de sacrificios de Carlos Pellicer.

Algo de esta tradición lírica renacentista del siglo XVI advirtió el propio Pablo Neruda cuando declaró su nuevo credo poético: "El poeta debe ser, parcialmente, el CRONISTA de su época. La crónica no debe ser quintaesenciada, ni refinada, ni cultivista. Debe ser pedregosa, polvorienta, lluviosa y cotidiana. Debe tener la huella miserable de los días inútiles y las execraciones y lamentaciones del hombre".

A partir de semejante programa, toda expresión escrita puede ser un poema: la poesía se confunde con la literatura de vastas fronteras. ¿Y qué hay de malo en ello? ¿Por qué estornudar tan de prisa? ¿Por qué hacer caso de la burocracia de las preceptivas y reglamentos académicos? Dejad que los cubículos enterrien a los cubículos.

La cantidad de formas, equilibrios, contrastes, énfasis y alusiones que inventa Pablo Neruda para hacer su crónica-de-todo es inumerable, y abundan los momentos sorpresivos en ese enorme himno aglomerado, aglutinante.

"Neruda excede convencionalismos, narra y es didáctico, sirve obligaciones cotidianas, lo atrae lo gigantesco y lo ínfimo, lo útil como herramienta. Se propuso un mural, no el pequeño formato, y erige un canto al continente. Como en el muralismo, encuentro retórica ventrílocua y valores intrínsecos, páginas de elegancia suprema que se han de leer atentos no sólo a su arquitectura formal. Esa estimación misma de la poesía en sí es de lo más considerable que hay en él...", escribió Luis Cardoza y Aragón, quien en otra parte dijo de Neruda: "Amo su desmesura y la geometría de sus cristales".

Es curioso que este segundo Neruda, el Neruda de la posguerra --aunque desde luego, esto del primero y segundo poetas, a partir de su compromiso formal con el comunismo (1939) no es sino una división instrumental para organizar un comentario--, busque programáticamente ser cronista o testigo o portavoz realistas y optimistas del tiempo y del mundo, desde una perspectiva comunista. En realidad, no lo consigue: sigue siendo, como el primer Neruda de Residencia en la tierra (1933-1935) y Tercera residencia (1947), un apasionado protagonista agónico, desgarrado, tumultuoso.

Aun cuando canta a Lenin o a Fidel, a Stalingrado, a Hungría o a los Estados Unidos, Neruda es incapaz del tono distanciado y ecuánime, cuando no idealizador y positivo, del poeta épico-descriptivo.

La poesía de Neruda está llena de las riquezas de la enfermedad, la desesperanza, el escepticismo, el delirio, la muerte, los deseos exorbitantes y salvajes, el narcisismo romántico, las rebeldías desaforadas, la pasión por la derrota y las lágrimas sucias, la carnalidad y las pulsiones límites.

No es un poeta bien educado ni un buen perfil cívico, sino un rebelde frutal --con frecuencia, espantable de tan generoso, de tan delirantemente violento-- como su Quevedo y su Lautréamont.

A partir de 1945 pretendió sustituir con salud y alegría el patetismo delirante que lo había vuelto tan célebre: logró algo muy extraño: entonar cantos cívicos con los instrumentos y las intromisiones del anticívico, del bárbaro, del melancólico rebelde, sobresaltando así sus prédicas de justicia y paz planificadas, de patriotismo ejemplarizante y felicidad didáctica con ecos pasionales, con perfiles de paroxismo profético, con explosiones de la radical emotividad.

El Pablo Neruda de los años treinta había sido, con virtuosismo extremado, un minucioso cantor de naufragios: mundos sombríos de comerciales enrejadas vulgares y espesuras burocráticas, cenagales donde sobreflotaban máquinas y cachivaches, insomios angustiantes en mitad de la pesadilla, panoramas aguzados de la desintegración y la rutinaria asfixia.

Es el Neruda que grita, exigiéndole a la vida sangre real, desbordada, agónica en "Barcarola" ("Si solamente me tocaras el corazón,/ si solamente pusieras tu boca en mi corazón,/ tu fina boca, tus dientes..."); el que, en "Walking around", se rebela contra la ciudad cosificada, envenenada de cosificación ("Yo paseo con calma, con ojos, con zapatos,/ con furia, con olvido,/ paso, cruzo oficinas y tiendas de ortopedia,/ y patios donde hay ropas colgadas de un alambre:/ calzoncillos, toallas y camisas que lloran/ lentas lágrimas sucias..."); el que cruza las fronteras de la pasión y el delito, y la carne solar se pertrecha de amenazas cuchilleras en el "Tango del viudo" ("Oh Maligna, ya habrás hallado la carta, ya habrás llorado de furia, / y habrás insultado el recuerdo de mi madre/ llamándola puta podrida y madre de perros".

¿Es necesario añadir que buena parte de los lectores de Neruda, desde hace más de medio siglo, llegan a su poesía por el romanticismo de Veinte poemas de amor y una canción desesperada (1924); que esos poemas adolescentes son bellos y buenos; que su autor jamás se distanció de ellos como de juvenilia ni como de inocencias o efusiones "superadas; que, finalmente, nadie tiene por qué pedir disculpas si le sigue gustando un poco el "Poema 20" ("Puedo escribir los versos más tristes esta noche")? Neruda logró todo tipo de conquistas poéticas, entre ellas esta precoz, de asaltar aún como adolescente El declamador sin maestro.

lunes, 22 de noviembre de 2010

BAUDELAIRE

BAUDELAIRE: EL AMIGO QUE NUNCA ESTÁ


Por José Joaquín Blanco

A Silvia Tomasa Rivera

Cuando aparecieron Las flores del mal (1857), Barbey d'Aurevilly escribió que ya sólo le quedaban dos caminos a su autor: pegarse un tiro o "convertirse", volverse un buen católico.

Para entonces, ya Baudelaire tenía, clarísimas y como dibujadas en una especie de maquillaje terrible --ese maquillaje que él elogió, no como imitador de la vida, sino como lo que alteraba y superaba la realidad--, las señas de su derrota profunda, total, definitiva en la vida práctica: las finanzas, la familia, el periodismo, la Academia Francesa, el amor e incluso la amistad, en sus aspectos más cotidianos, se le volvían monstruos tiránicos.

Necesitaba de Dios: el amigo que uno busca en vano ("l'ami qui manque toujours"), aun para las situaciones diarias más menudas y minuciosas, pero también y sobre todo para sostenerse a sí mismo, para autovalorarse, para confiar en que la derrota final todavía podía ser, al menos, retrasada.

Su religiosidad apremiante lo volvió un devoto exagerado: se enamoró de la religión no en un sentido abstracto, sino en su realidad parroquial y casi milagrosa: se emborrachó de catolicismo como de un paraíso artificial: "El autor de Las flores del Mal, solía con mucha frecuencia aparecer por las tardes en el Café Robespierre. Ya no era el Charles Baudelaire que había yo conocido antes, en 1845, en las oficinas del Corsaire-Satan, sino un hombre envejecido y como desvaído, todavía esbelto pero que ya había ganado bastante peso; se veía excéntrico con su pelo blanco y su cara muy rasurada, y menos como el poeta de los placeres amargos y voluptuosos, que como un cura de Saint Sulpice" (Audebrand).

Su Diario íntimo da muestra de este nuevo avatar del Dandy, que ahora se sueña santo, de una manera no del todo diferente del tipo de santo que divulga la sentimental literatura edificante, de modo que en él --como también en Rimbaud, según quisieron Riviére y Claudel-- también existe un ambiguo sentido hagiográfico, que siempre sin embargo suena irónico, algunas veces como paródico de los estereotipos devotos, como cuando habla de la dificultad o imposibilidad de encontrar a Dios, donde parece que si no fuera tal, el poeta no lo buscaría: que lo adora un poco como a una quimera: un Dios posible, municipal, burgués, empresario y ciudadano, como ya lo querían muchos protestantes y no pocos católicos modernos, sencillamente no le servía; lo quería antiguo, anacrónico, un tanto medieval y como recién extraído de estampas devotas.

No fueron pocos los críticos que advirtieron, en los poemas de Baudelaire posteriores a Las flores del mal, misticismo y aun santería, y desde luego no ha faltado quien los encuentre incluso en los momentos más terrenalmente osados de su juventud; quien vea no un culto sino una denostación de las drogas, el alcohol y la carne en sus poemas más encendidos; quien descubra que hay menos una exaltación de la "belleza moderna" de sus terribles escenas urbanas que una moderna pintura del infierno: un infierno Segundo Imperio con boulevards y pasajes, cafés y casinos, hoteles y grandes tiendas de lujo.

Siempre hubo un excesivo transfondo moralista y religioso en Baudelaire, del mismo modo que el escepticismo, la ironía y las apetencias de este mundo no dejaron de existir cuando el poeta quiso purificarse, con caminos de perfección como el siguiente:

"Juro ante mí mismo tomar de hoy en adelante las siguientes normas como reglas permanentes de mi vida: rezar todas las mañanas mis oraciones a Dios, la fuente de toda fuerza, de toda justicia; rogar a Mariette y a Poe que intercedan por mí; rogar que me sea concedida la fuerza necesaria para cumplir mis deberes, y que se le conceda a mi madre una vida lo bastante larga como para disfrutar mi transformación. Trabajar todo el día, o al menos tanto cuanto me permitan mis fuerzas. Rogarle a Dios nos conceda vida y fuerza a mi madre y a mí. Dividir todo lo que gane en cuatro partes iguales: una para la vida diaria, otra para mis acreedores, otra para mis amigos y otra para mi madre. Seguir los principios de la sobriedad más estricta, el primero de los cuales es la total abstinencia de todo tipo de enervantes, de cualquier tipo que sean".

Uno debe recordar siempre, ante este tipo de escritos, la advertencia de André Gide sobre las confesiones íntimas, que jamás --sobre todo las muy encendidas y sinceras-- admiten una lectura literal ni normal; son menos documentos de la razón, la reflexión, la vida-en-sí o el pensamiento espontáneo, que de considerables perturbaciones o estados de ánimo muy alterados, hipersensibles, heridos, abatidos, aterrados.

Nunca podremos saber qué grandes caídas, qué terribles mañanas de cruda --acentuadas por la miseria, por el fracaso en el mundo periodístico y literario, por la continua humillación que parecía destinado a sufrir de su madre, su padrastro, su notario, Jeanne, sus acreedores, y muy especialmente por los estragos de la sífilis, ya en etapa terciaria--, dieron lugar a tan abajadas y dolidas devociones, a tan urgentes impulsos de conversión. Sí, que a Baudelaire no le fue otorgada ninguna de las gracias solicitadas; que para él Dios siguió siendo el amigo que nunca está.

Los derrumbes vinieron juntos: bancarrota y persecución por parte de sus acreedores, que lo obligaron a escapar de Francia; desprestigio como poeta y periodista, fracaso e irrisión como amante, deserción de los amigos, veloz deterioro físico.

A principios de 1866 ya eran frecuentes los momentos de lagunas mentales y falta de equilibrio y de coordinación al moverse, con crisis nerviosas. No se hicieron esperar los ataques de parálisis y de dificultad y casi imposibilidad de hablar, y de la creciente pérdida de la memoria y la conciencia. Hubo que internarlo, todavía en Bruselas, en un sanatorio de monjas de la Rue des Cendres, L'Institute de Saint-Jean et de Sainte Élizabeth.

Este fin de un poeta, perfectamente documentado en diversas biografías (sobre todo la de Enid Starkie), pudo haber sido detalladamente imaginado por un fraile fanático, para ilustrar a sus feligreses de cómo el Supremo se venga de los poetas licenciosos y blasfemos.

Ya con grandes dificultades para moverse, incluso para lavarse y escribir (a veces ni siquiera recordaba su nombre, y todo lo que le pedía a la vida era que le volvieran a lavar las manos), sentía gran necesidad de expresarse, pero se le habían olvidado todas las palabras, todas, menos una frase religiosa: nombre sagrado, "sacré nom", y para todo la usaba, y desde luego se exasperaba cuando las monjas no lo entendían.

Quería agua: "sacré nom!", ir al baño: "sacré nom!", comer: "sacré nom!", que lo limpiaran o lo dejaran en paz, que vinieran o se fueran: "sacré nom! sacré nom! sacré nom!".

Las monjas por supuesto creían que blasfemaba con el nombre de Dios, y cada vez que él gritaba "sacré nom!", se hincaban, se persignaban, gritaban conjuros y exorcismos, la Magnífica o jaculatorias, buscaban amuletos devotos o agua bendita; pero ahí seguía el que no era ni parecía enfermo, sino un endemoniado, un poseído, berreando colérico o abatido: "sacré nom! sacré nom!".

Por lo demás, las monjas --que no leían poemas obscenos, ni literatura prohibida por la iglesia y por el Estado, pero que no ignoraban que estaban frente a un inmoral célebre, procesado y condenado por obscenidad, y linchado en toda la prensa católica como sacrílego e impío--, sabían bien que estaban ante un secretario de Satán, al que por orgullo conventual quisieron vencer con sus propias monjiles armas (rosarios, chantajes, recitos y supliquitas susurraditos, agua bendita, estampitas), a lo mejor se ganaban el cielo trayendo al buen camino a un hereje famoso, aprovechando para ello su derrumbe mental, como otras monjas --ahora españolas-- hicieron con Jane Bowles.

Finalmente desistieron y expulsaron al enfermo, que seguía incapaz de pronunciar otras palabras que "sacré nom!" ni de expresar otra señal audible que un gruñido acaso doloroso pero que era inmediatamente interpretado como risa diabólica.

A su salida de L'Institut de Saint-Jean et de Sainte Élizabeth, las monjas se entregaron a diversas prácticas de desagravio del "sacré nom!", que no excluyeron la de exorcizar todo el sanatorio con un cura armado de hisopo y agua bendita.

Voltaire habría disfrutado con un final así de oscurantista y cómico; no Baudelaire, quien siempre creyó en demonios y ángeles de bulto, en un paraíso y en lo ideal; existían el Azur, lo Infinito, lo Nuevo y el Mal, precisamente porque en el universo tenían sólida realidad Dios, la Virgen, los santos y los ángeles, y todas las terrazas del cielo y los sótanos infernales.

Se diría que la fatalidad o la realidad absurda --o la providencia divina, acotaría el fraile-- conjuró para coronarlo con un final medieval, una leyenda del Gran Pecador; pues en efecto, si sus pecados --sus versos-- fueron reales, no podían quedar sin castigo; un castigo que no lo excluye, sino lo incorpora en un sitial incluso preferente del mundo divino, como el de las fachadas escultóricas y los retablos de los altares donde el Gran Pecador obtiene marcados favores y sonrisas de la corte del Creador.

Abandonado de sí y de la salud, entre monjas histéricas, tontas y crueles, abandonado de su "amigo que nunca está", pareció cumplir en el umbral de su muerte, su brindis de "El vino del asesino": "¡Vedme libre y solitario!/ Esta noche estaré muerto de borracho;/ entonces, sin miedo y sin remordimientos,/ me acostaré sobre la tierra/ y dormiré como un perro./ La carreta con sus ruedas pesadas,/ cargada de piedras y de lodos/ y el vagón violento bien pueden/ aplastar mi cabeza culpable/ o partirme por la mitad./ ¡Me burlo de todo eso como de Dios,/ del diablo y de la Santa Mesa!".

Bien mirado, el más injusto final de Baudelaire habría sido un final simplemente atroz y laico, como el de Verlaine; él quería un final minuciosamente religioso, consigo mismo como cabal condenado. Y eso, bueno, al menos eso, su influyente "amigo" --ahora sí presente-- no se lo negó.

viernes, 22 de octubre de 2010

WALT WHITMAN

WHITMAN: EL HURRA AMERICANO



Por José Joaquín Blanco



Para Amado Becerra

Desde su aparición en 1855, Hojas de hierba fue celebrada como la Biblia democrática de América, ¡por los más refinados aristócratas intelectuales del siglo XIX!, sobre todo europeos; con Emerson, la aclamaron Swinburne, Rosetti y los prerrafaelitas, Rimbaud, Laforgue, Ruskin, Edward Carpenter...

Cuánto amaron ese libro sobre la desnudez los dandies trajeados de Harvard y de Oxford. En cambio, la muchedumbre urbana y rural de Estados Unidos siguió con su otro tipo de cultura: los habituales poemas catequísticos y las efusiones sentimentales de la peor prensa.

El Poeta Democrático jamás resultó en vida elegido por su pueblo: Whitman casi siempre fue su propio editor, casi siempre quebró, casi siempre recibió insultos por toda respuesta de sus compatriotas e incluso fue cesado de su modesto empleo burocrático, después de una pesquisa del Santo Oficio protestante y washingtoniano --no sólo en los países católicos y en la URSS se cuecen habas-- en los cajones de su escritorio, para arrancarle algunas cuartillas de poemas "cochinos" (dirty). En realidad, el cantor de la democracia norteamericana triunfó entre los dandies de Londres.

Whitman soñó una muchedumbre adánica de cueros vigorosos y bien intencionados, un edén con ferrocarriles y trasatlánticos; todo lo opuesto a la promiscua miseria, a la insalubridad, a la desesperación erizada de criminalidad que caracterizó el crecimiento de las ciudades industriales en que vivió, muy especialmente durante la Guerra de Secesión.

Basta comparar los artículos panfletarios en que él mismo denuncia a su sociedad con los himnos gloriosos en que sueña todo lo que no existía, y en los que aun cuando menciona la muerte, el hambre, la enfermedad y el fusil, aparecen más bien como portentosos elementos de la grandeza humana. Su democracia no era un sueño más idealista y sofisticado que el de las Mil y una noches.

Fue democrático en los propios términos de su sueño: todos los hombres blancos y yanquis, sin distinción de clase, debían ser ángeles urbanos, en el paraíso industrial y multitudinario de la ciudad moderna, que cada día producía mayores milagros que todos los milenios no industriales de la especie. Sobre todo debían ser ángeles los jóvenes soldados de la Guerra de Secesión y los simpáticos y atléticos mecánicos que proliferaron con el gran negocio lincolniano del ferrocarril: "Los mozalbetes que, encaramados sobre los carros de bomberos,/ empuñan las escalas de cuerda, no valen para mí menos/ que los dioses de las guerras antiguas". (Versiones de R. Alexander, Editorial Novaro, retocadas.)

Walt Whitman soñó sueños modernos: soñó la higiene, soñó el deporte, soñó las máquinas y los utensilios, el vapor y la electricidad; soñó a la muchedumbre, soñó la vida libre y vigorosa de las ciudades; especialmente soñó una poesía laica que compitiera con la Biblia: sus versículos vienen del Génesis, de los Salmos, del Eclesiastés, de Isaías, sobre todo cuando los recita un arrebatado predicador profético surgido de las páginas de Moby Dick, que además hubiera leído con pasión los largos inventarios de los catálogos de ventas por correo de Sear's.

La poesía enumerativa de Whitman tiene la opulencia de una tienda de autoservicio o, mejor aún, del catálogo de esa tienda de autoservicio: no sólo la abundancia en sí, sino reflejada por la publicidad y dispuesta para seducir a los clientes. En el siglo XIX, los grandes almacenes de Nueva York, con productos de todo el mundo, con prodigios técnicos en todo tipo de objetos y utensilios, parecían una victoria de la creación del hombre sobre la preindustrial creación de Dios.

¡Con cuánto amor Walt Whitman introduce en sus inventarios poéticos los relucientes nombres de cada nuevo producto industrial creado por "los hijos de Adán"! Y con orgullo irrefrenable ostenta su nacionalismo: Estados Unidos como el gran productor de inimaginables mercancías que revolucionaran la vida y la identidad misma de la especie humana.

En realidad, la mejor imagen de Whitman es la del profeta benévolo a quien sólo las malas lecturas o prejuicios, ya en su momento anacrónicos, vieron como escandaloso, diabólico, bestial o inmoral. Bien leído, Hojas de hierba es un libro edificante: una religión urbana e industrial (el bienestar, el amor, los trabajos y los días, la limpieza, el buen humor, la camaradería, la existencia de una sociedad de millones de ángeles obreros). Whitman es un Sanfranciscote de Asís que obligó a muchos poetas posteriores a competir con la Biblia y el Evangelio y no con los poetas de salón: "Tres guadañas silban en la fila durante la cosecha,/ manejadas por tres ángeles fornidos, a quienes les cuelga la camisa fuera del pantalón;/ el hostero pelirrojo, de dientes desiguales, que expía sus pecados pasados y futuros,/ que vende todo lo que posee/, que baja a pie a fin de pagar a los abogados de su hermano, acusado de estafa,/ y que con él se sienta en el banquillo..."



EL SUEÑO LIBERAL

Ningún poeta es más plenamente burgués que Walt Whitman: burgués en su sentido preciso: el hombre moderno que cree en la libertad individual absoluta, en el progreso industrial, en la propiedad privada, en la democracia liberal, en el empuje del dinero, en las mercancías, en la técnica y hasta en la frenología.

Es por ello el poeta norteamericano por excelencia, el burgués creyente, mientras los escritores burgueses europeos, como Flaubert, descreían y se burlaban de la civilización y del progreso industriales.

Whitman amaba el sueño burgués, la revolución burguesa, al grado de defender el expansionismo norteamericano (apoyó que se invadiera a México y hubiera querido que su país se apoderara de todo el continente, incluso del globo entero) y la abolición de la esclavitud (no tanto para prestarles un servicio a los negros --no hay angelitos negros en su sueño--, a quienes despreciaba, como para someter a los revoltosos blancos sureños aristocráticos y antiburgueses que impedían con su vanidad y sus rutinas feudales la consolidación y el despliegue de Estados Unidos como potencia imperial).

La poesía de Whitman tiene siempre el empuje bélico de un cantor de victorias: es un poco El Cid, un poco La Ilíada, un poco cualquier poema fundador de imperios a partir de expansiones e invasiones.

Nadie como Whitman encarna el vigor imperial de Estados Unidos, y por eso, después de décadas y con todo tipo de furtivos mohínes de repugnancia por su "inmoralidad", terminó consolidándose como el Poeta Nacional, el conmemorador de Abraham Lincoln.

Por lo demás, pertenece a una época norteamericana de fundación de religiones; el colosal empuje norteamericano del siglo XIX no cabía en las viejas religiones euroasiáticas, y fue necesario inventar todo tipo de sectas, y hasta importar de los países más exóticos (China, India) creencias cósmicas no institucionalizadas en Occidente. Se creía una especie de profeta, como tantos otros que andaban fundando sectas. De ahí que Hojas de hierba sea un ejemplo de misticismo optimista de "pueblo elegido", que también rindió frutos diversos en Emerson, en Melville y en miles de predicadores.

Sólo a un norteamericano del siglo pasado pudo habérsele ocurrido que Manhattan era la gran Jerusalén, y él mismo, Walt Whitman, el gran Jesucristo. (Dostoyevski y Nietzsche, que jugaron con la idea, son púdicos y modestos frente a Whitman: esconden el yo en personajes novelísticos o mitológicos). ¡A la basura la historia universal: el mundo empezaba con la independencia de los Estados Unidos!

Escribió en 1876, en su primer centenario de su patria, que ya le parecía mejor y más grande que el globo entero: "Musa, emigra de Grecia y de Jonia,/ anula por favor esas cuentas inmensas pagadas con exceso,/ aquello de Troya y la ira de Aquiles y de las peregrinaciones de Eneas y de Odiseo,/ Pon en las rocas de tu nevado Parnaso un letrero que diga: "Vacante",/ Ponlo en Jerusalén, cuelga el letrero en lo alto de la puerta de Jafa y sobre el monte Moria,/ ponlo en los muros de tus castillos alemanes, franceses y españoles, y en los palacios italianos,/ y sabe que una esfera mejor, más lozana, más activa,/ que un dominio más vasto e inexplorado, te esperan, te reclaman..."

Y en la medida en que, con sus diversas graduaciones, buena parte de Occidente siguió el rumbo de la civilización burguesa, Whitman se volvió poeta mundial: la voz del Hombre Nuevo del capitalismo que, en su momento, también fue una utopía: a través de la industria y la ciencia habrían de resolverse los problemas de la desigualdad, el hambre, la miseria, la enfermedad, etcétera.

En sus obras en prosa, Whitman inició una crítica de ese sueño que poco antes Marx había demolido en Londres, pero su poesía es la inocencia burguesa pura, la ingenuidad burguesa en total sonrisa esperanzada, y rebosa optimismo nacionalista y optimismo moral.

Sólo un creyente tan furibundo en la técnica como Walt Whitman podía ver la naturaleza sin miedo, sólo un creyente en la medicina moderna se atrevía a cantar la desnudez como identidad permanente, sólo un creyente en el Hombre Nuevo burgués alcanzaba a soñar una humanidad a la que el trabajo moderno de nuevas muchedumbres industrializadas había vuelto realmente sagrada y digna por primera vez en la historia --la humanidad anterior, ¡qué asco! ¡qué atraso! ¡qué despotismo! ¡qué lástima!

Whitman no ve el costo del sueño burgués --la explotación del obrero, la corrupción de la naturaleza, la estupidez mercantil, el gangsterismo electorero, la injusticia mercenaria contra clases y naciones más débiles y pobres--: ve la Civilización Norteamericana reluciente y proliferada en un aparador de Sear's. Novedosa, bella, reluciente. Por ello Hojas de hierba resplandece con el mismo fulgor de sueño imposible que el Evangelio o el Manifiesto comunista.

Muy otra era la realidad en los campos de batalla de la época de Lincoln, o en las atroces condiciones de los trabajadores norteamericanos de la época de Grant; pero también las condiciones en los campos de batalla de Troya fueron con seguridad harto menos halagüeños que las que nos pintan los cantos de La Ilíada, y las condiciones de la vida árabe totalmente diversa de las bellezas de Las mil y una noches.

Dejemos a Whitman cantar su sueño del progreo burgués, de la redención burguesa, del nuevo mundo --el nuevo universo-- de sus industriales "hijos de Adán": "Ved, los vapores cruzan por mis poemas,/ ved, en mis poemas, los inmigrantes que llegan y desembarcan continuamente,/ ved, en la retaguardia, la choza, el sendero, la cabaña del cazador, el bote, la hoja de maíz, la propiedad, la tosca cerca, la aldea en el monte,/ ved, a un lado el Mar Occidental y al otro el Mar Oriental: avanzan sobre mis poemas y retroceden sobre sus playas;/ Ved, dehesas y bosques en mis poemas --ved, animales salvajes y domésticos--/ ved, más allá de la tribu de Kaw, incontables manadas de búfalos que pacen en medio de la hierba corta y rizada;/ Ved, en mis poemas, sólidas, vastas ciudades en el interior del país, de calles empedradas,/ con edificios de hierro y de piedra, vehículos incesantes, comercio,/ ved, la prensa de vapor de muchos cilindros --ved el telégrafo eléctrico que se extiende a través del continente,/ ved, a través de las profundidades del Atlántico llegan a Europa pulsaciones americanas, y las pulsaciones europeas son puntualmente devueltas./ Ved, la locomotora vigorosa y veloz que parte jadeante, sonando el pito de vapor,/ ved, campesinos que labran la tierra --ved, mineros que cavan las minas--/ ved, las fábricas innumerables,/ ved, los artesanos activos con sus herramientas en los bancos --ved cómo, en medio de ellos, salen jueces, filósofos, presidentes, vestidos con trajes de trabajo;/ Vedme holgazanear en las tiendas y en los campos de los Estados Unidos, bienamado, estrechamente asido de día y de noche,/ oíd ahí los ecos ruidosos de mis cantos --leed las insinuaciones de que finalmente han llegado".

A Walt Whitman le tocó ver llegar otras insinuaciones, pero no a su poesía: desde la gigantesca corrupción del gobierno norteamericano sobre todo en la épca de Ulysses S. Grant hasta los linchamientos de negros, los campamentos de miseria y enfermedad en torno a las ciudades, las farsas electoreras y el gangsterismo de las fortunas neoyorkinas. En USA de John Dos Passos, en las novelas de Nathanael West, Dashiell Hammett, además de las de Dreiser y Upton Sinclair, el sueño whitmanesco se vuelve pesadilla.



VEINTIOCHO MUCHACHOS SE BAÑAN EN LA PLAYA

Cuenta Justin Kaplan en Walt Whitman. A life (Simon & Schuster) que durante una caminata por el jardín central de Boston, Emerson trató en vano de convencer a Whitman de que censurara Hojas de hierba, por prudencia, para que no le cortaran la cabeza los puritanos. Curiosamente, los pasajes que Emerson consideraba peligrosos, y los que efectivamente escandalizaron más en su tiempo, fueron especialmente aquellos que se referían con demasiado vigor y franqueza al cuerpo de la mujer y al amor matrimonial, y no los que cantaban el "amor de los camaradas", que no fueron leídos tan intencionadamente en su época, como se les ha leído en la nuestra, queriendo ver en ellos secretas celebraciones del sexo entre hombres. No hay tales. Whitman dice claramente todo lo que quiere decir, llega hasta donde quiere llegar. No hay claroscuros ni dobles lecturas en sus poemas de jóvenes solteros inocentes que disfrutan físicamente de estar juntos.

(Hablar de homosexualidad en Whitman es un tanto aventurado: hacia mediados del siglo XIX el acto pleno carnal entre personas del mismo sexo --y hasta la mera idea de ello-- resultaba abominable y revolting aun para revolucionarios como Whitman. Aunque se sintiese erotismo por las personas del mismo sexo, en la vida del siglo XIX, y más entre puritanos, ocurría algo diverso de lo que el siglo XX nos dice con el término "homosexual". No se puede negar el homoerotismo de Whitman, pero no se debe leer en los poemas más de lo que realmente están diciendo, y Whitman no es Wilde, Gide ni Cavafis. El homoerotismo casto, sin caricias o atrevimientos escandalosos, no es necesariamente homosexualidad en todos los casos, ni estaba prohibido en el siglo XIX, cuando se le consideraba, cuando más, una enfermiza perduración de estados adolescentes en el hombre maduro, pero no --freudianamente-- una confesión de apetitos más a fondo. Es atroz la lectura de Whitman del lector moderno que ve la palabra "desnudez", se ríe socarrón y se dice: "Ah, pícaro, ¿por qué no me cuentas todo lo demás, eh?", como si Whitman hubiera sido un promiscuo de mingitorio. No, Whitman no fue un ninfómano que no se atreviera a decir su nombre y disfrazara su lujuria con odas al deporte. Su sensualidad y sus sueños sentimentales eran de otra manera, una manera que pasó con su siglo.)

En el puritano siglo XIX se podía hacer como que no se entendía, o de plano no entender, la celebración de un erotismo mucho más mítico que literal en sus montones de muchachos bañándose en la playa, pero la alusión directa a la cópula engendradora o a la sexualidad femenina desataba furias. Whitman fue considerado inmoral en su época porque cantaba libremente ¡el amor de los esposos! ¡el engendramiento! ¡la fertilidad del matrimonio legal! Sólo fueron captando las insinuaciones homoeróticas los dandies de Oxford, que ya iban avanzados en su vanguardia aristocratizante (Carpenter, Symons) de liberación homosexual --vanguardia aristocratizante que escandalizaba enormemente a Whitman, un sincerote puritano del Nuevo Mundo.

Es sintomático, por lo demás, en el libro de Kaplan, que con dudosos gusto y criterio almacena cuanto detalle chusco o paradójico podría destemplar el mito de Whitman, que no alcance a registrar un solo dato de la vida sexual de Whitman, a la que una lectura intencionada de, por ejemplo, Calamus --nombre de una planta con figura de falo--, imaginaría tumultuaria y cantinesca. No me extrañaría que, como Lawrence o Flaubert, Whitman se hubiera interesado más por limpiar la mente puritana de los pudores y prejuicios que la pudrían, que por pasarse los días de profuso acróbata carnal, por lo menos después de los treinta años, cuando se convierte en escritor detestado sobre el que se acumuló todo tipo de información malévola. Lo que se sabe de su vida concuerda con lo que predica en su poesía: era un soltero que disfrutaba, como un adolescente perpetuo, la amistad abierta y pública de los muchachos, sin dar pie a ningún rumor o sospecha malévolo. Es probable que, como Lawrence, de hecho tuviera un puritano disgusto declarado del sexo, que lo echaba todo a perder; mientras que, sin él, los abrazos de los camaradas eran un paraíso. Eso cantaba. Probablemente eso vivió.

De cualquier manera, los poemas de los camaradas son escasos dentro de la voluminosa versión final de Hojas de hierba y se difundieron mucho menos que los patrióticos y los civiles. Celebran la belleza de los muchachos y se atreven a un romanticismo platónico que de repente ya no aguanta y necesita caricias, abrazos en juegos de luchas, desnudeces atléticas de nadadores y sobre todo la compañía del amigo en la cama, sí, pero dormido ¡soñando con su novia!, mientras el paternal Poeta Mayor (el "poeta de los camaradas" aparece sobre todo hacia los cuarenta años de su edad) lo contempla y canta su belleza dentro del cosmos, las máquinas, la naturaleza, las madres y las abuelas.

Los camaradas suelen pertenecer a la clase trabajadora, pero brillan por cierta distinción aristocrática en sus aspiraciones, en su carácter o en su belleza. Sólo hasta el siglo XIX se pudo producir el contacto entre la burguesía pobre --Whitman, maestro de escuela-- y un proletariado en ascenso --estibadores, maquinistas de ferrocarril, impresores--, y que la amistad entre dos hombres de estos sectores ocurriera sin problemas en una cantina, en un travía, en una avenida. Ambos se consideraban ángeles; se amaban más de lo que la convencional amistad masculina permitía, de modo que tenían que inventar una esfera nueva para sus sentimientos, pero difícilmente llegarían sin asco o sin remordimientos tremendos --es decir, sin arruinarlo todo-- a una decisión sexual: incluso la verían como una degradación de sí mismos, de sus propios cuerpos y de su propio amor de camaradas.

Hubo épocas en que el platonismo y el romanticismo eran en serio, y la gente se suicidaba por una cartita o se retaba a duelo porque el rival había recibido un sospechoso desvío de ojos, aunque ahora nos parezcan tan ridículos como habrá de resultarles, con toda seguridad, a los lectores del siglo próximo, la obsesión por el coito que en nuestra época produjeron las seguridades de la penicilina y los anticonceptivos. El sida va regresándonos al siglo XIX y más atrás.

Ese romanticismo de camaradas sigue por lo demás vigente entre los adolescentes, a quienes sin duda durante cien años les ha encantado esta celebración del amor de cuates, del amor casto pero lleno de presencia física y movimientos. Villaurrutia definía desdeñosamente la poesía de Whitman como "versos para boy-scouts".

Se acusa a Whitman de no ocuparse de las mujeres; por el contrario, les dedica mayor espacio que a los camaradas, pero su siglo le impedía tratarlas con semejantes familiaridad y libertad. No podía sacarlas del hogar ni de su estado de esposas y madres. No podía faltarles al respeto, y todo era faltarles al respeto. Haber cantado una camaradería desnuda de hombres y mujeres entremezclados en el río, habría sido inmediatamente interpretado --y por la policía-- como un canto a la prostitución.

Fuera del rol de la pareja, sólo le quedó a Whitman la compañía de los muchachos medio solteros y medio vagos de las nuevas ciudades de los Estados Unidos, que trató de ensalzar con una religión nueva, y hacérsela perdonar con efusivas celebraciones de la "normalidad" norteamericana.

Whitman amó a esos muchachos en sus propios términos, sin kamasutra ni dark rooms de discotheques clandestinas; en un poema, por ejemplo, es el mar quien los disfruta --y Whitman se identifica con el mar: "Veintiocho muchachos se bañan en la playa,/ veintiocho muchachos y todos tan amables,/ veintiocho años de vida entre mujeres y todos solitarios.../ El agua brilla en la barba de los muchachos, se escurre por sus largos cabellos,/ minúsculos arroyuelos corren por sus cuerpos,/ una mano invisible acaricia también sus cuerpos,/ desciende temblorosa por sus sienes y por sus pechos,/ los muchachos flotan de espaldas,/ sus blancos vientres se comban al sol;/ no preguntan quién se adhiere a ellos,/ no saben quién jadea y se aparta con la espalda curvada,/ no saben a quién salpican con la espuma del mar..."

En cierto modo, Walt Whitman se erigió en Dios, en cosmos, en Naturaleza, en Sol o en Océano, para acariciar sin culpa, sin repugnancia y sin conflicto a sus camaradas; una coartada cósmica: sólo siendo el Todo podía soñarlo todo.



LOS HIJOS DE ADAN

Pocos entre los grandes títulos de la literatura moderna se prestan tan cómodamente a una mala lectura como Hojas de hierba. Flaubert decía que Béranger era en parte culpable de que a los seductores de modistillas les gustaran tanto sus canciones; Whitman es, en parte, culpable de que con suma facilidad su poesía mística, tan competitiva del Bhagavad-Gita y de la King James Version de la Biblia pueda ser leída como un hurra de batalla de un ejército invasor, de que su amor de camaradas se convierta en una celebración cuartelaria: "He aquí que he llegado, entono el himno de las batallas,/ y sobre todo, estimulo el nacimiento de los soldados valerosos"; de que su anti-intelectualismo --sólo en verso, en sus obras en prosa resulta más pedante y escupefichas que un teólogo-- sirva como regodeo en el conformismo de la ignorancia, para aquellos que desprecian la cultura porque no retribuye los botines de los hechos de dinero o de fuerza; en fin, de que su Hombre Nuevo redunde en marmórea celebración de la Casa Blanca. Los momentos --ciertamente espléndidos-- de individualismo feroz y rebelde, de libertad amorosa, de éxtasis natural o cósmico, de bondad entre la muchedumbre, de amor por la vida cotidiana y los hechos y objetos terrenales, suelen quedar fácilmente silenciados por el retumbar de sus tambores enérgicos.

Si no dispusiéramos de pruebas objetivas abundantes, bastaría el rechazo de la cultura norteamericana del siglo pasado a Hojas de hierba para constatar que los prodigios de Sear's no se repitieron tan automáticamente en el campo intelectual en los Estados Unidos, porque salvo la efusión casta de los camaradas y la celebración genésica del amor matrimonial, y aun en ellas, nada predica Whitman que no corresponda a la ideología burguesa más ortodoxa: el trabajo, la salud, la industria, el comercio, la familia, la guerra, la Presidencia de la República, las mercancías, los motores, la procreación, Dios, la higiene, el deporte, la ciudad, la granja, el hombre de la calle.

Sus hijos de Adán son --todos-- blancos, y con el suficiente dinero para no estar esclavizados a un patrón, pero los reviste de cierta suntuosidad animal de cuerpos proletarios (sin mugre, sin locura, sin vicios, sin enfermedad, sin fealdad, sin desesperación, sin locura, sin la humanidad que los rusos dieron a sus personajes populares). Aunque la fotografía del siglo XIX documente que la mayor parte de los trabajadores, de los desempleados y de los soldados distaban mucho de poseer cuerpos adánicos, Whitman se rebela contra el cuerpo anticuamente aristócrata --poco asoleado y demasiado estorbosamente vestido-- y propone la moderna aristocracia democrática del efebo recién bañado en ropas de labor: el ejemplo físico que debe seguir el "rudo hombre norteamericano" es algún selectísimo cuerpo obrero, ganador de concursos atléticos, enorme y musculoso. No era el único en imponer tal norma. Se volvió norma nacional en los Estados Unidos ya desde la época de Theodore Roosevelt: "El muchacho a quien amo no se hará hombre/ en virtud de fuerzas ajenas, sino por su propio derecho./ La conformidad o el temor le harán malvado antes que virtuoso,/ amará a su novia, comerá su pan saboreándolo,/ el amor no correspondido o el desdén le herirán más profundamente que las cuchilladas del acero,/ será el primero en domar caballos,/ en pelear, en dar en el blanco, en gobernar un esquife, en cantar o tañer en el banjo;/ preferirá las cicatrices, las barbas hirsutas y los rostros picados de viruela a los rostros limpios y afeitados,/ y los rostros curtidos por el sol a los que se resguardan de él."

Bueno: ahí te hablan, John Wayne. Así empezó el universal culto a los cowboys.

Y sin embargo, qué bello y prodigioso en muchos momentos el libro de Whitman, qué digno y esperanzador, en su momento, su redentor sueño burgués. Y con qué avidez irrepetible, con qué preponderancia efectivamente adánica, con qué candor de recién llegado, con qué seguridad de dominador, se planta en un mundo que considera nuevo y bueno.

Y sus fluidos versos saben hacerse asimismo adánicos. Todo cabe y resplandece en ellos. Whitman luchó con la musa vigorosa de la Biblia y no fue derrotado.

miércoles, 22 de septiembre de 2010

LUIS CARDOZA Y ARAGÓN

CARDOZA: LAS MANZANAS DE MONDRIAN

Por José Joaquín Blanco

Luis Cardoza y Aragón lleva muchas décadas logrando una operación alquímica, un imposible: la crítica de pintura. ¿Qué se puede decir de un cuadro que no sea el cuadro mismo? En rigor, nada: la "crítica de arte" se enfanga en pedagogías o pedanterías tecnicistas, ideológicas o en poetizaciones. "Abomino de los críticos de arte", escribió alguna vez Cardoza.
Sin embargo, buena parte de su obra extraordinaria es prosa sobre pintura: ¿no que no se podía decir mucho de los cuadros que no fuera los cuadros mismos? Los alquimistas pueden lo que no se puede. Cardoza parte, fundamentalmente, de su intuición de que si la pintura es inefable, no lo es necesariamente el proceso creativo del pintor; hay algo que lo hermana con los otros artistas: "Los escritores han comprendido con frecuencia a los pintores, porque los problemas son semejantes, principalmente, los problemas de los poetas". Y Luis Cardoza y Aragón es, sobre todas las cosas, uno de los mayores poetas del siglo XX en América.
La pintura, además, es activa. No puede ser descrita por fabulaciones o lirismos, pero sí puede admitir --en talentos rigurosos y fecundos-- la crónica de su acción: qué le pasa a mengano cuando ve tales o cuáles cuadros, qué historia ocurre a partir de la relación del cuadro y el espectador, qué imágenes, qué pensamientos, qué aforismos, qué chistes, qué divagaciones, qué estupendas cifras --cuando un poeta mayor es el que habla de pintura-- logra de pronto en el lenguaje verbal, como réplica a su inefable realidad visual. Una de las grandes cosas que le han ocurrido a la pintura mexicana es la de haber contado a lo largo de todas estas décadas con un espectador y cronista como Cardoza, cuyo último libro, Ojo/Voz (ERA), narra sus encuentros con la pintura de Gunther Gerzso, Ricardo Martínez, Luis García Guerrero, Vicente Rojo y Francisco Toledo.
"Por cuestiones de trabajo durante varios años, Gerszo viajó detenidamente por México y se impregnó de paisajes. Parte de su obra se genera con tales impresiones que, transpuestas, producen la abstracción de un mundo de luz y movimiento, de infinitos matices, de impulsos afectivos y orgías botánicas".
Se diría que Cardoza, para no "contar el cuadro", revela, investiga, imagina su aventura interior: no retratos literarios, sino calas y reflexiones a su movimiento: "A veces hay en sus cuadros (Gerszo) un gran espacio de un solo color uniforme, alarde que se sostiene por la armónica disciplina general, interrumpido con una pequeña línea erótica, insinuando una grieta. Nada representa esa pintura, sin perspectiva ni modelado, elementos ambos que pertenecen al mundo de la experiencia material: es una realidad pictórica imperiosa". Uno recuerda en estas líneas cuadros precisos de Gerszo; o en esos cuadros de Gerszo recordará estas líneas precisas de Cardoza: ya son interlocutores, vasos comunicantes.
"He sentido lo vegetal de Yucatán (en la serie de Gerszo), a veces con vagas reminiscencias de muy esquemáticos pretextos arquitectónicos precolombinos, así como experimenté en la serie sobre Grecia su tenaz claridad devorante, con vida espiritual ardiente y propia".
Los lectores hemos sentido asimismo la pasión visual de Cardoza en sus escritos, en su constante transformación formal, en su creación continua de armonías antidiscursivas, en el caleidoscopio de sus metáforas, precisas como pulidos hexagramas chinos. ¿Que no hay manera de hablar de la pintura? La obra de Gerszo, dice Cardoza, es "absoluta y limpia como el agua. Y con sabor de sed".
México bajo la lluvia de Vicente Rojo: "Cuánto movimiento sensitivo en sus verticales, en sus diagonales, en sus perpendiculares mentales perturbando la calca del agua quieta, caída, plana, mansa, horizontal, echada como una vaca. Tam tam de lluvia de triangulitos de íes y oes, de panales sin fin, idea fija, melodía polirrítmica de perspicacia exacta y testaruda. ¿Por qué a veces me deprime lo simétrico?... Pintar el número, la pitagórica lluvia sin fin... No es uniformidad su obsesión. Guarda esta fiebre tesoro de variantes. La lluvia es su arpa inmensa. La gota al caer es cuerda delicadísima. Las grandes arpas de Vicente cantando... ¿Cómo pintaría Samuel Beckett...? Qué pesadilla, qué gozo en sus telares pensativos."
Me he aficionado mucho a las páginas de Cardoza sobre pintura principalmente porque son gran literatura, y una literatura insólita. Este trabajo imposible de hablar de lo inefable --los cuadros--, de describir lo indescriptible, de romper definiciones y teorías con palabras que a su vez han de ser rotas para no devenir nuevas definiciones y teorías, han logrado una prosa de apasionante libertad, asimismo inasible, antidiscursiva, múltiple, llena de transparencias y de fuego. Quizás --si fuera posible apropiarse de ese estilo imposible, de esa maestría libérrima-- habría que hablar así de todas las cosas, para no apresarse en ellas, ni en sus ecos, ni en sus teorías o reflejos, ni el propio lenguaje que a cada línea traza un barrote más de su cárcel. Qué prosa sin alambradas ni límites ni fronteras.
Qué valiente raíz de estar siempre al principio, en el primer momento de todo: "Día con día se me ha vuelto más difícil escribir lo que sea; lo que sea se me agranda, se me viene encima, no como una montaña sino como algo más terrible, como antiguo enigma". Cardoza no escribe de pintura: escribe la pintura. Recorre con palabras el rastro de sus ojos.
De eso se trata por lo demás en toda la prosa de Cardoza: de devolverle a la vida y la poesía su original riqueza enigmática. Con cuánta frecuencia la Literatura y la Teoría resultan tan falsos, tan pedantes, tan Pequeño Larousse, frente a un simple párrafo de Luis Cardoza y Aragón. El río. Novelas de caballería (FCE) es la mejor, la verdadera literatura latinoamericana.
Dice de Francisco Toledo: "Presiento que hace milenios empezó su trazo disparado como la espiral de la nebulosa, con intensidad y pericia de herencias sin fatiga. Nos da su asombro de cada día. Sabe pintar el asombro asombrosamente asombrado. Se diría que hay en él candidez erudita, espontaneidad que nació de obstinado rigor y de avideces. El arte diabólico de la pintura, por glacial que se practique, nunca olvida ser. Toledo pinta mitos, tierra, leyendas. Nos concierta con lo más recóndito nuestro... Me complace que le sea indistinto lo animal, lo humano, lo divino. Me complace que nos confundan sus cosmogonías dionisiacas... ¿Fantástico un mito? Yo lo aprehendo como una síntesis vertiginosa, como una condensación de inexplicables en lo más inquietante, oscuro y urgente de los individuos... Es angélico soñador, como suelen ser los demoniacos... Fui expulsado del paraíso en el cual Toledo pinta todavía".
"El arte es fácil; la crítica imposible", dijo alguna vez Cardoza. Lo sigue diciendo. Claro que el verdadero arte es sobre todo crítica: no necesariamente discursos críticos, sino proceso crítico --reflexión, experimentación, rigor, poda, audacia, coraje, minuciosas erudiciones visuales, táctiles, metafísicas, culturales--; y el acto artístico del espectador o lector consiste precisamente en revivir, frente a la obra, ese proceso crítico de creación, y no meramente exclamar algún énfasis frente a los prestigios de la obra terminada.
Cardoza se sumerge en cada aventura: "Era tanta mi curiosidad y tanto mi interés por la exposición de Vicente Rojo que estuve horas viéndola, antes de la inauguración. Así pude tener los cuadros en mis manos y verlos, verlos hasta sentir su cadencia, su danza. Los últimos no cabían en mis manos, pero logré zambullirme en ellos".
Qué jocundo génesis intelectual en las zambullidas de Cardoza, qué eficiencia, rapidez y ruidos de las esferas en su danza de ideas.
Semejante actitud lo une a Ricardo Martínez: el hallador de la búsqueda: "Puede observarse en sus cuadros cómo su hallazgo es la búsqueda misma". La búsqueda del cuadro desde los apuntes pequeños, los cuadernos, el lienzo en sus primeros avances, esa sensación severa y mágica de volúmenes precolombinos, sacros, fuera del tiempo, como alzados en un aura de enigmas.
Las figuras de Ricardo Martínez: "Las siento densas de soledad, sobrehumanas, emergiendo como de golpe, con placidez alerta... Estos diosas o dioses --el hombre-- son una concepción parabólica. No pinta desnudos, sino teoremas. Hipótesis metafísicas".
La corriente verbal de Luis Cardoza y Aragón va y viene con reflujos de libertad absoluta. Habla consigo mismo. Se deja ir del tema. Hablar de otra cosa dentro de una atmósfera es estar hablando de esa atmósfera; llama a todas las asociaciones, convoca a todas las referencias: construye y reconstruye el momento artístico, el momento de la comunión artística en que ha sabido recorrer de nuevo el camino del pintor: claro, un camino diferente que, desde luego, es el mismo camino de la obra que es múltiple y diverso en cada espectador.
Una prosa múltiple de paradojas, contradicciones, fusiones violentas, disparaderos, vueltas a tierra, cascadas, remolinos, versos o máximas como hexagramas, que en muchos pasajes tiene algo de oracular, de I Ching, en su aptitud de irse diciendo varias cosas al mismo tiempo, sin miedo a las disonancias ni a las contradicciones. Ya la Uno unirá: ¿para qué fabricarle unioncitas previas y medrosas?

"Las mismas cosas siempre son otras".
"Conozco las invisibles manzanas de Mondrian".
"La realidad es más anacrónica que sus representaciones".
"¿Cómo explicar una pintura? No quiero explicarla; nada hay que explicar. Desearía colocarla más cerca. Desearía que se la viera atentamente y se volviera a ver atentamente. Me valgo de palabras para rechazar toda literatura. A veces una paradoja, una metáfora conquistan, por el camino más corto, un ápice de mi anhelo de ser preciso. Nada más. Mi acosamiento verbal es contemplación. Para intentar decir lo que viví en un cuadro de Luis García Guerrero, conjeturé hace tiempo: Pintar una mandarina: restituirle su absoluto".

martes, 24 de agosto de 2010

LAS AVENTURAS DE UN JACOBINO EN PUEBLA

LAS AVENTURAS DE UN JACOBINO EN PUEBLA
Por José Joaquín Blanco



A la memoria de Pepe Morante
Sin duda ustedes habrán oído hablar de Huitla, ese pintoresco pueblito tropical cundido de vegetación y de todo tipo de flores; con sus blancos caserones de muros enyesados y techos de teja, sus empedradas calles escalonadas, que brillan bajo los aguaceros como si fueran de metal, y las altas torres de su iglesia. Está en la Sierra de Puebla.
Ah, y sus coloridos mercados domingueros, en la plaza, llenos de indios que bajan de los cerros a comprar cassettes de Bronco, los Temerarios y los Tigres del Norte; pantalones de mezclilla, camisetas de U2 y tenis y huaraches de plástico. Y de turistas que adquieren la indumentaria indígena de manta, bordada, insuperable para descansar junto a una alberca, en torno a la parrillada; para sudar cómodamente en la discotheque y para pasear en el calor abochornante por los jardines de los hoteles y las huertas de las fincas de recreo, además de todo tipo de cerámica y cestería para decorar folkóricamente un progresista hogar universitario.
Habitualmente no se ve mucha miseria en Huitla, porque los indios viven en sus aldeas de las montañas. Tampoco se ve a los grandes cafetaleros ni a los ganaderos, que van y vienen en coche o avioneta entre sus espléndidas propiedades y sus oficinas y residencias en Puebla, Veracruz o el Distrito Federal. El turismo es dominguero. De modo que entre semana parece un pueblo vacío, una maqueta de museo de “cultura popular”, con algunas señoras que se abanican con revistas de estrellas de televisión a todo color, en sus dos o tres tiendas y fondas semivacías.
Lucen entonces en su variado esplendor la vegetación (ya un locutor de TV-Azteca habló del “verde multicolor” de la Sierra de Puebla), las flores, las calles empedradas construidas como escaleras de un afanoso laberinto, los gruesos muros enyesados, los techos de teja, las terrazas con macetones. Y de repente, un estrépito infernal: las campanas de la iglesia.
Dos torres de tres pisos dotadas de no sé cuantas campanas potentísimas, como forjadas para imitar el escándalo del fin del mundo. Rompen los oídos a muchas cuadras de distancia. Y desde la visita del papa y el nuevo poder legal de la Iglesia tañen a cada rato, todos los días. Ni caso tiene señalar que, entre tal estrépito, no se escuchan las mentadas de madre al cura, a quien la población denomina “el enemigo del oído humano”, por parte de los funcionarios y empleados del ayuntamiento, que está exactamente junto a la iglesia; ni las de los tenderos, fonderos y vecinos del pueblo, quienes siempre llevan consigo bolitas de algodón y de cera para tapiarse a cada rato las orejas.
Las campanas empiezan a bombardear al pueblo desde las cuatro y media de la mañana y no cesan hasta después de las diez de la noche. En días de gran santo (y los santos grandes suman legión) siguen hasta la madrugada. Su horario y sus intenciones son arbitrarias, pues ni siquiera las toca el cura, sino un mozo-sacristán aguardentoso, imbuido de todo el odio que el cura siente por las estatuas de Benito Juárez (tosca, de piedra) y de Cuauhtémoc (amanerada, semidesnuda, con vientre físico-culturista, de yeso dorado) que el gobierno jacobino erigió durante los buenos días del PRI en el centro de la plaza; y por la impía modernidad que mantiene a toda la gente pegada a sus radios y televisiones, sin temor alguno de Dios ni del fin del mundo.
Hay también triunfalismo, revanchismo, en el tesón con que el cura manda y el sacristán pone en práctica la furia de las campanas: hace unos treinta años, cuando el viento todavía no les hacía nada al PRI ni Juárez, el presidente municipal don Aristarco Méndez, padre del actual, mi amigo Jenofonte H. Méndez, hizo reglamentar el tañido de las campanas. Sólo podían sonar tres veces antes de cada “acto efectivo” de culto; y no todas al unísono, sino nomás unas cuantas, para no “quebrantar la tranquilidad de la ciudadanía”.
Por “acto efectivo” de culto se consideraban las misas y los rosarios con feligresía comprobable, pues resultaba que las campanas atronaban todo el tiempo, pero la iglesia siempre estaba vacía y hasta cerrada por falta de feligreses: ¿qué caso tenía “sobresaltar a la ciudadanía” cuando no estaba ocurriendo nada? Y democráticamente debía aplicarse a las campanas de la iglesia la misma ley que se imponía al sonido de cantinas y cabarets: fijarles un límite de decibeles, para “no atentar contra la salud del oído humano”.
Ni siquiera entonces, cuando el viento no les hacía nada al PRI ni a Juárez, pudo prevalecer el munícipe jacobino, por más que juntó las firmas de todos, sin excepción, los vecinos de las manzanas circundantes a la plaza. El cura argumentó que los campanazos se dirigían también a los “hermanos indígenas”, quienes tenían todo el derecho a escucharlas desde sus arduas labores en los montes remotos, aunque sólo bajaran los domingos y visitaran el templo tempranito, antes de que el mercado entrara en plena actividad.
Protestó también el párroco porque el munícipe enviaba a las esposas e hijas (enrebozadas y disfrazadas de beatas) de sus empleados a espiar a la iglesia, para luego publicar en el pequeño periódico dominical La Voz de Juárez. ¡Con la República siempre!, la estadística de que a tantos campanazos de tantos “megadecibeles” correspondían dos sordísimas ancianas dormidas durante el rosario, o las más de las veces, a una iglesia cerrada mientras el cura estaba jugando dominó en la tienda-pulquería de don Tucídides Aguirre con el propio presidente municipal.
El obispo de Puebla apoyó al cura, y el ciudadano gobernador constitucional del libre y soberano Estado de Puebla se hizo oficialmente el desentendido, pero a trasmano se comunicó a las autoridades eclesiásticas que si no cesaban en su intemperancia con las campanas podría ocurrir que el Seguro Social repartiera más propaganda del control de la natalidad; que se autorizara algún indigenista dispensario protestante en la mera plaza de Huitla; que los vigilantes del municipio no advirtieran una gran campaña intempestiva de pósters y volantes de semidesnudas vedettes de palenque, los cuales amanecerían pegados en cuantos postes y muros disponibles se encontraran cerca de la iglesia; y que, en fin, el Estado podría instalar muchos altavoces (de los cientos que almacenaba el PRI en sus bodegas, y sólo usaba durante las campañas electorales) en la plaza, para amenizar a todo volumen la vida ciudadana con puras cumbias, rancheras y rocanrol.
De hecho, toda esa propaganda apareció un domingo tapizando la barda misma de la iglesia, y una camioneta del PRI (el emblema cubierto por una gran foto de Irma Serrano en minifalda ranchera), con altavoz, se estacionó frente a su entrada para detonar ininterrumpidamente, durante todo un día, pura música de Carlos Lico y de la Sonora Santanera. Y se repartieron eruditos folletos de control de la natalidad entre los marchantes analfabetos del mercado.
Durante unos años, hasta su muerte, el cura moderó sus campanazos. Seguían sonando fuerte, pero no todas las campanas a la vez y no todo el tiempo. El munícipe por su parte prohibió con un valiente decreto la publicidad nudista o jacarandosa, y santa paz. Huitla podía aburrirse tranquilamente entre campanazo y campanazo. Y como todos sus antecesores desde la Independencia, el cura y el presidente municipal podían jugar amistosamente cartas y dominó con el boticario y el maestro rural en la tienda-pulquería de don Tucídides Aguirre y sus antecesores.
Republicanamente cambiaron el presidente municipal de Huitla y el gobernador de Puebla; también, fatalidad de la vida, envejecieron y fueron reemplazados el obispo de Puebla y el cura de Huitla. Pero volvió a comenzar el ciclo de la animosidad entre el nuevo cura y el nuevo munícipe jacobino, por más que siguieran jugando dominó dos o tres tardes a la semana. El nuevo cura, para quien los tiempos del “oscurantismo de la PRI-Reforma” habían caducado “al igual que las tiranías de Nerón y Diocleciano”, tomó como pretexto la visita del papa para volver a hacer estallar todas las campanas todo el tiempo.
El cura volvió a ser “el enemigo del oído humano” para los ensordecidos empleados y funcionarios del ayuntamiento, para los tenderos, fonderos y vecinos. Se retomó la costumbre de traer en los bolsillos bolitas de cera y algodón, y de contestar cada campanada con una mentada de madre contra el cura; inocuamente, pues ni siquiera alcanzaba a escucharla quien la gritaba.
Una mañana de domingo, en plena efervescencia del tianguis en la plaza, hizo su aparición una camioneta (las siglas del PRI cubiertas por una gran foto de Olga Breeskin en bikini) con altavoz. Gobernaba el ayuntamiento don Píndaro L. Méndez, hermano de aquel edil y tío del actual. Pero ya no se trató de simples cumbias, ni de Carlos Lico, ni de la Sonora Santanera. Eran puras canciones “pornográficas” de Lupita D’Alessio, María Conchita Alonso, Camilo Sesto, Emmanuel y José José.
Para entonces había crecido el turismo universitario o antropológico, y se habían acondicionado como hoteles tres o cuatro casonas céntricas. Tenían bar y variedad los fines de semana, hasta de strip-tease y travestis. Los turistas universitarios que iban a disfrutar de la etnología y del folklore son gente terrible en busca de aventuras inusitadas. No sólo se emborrachaban, sino que fumaban mariguana al pie de la dorada y amanerada estatua de yeso de Cuauhtémoc, que lucía buenas piernas. Y “fornicaban” frente al paisaje, en la madrugada, bajo los flamboyanes de la plaza. Andaban en minifaldas y shortcitos por eso de “la calor”.
Con el pretexto de disfrazarse de indias, las chamacas sociólogas se ponían pantalones y blusas indígenas de manta (que Dios sabe que sólo se inventaron para los hombres), a fin de tornear y transparentar a la menor brisa todas sus formas pecaminosas. Los indios disfrutaban del espectáculo, muertos de risa.
El munícipe había autorizado, además, un cine permanente en el patio de otra casona, donde se exhibían puras películas de narcos, sexo y violencia, al que iban sobre todo los indios jóvenes, quienes ya para entonces usaban acampanados pantalones Milano y cachuchas de béisbol, y más sabían de los hermanos Almada, de Lola la Trailera y de Sylvester Stallone que de fray Bartolomé de las Casas y don Juan de Palafox.
Para colmo de horrores, le escribió el cura al obispo de Puebla, la propaganda del control de la natalidad del Seguro Social sí se había incrementado en una forma alarmante. Hasta se hablaba de eso en la escuela primaria. Pocos años después (ya la era del sida) añadió que el maestro rural había instruido al grupo de sexto año (es el mayor grado de escolaridad de Huitla, pues no hay secundaria, y sólo media docena de chamacos al año logran su certificado de primaria), días antes de la fiesta de fin de cursos, ¡en el uso de condones! Había calzado pedagógicamente un condón en el extremo de un palo de escoba.
No sólo eso: cundía la subversión; los universitarios comunistas y los protestantes, “ajenos a nuestro siempre católico Estado de Puebla”, se habían metido a agitar a los trabajadores de las fincas cafetaleras y de los ranchos ganaderos. Sólo la venida del papa (“¡Qué venidota!”, se había atrevido a decir el edil don Píndaro en pleno juego de dominó, frente a las narices mismas del cura) podía salvar de la perdición a ese “poblano redil de Dios, que adoraba a Cristo aun en su gentilidad, con el nombre de Quetzalcóatl”. Como siglos después diría el bolero: “Antes de conocerte, te adiviné”.
Y terminaba alertando de que la infamia y la corrupción de las costumbres no alcanzaba ya sólo a los mestizos de Huitla (a quienes siempre se consideró, por lo demás, semicristianos y condenados de antemano al averno, por más que tanto el obispo de Puebla como el cura de Huitla fueran bien mestizos), sino a los propios indios, quienes hasta entonces se habían conservado tan “sobajados, serviciales, dulces y devotos”, a pesar de las revoluciones y discordias sociales de dos siglos liberales, como en los tiempos dorados de la evangelización.
El obispo de Puebla, orondamente “angelopolitano”, semper fidelis, volvió a apoyar al cura. Y con qué fuerza atronaban las campanas. ¡Cómo hacían saltar al propio presidente municipal de su escritorio, a cada rato; cómo provocaban que don Tucídides Aguirre volcara las garrafas de pulque, y hasta le hacían perder al propio cura la concentración en el dominó!
Este nuevo cura retomó la belicosidad de sus antecesores. Una mañana el dorado Cuauhtémoc apareció con un gran escapulario de cartón, izando sobre su lanza siempre insumisa una gran estampa de la Virgen del Socorro. Otro día amaneció don Benito Juárez, tan bien peinado de raya enmedio, tocado con un bonete; y en su pedestal una frase que decía: “¡Antes de morir, se confesó!”
Don Píndaro, por primera vez en más de cien años, no pudo responder como buen jacobino a la provocación clerical. Órdenes terminantes del centro, del gobierno federal, le ataron los manos. “Las cosas han cambiado”, se le dijo. “Ahora somos pluralistas, democráticos y modernos, y hay que buscar un buen entendimiento con el clero.”
El cura lo supo y se envalentonó. Ya no le parecieron suficientes las campanas. Compró un enorme aparato de sonido. “Como la gente no va a la iglesia, la iglesia debe ir a la gente”, se justificó ante don Tucídides.
Hacía grabar en cassette su sermón dominical de la misa de doce, la de la gente decente, y lo ponía a resonar desde unos altavoces potentísimos en las torres de la iglesia. A todas horas durante toda la semana. Entre campanazos y campanazos, el mismo sermón; entre las repeticiones del sermón, los campanazos. Poco faltó para que acudiera a una comisión internacional de Derechos Humanos para quejarse del jacobino munícipe, quien había hecho arrestar al aguardentoso sacristán por tres horas —acusado de violar la Ley Seca en día cívico— y había suspendido la corriente eléctrica de la iglesia la mañana de un 16 de septiembre, a fin de realizar sin campanazos ni sermón su “demagógico” desfile de escolares “acarreados” en pos de la bandera nacional.
Parecía que el jacobino había perdido de una vez para siempre su eterno pleito con el cura en ese pueblito de la Sierra de Puebla. De hecho, al dejar la presidencia, don Píndaro abandonó su vieja y querida casona en el centro de Huitla, que su familia había habitado durante diez generaciones, y se hizo construir una moderna, con jacuzzi, bastante lejos, por el panteón civil, donde de cualquier manera seguía escuchando el eco de las campanas y de los aguerridos sermones del cura contra el caos y el diabolismo de estos tiempos.
No se conformó el cura con los campanazos y los sermones. Mandó grabar el rosario en una buena parroquia de la propia ciudad de Puebla, la de San Miguelito, donde se oyera tupido y en buen castellano; y asestaba el cassete completo por los altavoces, a todo volumen, todas las tardes, a los sufridos habitantes de Huitla. No lo ponía a una hora determinada, para que la gente no pudiera escaparse, corriendo en estampida hasta más allá del panteón civil. “¡Santa Virgen del Rosario, sálvanos del rosario!”, clamaban. Su repertorio se amplió con himnos marianos y cristeros, con sermones del papa y del obispo de Puebla, y finalmente hasta con canciones devotas entonadas por artistas de moda, como Roberto Carlos y Lucerito.
Llegó a la presidencia municipal mi amigo Jenofonte H. Méndez, nieto, hijo y sobrino de próceres huitlenses, y se encontró con las mismas órdenes que don Píndaro. Los tiempos en efecto habían cambiado, y no había modo de responder al clero fuera de la ley. ¿Y cómo responderle dentro de ella, si no había reglamentos contra las campanas ni contra los sermones en altavoz? ¿Si para los sonidos clericales no existía límite legal alguno de frecuencia ni de decibeles?
Por lo demás, las represalias de sus ancestros ya no funcionarían. Las grabadoras portátiles se habían popularizado aun entre los indios, y las ponían a todo volumen los domingos, en el mercado, aumentado la confusión de campanas, sermones, vivas a Cristo Rey y lamentos amorosos de Bronco, los Tigres del Norte y los Temerarios, todo a un tiempo. En la propia televisión se veían más semiencueradas que en todos los afiches que discurriera pegar en la barda de la iglesia. La “sociedad civil”, tan católica en otros aspectos, distribuía por sí misma condones y guías de educación sexual hasta en el atrio. ¡Incluso los boy-scouts (claro, forasteros: no hay boy-scouts nativos en Huitla), rezando el rosario, repartían condones y manuales de “sexo seguro”! El mundo también había empeorado para el cura, pero sus campanazos y sermones atronaban peor que nunca.
“¿Cómo proteger los oídos de la ciudadanía del estrépito clerical?”, se preguntaba el jacobino Jenofonte en la tienda-pulquería de don Tucídides Aguirre, mientras buscaba que el cura le diera una oportunidad de deshacerse de la mula de seis.
“¿Cómo proteger a la feligresía, sobre todo a ‘nuestros hermanos indígenas’, de la corrupción del gobierno tiránico y del mundo moderno?”, se preguntaba el cura mientras, astutamente, le ahorcaba la mula de seis al munícipe.
El boticario y el maestro rural ya habían decidido (en secreto) que una futura revolución debía expulsar, al mismo tiempo y con parejo y ejemplar rigor, tanto a la iglesia como al edificio del ayuntamiento del centro de Huitla, y refundirlos a ambos en lo más intrincado de la Sierra de Puebla.
Pero mi amigo Jenofonte halló la solución. Un día supo que la “sociedad civil” también contaba, entre sus múltiples lemas, con el de la protección de los animales. Y efectivamente, la proliferación de perros sin dueño era todo un problema municipal, reflexionó. Ningún munícipe se había ocupado de ellos, ni en caso de rabia: la propia gente se encargaba de matar a pedradas a los perros rabiosos. ¿Con qué presupuesto se iba a proteger, por más cromo de san Francisco de Asís con rosas de plástico que se venerase en la iglesia, al hermano perro, a la hermana perra, si no había dinero ni para darles frijoles una vez al día a los presos en la cárcel municipal?
Tampoco los munícipes se habían ocupado mucho de la delincuencia. Dejaban que la propia gente matara o linchara a los abigeos, asesinos y ladrones, en vendettas interminables que siempre han sido una patriótica tradición poblana. Sólo en casos especialísimos, de los que habla la prensa de la capital, se detenía a algún delincuente y se le remitía a la cárcel del estado, para que “lo mantenga el gobernador”.
El pequeño cuarto enrejado, dentro del propio palacio municipal, con amplia vista a la calle, sin vidrieras, completamente descubierto, a unos veinte metros de la iglesia, que decía “Cárcel” en letras desvaídas, apenas albergaba de vez en cuando, por dos o tres días, a los misérrimos borrachines alborotadores que no podían pagar su multa; y se les hacía barrer las calles, custodiados por los dos desnutridos gendarmes que constituían toda la fuerza pública del municipio. Los presos sólo comían si sus familias les llevaban un taco. Así, la cárcel se encontraba casi siempre vacía.
El munícipe jacobino resolvió fastidiar al cura de la siguiente manera: cambió el letrero de “Cárcel” por el de “Centro de Protección y Rehabilitación Canina del H. Ayuntamiento de Huitla, Pue.” Comisionó a los dos gendarmes para aprehender a cuanta perra callejera se encontrara en los soberanos límites del municipio. Dicen que hasta importó, con cargo al erario, docenas de perras de los municipios colindantes. Sólo encarceló, es decir, amparó en la ex-cárcel municipal, a las hembras. “Ellas merecen más la protección gubernamental que los machos”, dijo en un oportuno desplante feminista, propio de los nuevos tiempos, ahorcándole ahora la mula de seis al cura, en la tienda-pulquería de don Tucídides Aguirre.
Sobra decir que en unos cuantos días el olor de hembra atrajo a todos los perros de la localidad y de los alrededores. Que incluso los perros domésticos aullaban sin parar dentro de las casas vecinas. Que el aullido de los perros innumerables ante el olor de tantas hembras juntas sí logró destacar entre los campanazos y sermones de altavoz. Que se volvieron todo un espectáculo regional, incluso con beneficios turísticos, los episodios de tanto macho sobrexcitado frente a la iglesia y al ayuntamiento, sobre todo cuando, en su desesperación sexual, los machos se desahogaban entre ellos mismos, y luego no se podían separar, y aullaban más desoladoramente que campanario alguno, ensartadísimos, jalando inútilmente cada cual en sentido opuesto.
Fue así como el cura cedió al fin. Desactivó algunas campanas. Redujo la abundancia de campanazos, de sermones, de himnos marianos y cristeros. Es cierto que no se rindió del todo, pero tampoco lo hizo el jacobino.
La cárcel no retornó a su antigua función. Siguió siendo el “Centro de Protección y Rehabilitación Canina del H. Ayuntamiento de Huitla, Pue.”, con dos o tres perras en celo nada más, y no cincuenta. Ahí sigue en pie de guerra, por sí las dudas. Hasta el obispo de Puebla vino a inspeccionar el caso. Se le vio espiar desde la ventanilla polarizada de su limusina este último, agónico recurso de un jacobino tenaz.

sábado, 24 de julio de 2010

LAS PIEDRITAS EN EL ZAPATO

LAS PIEDRITAS EN EL ZAPATO (OBSESIONES, MANÍAS Y SUPERSTICIONES DE LA CULTURA MEXICANA DEL SIGLO VEINTE)

(Recientemente publicado en el volumen colectivo Del color local al estándar universal. Literatura y cultura, INAH, 2010; en la colección “Claves para la historia del siglo xx mexicano”, animada por José Mariano Leyva.)

por José Joaquín Blanco

A la memoria de Ilya de Gortari

1) Las novedades del pasado
Durante casi todo el siglo veinte, y especialmente entre 1920 y 1970, hablar de artes y cultura mexicanos modernos (lo que también tenía que ver, desde luego, con el pensamiento y las ideologías) aludía especialmente a tres asuntos o ámbitos: el folklore indigenista, la novela de la revolución y la pintura mural. Ninguna de estas tres entidades era realmente novedosa, y todas ellas tienen raíces ilustres e incluso tumultuosas en la Nueva España, desde el propio siglo XVI.
Las crónicas de rebeliones indígenas y campesinas, el arte sacro y popular e incluso el citadino y doméstico siempre documentaron la violencia, las formas indígenas de vida y cierta ritualidad, con antecedentes tanto cristianos como prehispánicos, que consagraba en muros -y en sucedáneos como biombos, tapices u óleos de enorme formato- una representación de la realidad que también era cátedra y catecismo. Así como los muralistas del siglo veinte rescenificaron en edificios públicos las batallas revolucionarios, los novohispanos pintaban en biombos y cuadros las batallas de Hernán Cortés -con sus ángeles, santos y vírgenes- en Tenochtitlan.
La violencia, los tipos populares, los paisajes rurales, los conflictos sociales y raciales que tratarán los novelistas de la revolución aparecen con gran frecuencia en la narrativa romántica y costumbrista del siglo XIX, especialmente en Inclán, Altamirano, Riva Palacio y Payno. Hubo “los de abajo” y “fiestas de las balas” en crónicas y relatos de las guerras de Independencia, de los golpes de Estado, de las invasiones extranjeras y de la Reforma. Existió Tomochic, de Frías.
En los altos momentos del Porfiriato, digamos al finalizar el siglo XIX, incluso se pensaba que todo ello ya había sido cultivado hasta el abuso, y que las nuevas formas artísticas y literarias del futuro más bien se encaminarían hacia la modernización europea y norteamericana, la decoración maquinista e industrial, las nuevas vanguardias estéticas e ideológicas, el pensamiento científico e incluso teosófico... Un ejemplo de la literatura que se avizoraba entonces está en los cuentos -que él llamaba novelas- de Amado Nervo.
Fue curioso que la novedad mexicana de la cultura y de las artes del siglo XX resultara sólo un nuevo vigor de lo de siempre: escenas de violencia, recuperación o expropiación de íconos, paisajes y mitos indígenas, y la ambigüedad sacro-secular, decorativo-pedagógica, político-artística de los muros como grandes pantallas o altares para la escenificación de las polémicas políticas despertadas, acaso más que por la mera revolución mexicana, por la inquietud social de los años veinte en todo el mundo: no sólo comunismo y socialismo, sino también anarquismo, maquinismo, fascismo, propaganda-del-Estado, nuevos giros del catolicismo.
Hay que recordar que el muralismo mexicano es contemporáneo de las grandes escuelas de publicidad y propaganda comercial y política: son enormes anuncios que lo mismo venden héroes que objetos fetichizados; de modo muy semejante a como Orozco celebró la trinchera y Rivera el caballito de Zapata (Cuernavaca), se celebraba en Europa, Estados Unidos y la Unión Soviética a los héroes guerreros o a la clase obrera en Europa, y a los consumidores de coches Ford y Corn Flakes. Esto no es crítica peyorativa ulterior, sino ambición premeditada de esos artistas (expresada especialmente en los escritos de Rivera y Siqueiros, por ejemplo): le decían propcult, cultura de propaganda.
En un principio, fue no sólo claro sino abrumador el mensaje de las novelas revolucionarias, especialmente las de Azuela y Guzmán: eran una crítica furibunda de la violencia revolucionaria, de los caudillos y de los caudillos entronizados en mandatarios; los denunciaban incluso con mayor fuerza que al viejo régimen porfiriano. Se necesitó un gran enrevesamiento político y pedagógico para erigir Los de abajo, Las moscas, Andrés Pérez, Las tribulaciones de una familia decente, de Azuela; El águila y la serpiente, La sombra del caudillo, de Guzmán; Ulises criollo, La tormenta, de Vasconcelos, entre muchas otras, en una conmemoración literaria del nuevo orden revolucionario que era precisamente al que enfáticamente denunciaban y atacaban.
Aunque las de Azuela, especialmente las primeras (como Los de abajo), son muy originales y precursoras, las demás deben mucho a la tendencia general en la novela internacional, especialmente europea, contra la violencia de la Primera Guerra Mundial (de Sin novedad en el frente, de Erich Maria Remarque, a Los Thibault de Roger Martin du Gard), y estrictamente contemporáneas de la novela rusa, sobre todo en el exilio, contra los caudillos de la revolución soviética. Todas ellas, sin embargo, participan de la desolada denuncia de la guerra particularmente ácida en la novela francesa sobre su derrota en 1870, y ejemplificada sobre todo por Émile Zola, en La debacle y otros títulos de Los Rougon-Maquart, que cultiva con particular obsesión la perspectiva caricaturesca y los tintes tremendistas.
Nada menos revolucionario, incluso nada más deliberadamente contrarrevolucionario que esas novelas “de la Revolución Mexicana” donde se nos pinta con colores terroríficos la barbarie y la prepotencia de mandones y matones, que sobre todo se ceban en los más débiles, pobres e inocentes, y la inercia viciosa de la violencia que se precipita y se estimula a sí misma, ya sin otra justificación que sus propios impulsos o fogosidad insaciables.
Ese enrevesamiento pretendió, con bastante éxito pedagógico y político, que lo que decían esas novelas claramente era lo menos importante, y lo principal una vasta y brumosa metáfora de la revolución y lo revolucionario, a los que no criticarían sino rendirían culto. Esta manipulación de interpretación política es semejante a la soviética sobre los desastres y las matanzas de la Revolución de Octubre, las guerras civiles, las purgas y las dos guerras mundiales: un culto sacro al Holocausto popular del que surgiría la redención de Rusia y de la Humanidad.
Lo mismo ocurrió con respecto a las imágenes pictóricas, fotográficas o cinematográficas de los episodios revolucionarios: había que leer sobre ellas, incluso atropellándolas, otra cosa: el misterio tremendo de la fundación de un orden nuevo redentorista, que a través de ese gran sacrificio inicial prometía una revolución permanente, institucionalizada.
Fueron acaso más de cinco las generaciones de narradores de la “revolución mexicana” -incluso en el siglo XXI continúan apareciendo títulos de esa corriente-, y en todas ellas se advierte esa contradicción de un asunto y unos episodios espeluznantes a los que se rinde una liturgia devota en vías de una esperanzadora redención final.
Sin embargo, las mayores escenas narrativas de Azuela, Guzmán, Vasconcelos y sus seguidores, existen desde los cronistas del siglo XVI (de Motolinía y Mendieta a los cronistas de Compañía de Jesús, pasando por el obispo de Puebla, Juan de Palafox), proliferan en la Colonia (la crónica del motín en Sigüenza y Góngora, por ejemplo); abundan en el XIX, con sus asonadas y guerras civiles, y logran un fresco opulento en Los bandidos de Río Frío, de Payno. Su novedad y su pertinencia, entonces, parecerían residir en su descubrimiento y su particular escenificación de la larga tradición de la crónica literaria de la violencia y de los quebrantos civiles de México.
La Escuela Mexicana de Pintura sin duda alcanzó su mayor vigor casi cuatro siglos antes de los Tres Grandes (Rivera, Orozco, Siqueiros): entre los indios cristianizados por fray Pedro de Gante, Motolinía y fray Bernardino de Sahagún, como Marcos de Aquino: el arte plumaria, los retablos, los exvotos, los códices cristianizados (que entremezclan las formas pictóricas prehispánica y la misionera); las decoraciones de la cerámica y los textiles, los óleos de decoración doméstica, los murales, óleos y retablos conventuales y eclesiales; todo ello en plena ebullición desde el siglo XVI -y que produjo nada menos que el óleo guadalupano, suma y emblema de toda escuela mexicanista de pintura-: los pintores vasconcelistas, los muralistas y los caballetistas, dibujantes o grabadores de la Escuela Mexicana de Pintura no ofrecieron pues otra novedad que la rescenificación de la principal corriente plástica tradicional novohispana. Resultan incluso obvias en muchos murales y cuadros las referencias cristo- y mariológicas: las indias-madres que son la Virgen, los indios-mártires que son el Crucificado, los indios-victimados que son otros tantos Cristos llorados en grupos de “Piedad” por indias que son la Virgen, Marta y Magdalena (cf. Rodríguez Lozano, pero también están en Orozco y en infinidad de pintores de la revolución). Todo ello como reciclamiento de la tradición novohispana. Pero sobre todo el asunto mismo: organizar una liturgia plástica, un rito plástico, a un sacrificio propiciador original del que surge la historia reciente: los martirios y rebeliones populares de 1910-1920.
Se diría que en la deliberada y preconcebida naiveté digamos fauviste o loca, o pueril, o populachera de pintores como Abraham Ángel y María Izquierdo hay nostalgias del pueblo, de la infancia, de la cultura rural: también hay nostalgia de los retablos y exvotos del primer cristianismo indígena, representados en el óleo del Tepeyac, pero reconocible en muchas otras imágenes de los siglos XVI y XVII. El célebre cuadro tianguero de la vendedora de fruta de Olga Costa, la mestiza gorda en un piramidal puesto abundantísimo de fruta, no es sino la exageración de imágenes artesanales de la Colonia.
Desde las propias guerras de conquista, hubo apropiación -homenaje y saqueo- del folklore indígena por los españoles, y su continuación por parte de los poderosos y de los mestizos, de la misma manera que en esas mismas guerras los indios asumieron muchos usos y formas hispánicas. En la pavorosa confusión de ellas batallas, en sus tremendos vuelcos de fortuna, de repente un indio hacía uso de la espada de un español; y un español recurría a mazas y escudos mexicas. Todas las clases sociales novohispanas, incluso las más adineradas y poderosas, admitieron de inmediato cuanto les resultaba útil o cómodo o hermoso de la tradición indígena: comida, artefactos, ropa... Había marquesas y encomederas y hacendadas vestidas a la Frida Kahlo desde el siglo XVI, como desde entonces hubo indios latinistas.
El culto del siglo veinte del folklore indígena fue nuevamente una continuación de la tradición novohispana. Quizás nuestro mayor y más moderno antropólogo siga siendo fray Bernardino de Sahagún. Hay indigenismo en el arte católico de Tonanzintla y hay catolicismo en las danzas rituales de todas las etnias, entre concheros y tarahumaras, viejitos, venaditos y moros y cristianos. Los retratos (tanto los costumbristas y hogareños cuanto los simbólicos, del tipo de las “monjas coronadas”) y bodegones novohispanos ya anuncian los de Rivera y Kahlo.



2) Las modernidades anacrónicas
A mediados del siglo veinte, a la sombra de la segunda posguerra y ya bajo la presión del “imperio” norteamericano (no una mera potencia continental, sino la potencia mundial), gran triunfador de la segunda guerra; con ciertas reminiscencias del existencialismo (en realidad, provocadas en México por el éxito popular -literario, periodístico- de Sartre, más que por las sesudas referencias filosóficas a Husserl o a Heidegger), se dio en México una pretendida “filosofía de lo mexicano”, o una búsqueda de la identidad nacional, más o menos a la sombra del filósofo español José Gaos y sobre todo emprendida por sus discípulos, autollamados “generación del Hiperión”. El laberinto de la soledad (1949), de Paz, es el título más conocido de esa corriente que contó entre otros con Samuel Ramos, Jorge Portilla, Emilio Uranga, Leopoldo Zea, Luis Villoro, Pablo González Casanova, Carlos Fuentes e incluso intentó reciclajes de ensayos afines de Alfonso Reyes (La x en la frente) y de Vasconcelos (de quien se seguían vendiendo bien en librerías La raza cósmica, Indología y Discursos, y quien de alguna manera siguió hasta su muerte imponiendo un atrabiliario paradigma de la mexicanidad en su idealización de Hernán Cortés y de Madero, y sus vituperios de Huichilobos, de Zapata y de Villa).
Pese a sus teorías fenomenológicas o sicoanalíticas, en realidad lo que estaba a discusión era meramente la modernidad de México y si debía seguir un camino propio (excéntrico, atípico, folklórico), o si por el contrario debía olvidar particularidades y nostalgias aislacionistas (el “muro de nopal” en relación a la muralla china o al muro de Berlín), y apretar el paso para confundirse con la modernidad europea y norteamericana; parecerse a estos modelos, a los que de cualquier manera seguía, y ponerse al ritmo del tiempo metropolitano para ser finalmente, en palabras de Paz, “contemporáneos de todos los hombres”.
Esta tendencia prosperaría rápidamente hasta lograr el predominio con la doctrina mundial de la “globalización” que se impuso como epidemia a la caída del muro de Berlín.
De todo se dijo en esta sicoanalización o invención de “lo mexicano”. Que si había un trauma de la conquista (todos hijos de una Malinche violada y destinados a eternos perdedores y llorones en nuestro trato con el mundo); una homosexualidad latente por la falta o muerte o mutilación del padre sociológico -el mundo indígena- (aparentemente ilustrada por las teorías del albur y del relajo). Que si había un rencor atávico y maniático contra las potencias que habían vencido a México en el pasado, especialmente Estados Unidos, pero también España, Francia, Inglaterra. O una supervivencia de idolatrías prehispánicas, que volvían a la sociedad mexicana una perenne adoradora de pirámides y tlatoanis sanguinarios y caníbales (la “crítica de la pirámide” de Paz en Posdata).
Que si existía un diagnóstico de “bipolaridad” o de maníaco-depresión que jaloneaba a los mexicanos del abatimiento a la euforia exagerados, del llanto a la fiesta, de la cortesía a la fiesta de las balas, del edén al apocalipsis (esta dizque teoría siquiátrica, en realidad fue establecida con todas sus letras por Lucas Alamán en su Historia de México).
Que si la geografía influía para crear un temperamento cortés y melancólico en las mesetas, a la manera del que Henríquez Ureña y Alfonso Reyes creían ver como emblema en Juan Ruiz de Alarcón (en rigor, ya había en el Porfiriato una “filosofía del mexicano”, encabezada por estos dos autores y otros compañeros como Antonio Caso y luego Antonio Castro Leal). O bien un temperamento perdedor y caótico en las selvas, sierras y trópicos sureños; o si por el contrario los duros climas del norte y su mayor contagio con los Estados Unidos creaban un nuevo México emprendedor y bronco en la frontera.
Muchos títulos aludieron a la existencia de dos o muchos Méxicos contradictorios, simultáneos o complementarios. Si el mestizaje sumaba o restaba -hay teorías del mestizaje en Sierra, Vasconcelos, Gamio, Molina Enríquez. Si los “usos y costumbres” indígenas o indianos eran más ley que la propia ley formal; si lo indio era algo más (o algo menos) que las manifestaciones fisonómicas exteriores, por lo demás predominantes entre la mayoría de los mestizos, y perduraba incluso entre los rubios y ojiclaros aficionados al “México profundo” (categoría establecida sobre todo por Guillermo Bonfil a finales de los años setenta, pero que ya aparecía en escritores porfirianos y revolucionarios como Molina Enríquez y Gamio).
Si los grandes héroes tutelares eran redentores o tiránicos, históricos o míticos, ejemplos a seguir o cicatrices de llagas anacrónicas: la Malinche, Cuauhtémoc, sor Juana, Morelos, Juárez, Zapata, Villa, Cárdenas. Si el régimen político autoritario y corporativo del PRI, en el que se veía una perduración del régimen igualmente corporativo y autoritario de los liberales de Juárez a Díaz, respondía a una idiosincrasia o a una peculiaridad fatal, inevitable, de México; o si era por el contrario una mera imposición oportunista, una simple máscara ideológica para justificar el predominio de determinada clase política.
Esta manía por la “diferencia mexicana” o la “identidad nacional” o “lo mexicano” cubrió todo el siglo XX. ¿Pero no existía ya algo, o mucho de ello, en las caracterizaciones de indígenas, mestizos y hasta de blancos indianos, desde los cronistas e informadores oficiales del siglo XVI, las sátiras de Oquendo, los autores de las Flores de baria poesía, los intrincados alegatos de autores como Sigüenza y Góngora, Sor Juana, Francisco de Castro, el obispo Palafox, el historiador Clavijero, el polemista fray Servando?
Esta caracterización, sicoanalización o emblematización de lo mexicano según mezclas raciales había producido durante la “época de filigrana” de la Nueva España unas curiosas tablas decorativas, en las que se mostraban más de una docena de combinaciones raciales del mexicano (generalmente la pareja matrimonial con los hijos): entre indios, españoles, mestizos, negros, asiáticos y las diversas castas, y era común que los predicadores, antecesores de los sicoanalistas y existencialistas de “lo mexicano”, definieran a la población en términos de virtud o pecado, ocio o laboriosidad, salud o enfermedad según esas tablas icónicas. (Los negros serían rabiosos, los indios abúlicos, los asiáticos pérfidos, etcétera.)
Todo ello responde a un modo de pensar barroco, extralfabético, propio de la emblemática (hubo toda una teoría y hasta una gramática de los emblemas) y de una cultura que se basaba menos en principios y conceptos verbalizados que en símbolos plástico-alegóricos generalmente entronizados en fachadas de templos y conventos, blasones, banderas, arcos triunfales, mausoleos. Antes de la tiranía del alfabeto existió la tiranía de los íconos y los emblemas, a los que regresó la Escuela Mexicana de Pintura (dos de los más interesantes comentarios políticos coloniales son la mera glosa de esos emblemas, como los elaborados para recibir a los virreyes Paredes por Sigüenza -quien usó emblemas de tlatoanis, como perfiles ejemplares de gobernantes- y sor Juana, quien usó los apellidos de los virreyes, Paredes y Laguna, para perdirles un dique que contuviera las inundaciones de la laguna de la ciudad de México).
Los laberintos de la mexicanidad, si el país debía encerrarse más en sí mismo u olvidar su pasado desastroso y renacer cual hombre nuevo en el Hombre Global del capitalismo supertecnológico, se enfangaron en las discusiones nativas, especialmente durante la algo surrealista rebelión mediática de los indigenistas chiapanecos en 1994, que incluso intentaron un berrinche de vuelta al indigenismo clerical de curato propio del siglo XVIII, con sus obispos y catequistas y líderes como nuevos tlatoanis y gobernadores de “repúblicas de indios”. Como si un indigenismo católico no fuese ya un indigenismo occidentalizado, y globalizado pero al arcaico modo hispánico. Como si su caótico emblema: el subcomandante Marcos, no fuese un atrabiliario garabato “posmoderno” -emblema- con todos los abalorios del “fin de la historia” en una sucesión de escenificaciones absurdistas y golpes de mano internéticos.
En realidad, la solución vino de afuera y como imposición pragmática: la caída del comunismo, las crisis de diversos países islámicos y, en general, de todos aquellos modelos de nación no-occidental agrupados en los curiosos términos Tercer Mundo o No Alineados, impuso el modelo europeo-norteamericano como exclusivo, categórico. Los “milagros asiáticos” rubricaron esta doctrina de occidentalización u homogeneización a ultranza, con los éxitos económicos de Japón, China, Corea y otros prósperos países orientales.
Extrañamente, los nacionalismos, las identidades nacionales, las idiosincrasias ancestrales, las culturas particularistas sólo entraron en crisis verdadera en los países pobres, excolonias, periféricos, mientras que en las potencias todas aquellas particularidades conocieron incluso un fortalecimiento. No sabemos que se haya puesto en duda ni por un momento el nacionalismo ni la “vía propia” en Estados Unidos ni en Gran Bretaña, por ejemplo. Ni en el Vaticano: las globalizaciones meramente decorativas de los papas no han ido más allá de colocarse en ciertas situaciones más bien turísticas penachos apaches o sombreros de charro, o diversas insignias orientales y africanas, para las cámaras de tele. Hay que recordar, por ejemplo, que los Estados Unidos y en buena medida Inglaterra siguen a la fecha con sus propios pesos y medidas, rebeldes contumaces incluso al global, “universal”, sistema métrico decimal, por simple imposición nacionalista.
México llegó pues al siglo XXI como un atropellado de la modernidad, de la hipermodernidad y de la hiperglobalización; sin mucho convencimiento, casi sin otra guía que la fatalidad: el nuevo curso del mundo no dejaba otro camino. Había que occidentalizarse precipitadamente como fuera y a cualquier precio, con cualquier tipo de pérdidas y riesgos.
¿Pero no nos estábamos occidentalizado y globalizando desde principios del siglo XVI, quinientos años atrás, cuando México admitió el cristianismo, el castellano, el alfabeto, la cultura, las leyes, las normas y las costumbres europeas, las máquinas y el ganado, amén de innumerables productos europeos?
Nunca México se ha dejado de occidentalizar. Si su origen como sociedad moderna es la llegada de los conquistadores a Veracruz: ese origen fue precisamente la modernización, la occidentalización, la globalización, que se impuso a trechos y ruinosamente con los Austrias, los Borbones, los conservadores, los liberales, los priístas, dejando trechos ariscos localistas y excéntricos, y adoptando incluso con fanatismo y exageración atrabiliaria modas o pautas extranjeras a tontas y a locas (las invenciones españolas del ejido y la de la república de indios que en México parecen totémicas).
¿No era modernizarse, occidentalizarse, globalizarse, nombrar virreyes, promulgar Leyes de Indias y Constituciones; erigir iglesias, conventos, cuarteles, minas; venerar santos, generales, sabios? La minería, los ingenios, los campos de algodón, los ejércitos, la marina, los ferrocarriles, la aviación; la moneda acuñada, la banca, los notarios, los contratos, el Registro Civil, las cárceles, la prensa, las universidades; la electricidad, el telégrafo, el teléfono, el cine, la radio, la televisión, la computación; la United Fruit, el Banco Mundial, las compañías petroleras...
Esa novedad sobre todo de la segunda mitad del siglo veinte entonces, pues, simplemente actualizaba, rescenificaba, la atropellada forma de europeizarse que sucedió a la caída de la gran Tenochtitlán... Guiños culturales familiares intercambiaron la crisis de la conquista y las crisis de las devaluaciones de finales de ese siglo.



3) Sexismos ariscos y amartelados
Buena parte del siglo veinte se consumió tratando de predecir o de pronosticar su legado: ¿de qué iba a ser ese siglo? Que si iba a ser el siglo de las revoluciones o de las tiranías; de las redenciones o de las masacres; de los milagros tecnológicos (especialmente la medicina, la nutrición, los productos básicos de la vida cotidiana) o de las bombas atómicas; la humanización del arisco planeta o su desertificación y destrucción nuclear; de las masas o de las élites, del viejo o del nuevo mundos; la consolidación del progreso liberal o la entronización de una barbarie mecanizada; belicismos, pacifismos, imperialismos, guerras, colonizaciones y descolonizaciones.
Siguiendo una utopía no remota de las de los frailes franciscanos y de Tata Vasco, y aún más cerca de las promesas liberales de orden, progreso e industria, se pensó que el siglo veinte mexicano sería el siglo del mestizaje definitivo y de la educación popular (Vasconcelos), o simplemente del progreso y de la justicia social para campesinos y obreros. Es todavía pronto para escoger el más acentuado de sus perfiles o adjetivos, pero acaso la diferencia de ese siglo en nuestro país se manifieste especialmente a) en el nuevo carácter urbano de su sociedad (incluso en los pueblos, donde ya prevalecen normas urbanas aun entre campesinos y marginados), y b) el nuevo papel de la mujer.
México (como asimismo España) siempre fue un país de mujeres fuertes. La destrucción de la memoria prehispánica, de la que sólo se salvaron mitos, ritos y azarosas anécdotas y episodios, no muestra un papel importante de la mujer en la sociedad indígena. Hasta se diría que se trataba de una sociedad construida adrede para excluirla, con sus corporaciones masculinas de guerreros, comerciantes o pochtecas, sacerdotes.
Pero tal vez se trate de una bruma de la historiografía y no de la realidad: que no se supo o no se pudo recoger el verdadero papel de la mujer indígena, pues encontramos datos muy contradictorios, como: a) la fuerza de las divinidades y cultos femeninos, que hablan de una sociedad menos machista y misógina de lo que se dice en las crónicas y estudios; y b) la fuerza que muchas mujeres (no sólo individualidades, sino se diría que ésa fue la norma en todos los casos) alcanzaron en la nueva sociedad al día siguiente de la conquista -que está documentada incluso desde el principio de sus guerras (la Malinche) y durante ellas (las mujeres guerreras, las combatientes en el sitio de Tenochtitlan)-: hablo de las cacicas, de los grupos de marchantas y vecinas, de las matriarcas que se destacaron de inmediato como grupos de poder muy beligerante.
Siempre oprimidas por las leyes y las normas, eran asimismo siempre protagónicas en todas las áreas de la vida social: controlaban los mercados, encabezaban trámites y protestas, cofradías (sororidades, o meros grupos de devotas), y ya las vemos en la crónica del motín de 1692 de Sigüenza y Góngora como adalides de motines y rebeliones, mucho más bravas y poderosas que los hombres; tenían que ver -y eran muy perseguidas por ello- en devociones (las monjas iluminadas o místicas, pero también las devotas fanáticas) y brujerías, curaciones y festejos, entierros y nacimientos, en la defensa de sus tierras, casos y sitios de negocio. Novo alude irónica o sarcásticamente a esta ninguneada pero siempre evidente beligerancia femenina indígena ancestral en La guerra de las gordas.
Entre más se rasca en el pasado colonial, mejor aparece el perfil femenino, y menos rara luce la excepción de Sor Juana como suprema ilustración del país. Hasta se diría que en comparación con el rico panorama colonial (e hipotéticamente el prehispánico, al menos como se le puede sospechar a partir de las indias coloniales y de los rasgos femeninos de sus mitologías), el del siglo XIX aparece considerablemente más pobre y restrictivo en relación con las mujeres, incluso misógino. Las mujeres abundan como denunciantes y reclamadoras en los archivos coloniales, de modo que eran agentes o gestores o cabezas de la política social, aunque no ocuparan muchos cargos de oidoras, gobernadoras, corregidoras u obispas. Ejercían siempre como tales. Y probablemente desde antes. Que eran medio tlatoanas. Entre los mayas se sabe incluso de mujeres gobernantes muy antiguas (tumba de Pacal).
El siglo veinte aportó en sus primeras décadas dos emblemas: uno ya conocido desde la conquista, tal vez desde Teotihuacán: las soldaderas, y otro menos claro pero del que quedan atisbos (como las escuelas “amigas” de la Colonia): las maestras. Vasconcelos echó mano de las muchas viudas y solteras desempleadas para encabezar su cruzada educativa, que en principio no exigía de la maestra sino extensiones de sus funciones maternales: jabón, pan y alfabeto.
Aunque hubo maestras en la Colonia (sor Juana habla de alguna), la pedagogía mexicana seguía siendo fundamentalmente masculina, especialmente con el mito liberal del maestro de escuela como nuevo fraile laico que encabezaron El Nigromante y Altamirano. Vasconcelos importó a la escritora chilena Gabriela Mistral como nuevo ícono de la maestra como “madre del pueblo” en escuelas que fuesen “hogares del pueblo”, y de inmediato Diego Rivera popularizó su emblema muralístico de la maestra que enseña a leer, nueva madre de sus alumnos, particularmente oportuna en el país de huérfanos que era el México posrevolucionario.
No faltaban, desde luego, las curanderas, las brujas, las beatas y santeras, las iluminadas (incluso espíritas, como la Santa de Cabora); las comadronas, las nodrizas y nanas, las cocineras y lavanderas, las caseras, asentistas, prestamistas y marchantas; las instructoras de bordado, costura, cocina; las sacristanas y encargadas de cofradías o agrupaciones devotas vecinales y gremiales. Hubo pues muchas mujeres profesionistas o profesionales desde el principio. Bernal hace un recuento minucioso no de soldaderas, sino de verdaderas soldadas, jinetas y todo. Hubo alferezas, capitanas, muleras y arrieras, como la Monja Alférez.
Además, en el inestable e informal tejido de las relaciones sociales durante todo el siglo XIX de guerras civiles e internacionales, muchas funciones aparentemente subrepticias, informales, marginales de la mujer se revelan como las realmente básicas y vertebradoras: las cacicas, las gobernadoras, las mandonas, las cohortes o pandillas de comadres y marchantas. Es curiosa por lo demás la línea de transmisión de herencias (propiedades y derechos) de indígenas privilegiados, que casi siempre fue por vía femenina (el historiador Alva Ixtlixóchitl documenta las vicisitudes de los poderes y las propiedades de algunos indígenas mandones en Teotihuacán y de ese poder sucesorio femenino).
Pronto se revelaron también las nuevas funciones modernas: enfermeras (en seguida doctoras), obreras, oficinistas. Las contadoras de los conventos eran verdaderas banqueras, prestamistas, incluso agiotistas. Hubo importantes mujeres empresarias tanto en la Colonia como en el siglo XIX: en el sector blanco y formal solían ser viudas que tomaban las riendas de los negocios familiares (haciendas, ranchos, fábricas, comercios, talleres, imprentas, bienes raíces). Abundan negocios prósperos “propiedad de la Viuda de Tal...” En el panorama mestizo e indígena eran cacicas o matriarcas muchas veces sin la documentación legal requerida, pero con acatamiento de “usos y costumbres” por parte de la sociedad e incluso de las autoridades e instituciones.
De modo que no hay papel femenino mínimo en la antigua historia de México, sino una sombra debida a formalismos legales (que no marginaban tanto su práctica como su visibilidad institucional y legal) y acaso al prejuicio machista ulterior de los historiadores liberales o positivistas. Insisto: en los estudios historiográficos se habla poco de mujeres poderosas; en los archivos notariales o gubernamentales, en cambio, abundan las mujeres litigantes.
En todos los relatos del siglo XIX hay mexicanas fuertes y poderosas, lo mismo en Astucia que en Los bandidos de Río Frío, en Riva Palacio y en Altamirano, en Prieto y en Cuéllar. No era por ociosidad ni vanalidad que las elecciones de abadesas impactaban tanto como las actuales de diputados: muchas familias dependían de las decisiones económicas de las administradoras de esas casas financieras que se llamaban conventos. Tampoco se deben a meros caprichos románticos los perfiles de la Corregidora y de Leona Vicario.
La conquista de un reconocimiento legal, institucional, a su presencia en la vida real fue lenta. Aunque hubo feministas desde el porfiriato (desde el juarismo, y si se apura el asunto, desde la colonia: lo mismo sor Juana que la Güera Rodríguez), y mujeres alborotadoras del maderismo, y precursoras del anarquismo y del socialismo, y mujeres comunistas y cristeras, no fue sino hasta los años cincuenta del siglo veinte, ya pasada la Segunda Guerra Mundial, con Ruiz Cortines, que se les concede el derecho al voto.
Hubo algunas diputadas, senadoras y alcaldesas tempranas (casi siempre meramente decorativas, como representantes de un grupo masculino, como sindicatos o cacicazgos), pero sólo a finales de los años setenta empezaron a verse secretarias de estado. gobernadoras, candidatas a la presidencia, presidentas de partidos políticos. A mediados de los años sesenta hubo un violento motín estudiantil masculino contra el nombramiento de la primera directora de la Escuela de Economía, en la UNAM (Ifigenia Martínez). Todo ello en total contradicción con la vida social donde prevalecían las mujeres como controladoras de negocios y grupos sociales y vecinales, cacicas y mandonas, matronas y madrinas.
Resultaba pues curioso que un país con tal importancia social y cultural femenina, país de diosas y de vírgenes, de Tonantzin y Guadalupe, de sor Juanas y Corregidoras, evidenciara tal rezago machista incluso con respecto a otras sociedades latinoamericanas. Doblemente curioso pues por no sé que teorías sicoanalíticas y mitológicas se extremaba la función del machismo en la sociedad mexicana (mucho mayor, se pretendía, que en cualquier otra sociedad del mundo, lo que ha de discutirse) y hasta de una supuesta homosexualidad velada o alburera del mexicano supermacho.
Todo ello se derrumbó en una década, aunque había antecedentes importantes y numerosos, entre los años setenta y ochenta del siglo veinte, cuando las muchas “excepciones” femeninas de gente importante en los más diversos rubros de la vida social se volvieron legión. Su enorme presencia en el comercio y los servicios, en las escuelas y los hospitales, las oficinas y las fábricas se desparramó por todas partes y llegaron a ser paritarias, e incluso mayoritarias en muchas actividades, muy especialmente las relacionadas con las artes y la cultura, aunque siempre menos remuneradas que los hombres y con mayores dificultades de ascenso en los mandos formales.
Sin embargo, en una sola generación -la de los años setenta y ochenta- se abatió esa misoginia legalista y formal que parecía caracterizar a la sociedad mexicana, y de pronto hubo legiones de mujeres en todos los órdenes, salvo el clero y las fuerzas armadas. Al finalizar el siglo veinte había universidades y escuelas superiores con mayor matrícula femenina que masculina. (Desde mediados del siglo XIX hasta la fecha, el público lector de textos literarios ha contado con una abrumadora mayoría femenina, sin la cual no se entendería ni el éxito ni el estilo de los poetas y novelistas del romanticismo y el modernismo, quienes deliberadamente escribían sobre todo para ellas; las mujeres asimismo dirigieron el gusto cinematográfico, radiofónico, televisivo y de las historietas sentimentales.)
El macho México de los charros no se desjarretó por tal eclosión femenina. Fue rapidísima la aceptación (con sus incidentes inevitables) entre los varones jóvenes de los nuevos roles, características y funciones de las jóvenes mujeres, incluyendo el reacomodo matrimonial, el control de la natalidad (que empezó a bajar precisamente en los años setenta, gracias al apoyo echeverrista a la contracepción o “control natal” de “paternidad responsable” -aunque toda la responsabilidad recayera sólo en la maternidad).
El asombro de las viejas generaciones patriarcales ante la nueva presencia de la nueva mujer (y el relativamente fácil reacomodo de los roles sexuales en las generaciones jóvenes) sólo podría equipararse al asombro de las viejas generaciones rurales ante el país urbano. Puede seguirse la crónica de esos asombros en la literatura, pero sobre todo en las llamadas artes populares (cine, radio y telenovelas, historietas, canciones), donde rápidamente se registran y satirizan uno a uno los incontenibles avances femeninos. Borola Tacuche, de La familia Burrón; los innumerables papeles de matriarca de Sara García; los numerosos papeles de cucarachas, generalas, juanas gallo y demás no sólo soldaderas y soldadas, sino caudillas revolucionarias, que fueron toda la carrera fílmica a color de María Félix; las mujeres “bruscas”, respondonas, mandonas al modo de Emma Roldán y Consuelo Guerrero de Luna...
En la literatura y las artes la eclosión femenina fue todavía mayor que en otros órdenes de la vida pública mexicana. En la prensa, en los libros; en la radio, la televisión y el cine, en el internet; en las artes plásticas y musicales, la presencia femenina (que siempre fue importante, aunque no debidamente reconocida) cambió por completo el perfil habitual. Y al menos en esos ámbitos se podrá decir que, las más de las veces, esa presencia no sólo fue bienvenida sino celebrada con el éxito. Escritoras, poetisas, locutoras, actrices, pintoras, artistas visuales de tanto e incluso mayor éxito que sus mejores colegas varones, aunque desde luego -como en todos los demás órdenes: empresarial, político, académico, político- la inercia masculina continúa, hasta la fecha, reservándose la mayoría de los mandos y tronos superiores. Véase la revaloración no sólo culta, sino popular, de emblemas culturales femeninos: sor Juana, Frida Kahlo, María Izquierdo, Remedios Varo, Elena Poniatowska.
Hay en las últimas décadas del siglo veinte un nuevo tono en la literatura y las artes mexicanas, menos rijoso y cantinero, menos atavista de roles patriarcales, más plural y vario, logrado principalmente por esta invasión femenina. En pocas sociedades se consolidó tan rápidamente esa presencia. Casi nada se les reconocía a las mujeres antes de los años cincuenta; treinta años después, casi nada podía negárseles, al menos en ámbitos de cultura y cierta ilustración, a pesar de las inercias y los resentimientos machistas que siguieron manifestándose, a veces incluso con cierta violencia de desesperación ante esa ruptura del supuesto orden patriarcal mexicano.
En términos antropológicos, el cambio del rol social de la mujer y la aceptación de ese cambio por toda la sociedad, todo ello especialmente a finales del siglo veinte, fue uno de los signos definitorios de la modernidad mexicana, así como la novedad de que la patria era una urbe agreste o un campo (lumpen)urbanizado.



4) Pueblitos megapolitanos, urbes pueblerinas
Hasta principios del siglo veinte la vida era rural aun en las ciudades; siempre había milpas, vacas, burros a unas cuantas docenas o miles de metros; la mayor parte de los productos eran caseros, aldeanos o artesanales, muy pocos industriales; los barrios urbanos eran pueblerinos, todo mundo se conocía e intercambiaba bienes y servicios; la gente caminaba de su casa al trabajo entre panoramas familiares.
A partir de los años veinte la explosión industrial y la concentración de empleos, bienes y servicios en las ciudades, creó primero en la capital y luego en todas las ciudades del país, zonas habitacionales y laborales de extraños entre extraños, con vehículos y cables eléctricos, tuberías, telégrafos y teléfonos, y aun los productos más nimios ya eran industriales (incluso importados), adquiridos en tiendas que pronto fueron de autoservicio.
Muchedumbres anónimas y desconocidas en panoramas extraños recorrían distancias impersonales de su casa al trabajo o a las tiendas y oficinas, o ajetreaban el delito, la picaresca, la mendicidad, la indigencia y la economía informal para sobrevivir en la babélica urbe sin empleos.
Pero esta misma urbanización e industrialización de la vida cotidiana se extendió incluso a las aldeas pequeñas y remotas, donde los pobladores siguieron la pauta del citadino en rutinas, modas y costumbres. Con el avance de los ferrocarriles, las armas, las revoluciones, el telégrafo, el teléfono, las mercancías modernas, la radio, la prensa, el cine, el mundo rural perdió su autonomía aislacionista y de algún modo, desde entonces, inició su incorporación a la aldea global. Con cierta lentitud durante la primera mitad del siglo veinte (lo que protegió a la golpeada economía campesina de la crisis económica internacional de 1929, pues todavía estaba poco monetarizada y contaba con recursos ancestrales de economía de autoconsumo) y precipitadamente en la segunda.
Ya en los años sesenta era un mero símbolo hablar de mundo rural: lo que ocurría en las mayores ciudades inmediatamente repercutía con gran fuerza en todas las arrugas del mapa. En consecuencia, lo natural y lógico, incluso lo inevitable, fue que grandes masas de campiranos y provincianos emigraran a las ciudades, donde ya se concentraban o se suponía que se concentraban, todos los recursos de supervivencia. La parcela, la casona familiar, la cercanía con los muertos, la huerta y los animalitos propios, las hierbas y frutos de los montes y valles cercanos ya no funcionaban.
El tema de la Ciudad Destructora, aunque tópico desde la literatura romana, y acaso desde las mesopotámicas, existió siempre en la literatura mexicana. Ya se denunciaba el absurdo de la capital que concentraba recursos y tribunales, poderes y riquezas desde los paseos de Francisco Cervantes de Salazar en 1554. En el siglo XIX creció considerablemente esta denuncia, y se comparaba la vida capitalina con Los misterios de París, de Eugène Sue, en diversos artículos y novelas que se concentrarían en páginas definitivas de Prieto, Altamirano, Riva Palacio y Payno. Un poco la Astucia de Inclán fue escrita como melancólica defensa del campo ancestral en cuanto edén amenazado.
El crecimiento de la ciudad de México en la primera mitad del siglo XX (muy inferior al de la segunda), fue probablemente la mayor crisis demográfica en siglos, y dio lugar a varias novelas de Azuela en denuncia de las miserias y los desastres de la vida urbana, tanto en paz como en guerra, con revolucionarios o con obreros, con clasemedieros y con políticos, con proletarios o ricos. Mariano Azuela ya encuentra Babel en el Porfiriato que crece -no sólo en el capital, sino en todas partes- con los sonorenses, cardenistas, alemanistas (Las tribulaciones de una familia decente, Nueva burguesía, La maldición).
En cierta medida, la ciudad de México siempre fue, y lo era cada vez más, aparte de sus rumbos elegantes, un gran laberinto de barrios rurales improvisados con la mayor miseria y poblados por campesinos e indígenas de reciente llegada (desde Monja y casada, Virgen y Mártir y Martín Garatuza, de Riva Palacio a las truculencias sensacionalistas de Luis Spota (La sangre enemiga). Pero los pueblos lejanos no eran diferentes: arribaban la moneda y el pavimento, la burocracia y el ejército, la policía y la electricidad, los productos y las armas, los nuevos materiales de cemento, metales, plásticos: La maldición de Azuela narra la conversión de un pueblo provinciano en una caricatura chilango-gringa.
No había tanta diferencia entre los rumbos pobres, que eran la gran mayoría, de la gran ciudad, y el panorama general de los pueblos lejanos; tampoco la había entre las casas y familias medianas de la capital, y las ricas y poderosas de los pueblos que allá las imitaban (muchas haciendas porfirianas tenían modernidades y comodidades de villas europeas, con “pornográficas” estatuas de mármol y todo; esto es antiguo: la Marquesa Calderón de la Barca visitó haciendas de sofisticación palaciega-parisina, como la de los Adalid en Tulancingo). Ya no había separación del mundo rural y el mundo urbano como todavía pudo pretenderse en el siglo XVIII; de hecho López Velarde se desgarra en las contradicciones de una provincia que ya tiene mucho de capital, de una capital que sigue siendo provinciana, de una suave patria arrojada a una modernización implacable... e implacablemente asida a rutinas muy antiguas.
La radio, más que la escuela y las campañas de alfabetización, más incluso que el púlpito, logró la gran castellanización que finalmente, y sólo hasta el siglo veinte, logró hacer del castellano el idioma de la mayoría de los mexicanos. Antes del siglo veinte más, tal vez mucho más de la mitad de la población hablaba sobre todo lenguas indígenas en su vida normal, y en el centro del país había más hablantes de náhuatl que de castellano; el castellano popular consistía apenas en unas cuantas formas para el trato comercial, con el gobierno o la iglesia. La radio, la publicidad, el cine, la prensa y también la escuela alteraron las costumbres ancestrales con nuevas pautas, modas y prejuicios. La ciencia y las supersticiones científicas (del espiritismo a la mercadotecnia de nuevos productos prodigiosos: abonos y fertilizantes, medicamentos y maquillajes, por ejemplo, así como los pedantes lingos cientificistas o tecnicistas promovidos por los medios de comunicación) cundieron en todo el mapa. Todavía había burritos y carretas de palo en las calles de la ciudad de México y ya llegaban los trenes y los autos a los más remotos confines del mapa, y pronto los aviones.
Los conceptos de patria chica y patria grande empezaron a volverse más simbólicos y atávicos que reales. Los himnos al Rancho Grande, a las Noches Tapatías y al paradisíaco Veracruz (luego Acapulco y Cancún) fueron sobre todo invenciones capitalinas construidas y divulgadas desde la ciudad de México por medio de la radio y del cine. Todo vivía al són del mismo compás, del mismo cronómetro, de las mismas órdenes y solicitaciones.
Por lo demás, precisamente en esas décadas de la primera mitad del siglo veinte (aunque quedaban algunas zonas que sólo lograrían su “redención” en la segunda) se rompieron las barreras geográficas que impedían recorrer rápida y eficazmente el mapa: se erigieron puentes, se dinamitaron cerros, se tendieron rieles y carreteras; y ya fue posible en dos o tres días, por ejemplo, realizar viajes antes casi imposibles por tierra tanto rumbo al sur como al norte, al oriente y al occidente. En el siglo XIX se viajaba a Yucatán sobre todo a través de La Habana; y para llegar de Tampico a Mazatlán convenía cruzar los Estados Unidos o Panamá, como lo hicieron muchos liberales durante las guerras de Reforma (cf. los Episodios nacionales de Victoriano Salado Álvarez).
Aunque siempre fue una presencia hipnótica, autoritaria e inatacable, la ciudad de México se convirtió en una especie de usurpadora de la nación entera: se vivía en ella tanto en sus calles famosas como en las sierras remotas, de modo que convenía más (o sencillamente no se podía evitar) arrimarse a su centro físico. De apenas más de un millón de habitantes a mucho más de ocho en sólo un siglo; en ese tiempo, además, por primera vez la ciudad de México dejó de ser autosuficiente en todo: perdió su agua, sus milpas, sus huertas y ganados: la masa urbana la secó y desertificó, y hubo que traer el agua desde Chiapas y maíz desde el África.
Pero muchas veces era más fácil y barato comprar ese africano maíz capitalino en La Merced que producirlo en los pueblitos y en las sierras. Con mayor fuerza que en cualquier otra época, la capital fue el gran mercado del país entero: se viajaba hasta la capital para comprar en ella cualquier cosa, hasta bonetería e imágenes religiosas modestas.
A finales del siglo veinte se hizo común lo que antes habría parecido el colmo de las extravagancias kafkianas: consumir agua ¡extranjera! envasada: no era más cara, y sí más segura, que las aguas purificadas locales. ¡Importadores de agua potable en pleno Distrito Federal! Todavía en los años setenta parecía ridículo vender vasos de agua -un vaso de agua, se decía, no se le negaba a nadie-, pero en mi investigación para la película Barroco de Paul Leduc, en cuyo equipo de guionistas participé, basada en una novela de Alejo Carpentier, ¡me enteré de que eso era lo tradicional en la Nueva España, comprar vasos de agua! Claro: en México se compraba el agua a los aguadores, que la acarreaban en pellejos, calabazas y cántaros; pero no he constatado que existiera aquí, como sí la hubo en La Habana, con todas sus letras, alguna “Tienda de Agua”: las fuentes, acequias, acueductos, ríos y lagunas, eran las tiendas a la intemperie; los aguadores (es decir, sus caciques, mandones o líderes) pagaban cierta cuota previa al gobierno como concesionarios o asentistas, y luego la vendían en pleno comercio ambulante e informal a los capitalinos.
Es pues natural que el gran tema de la novela (de toda la narrativa) mexicana del siglo sea la ciudad de México, y que durante muchos años se la haya creído ver representada en La región más transparente de Carlos Fuentes, aunque suman legión las novelas sobre este absurdo-épica-desastre de la capital, lo mismo en Azuela que en José Agustín, en Spota y en Del Paso, en Yáñez y en Revueltas, en Poniatowska, en Agustín y en Zapata... Y la otra cara de la moneda: buena parte de la novela (de toda la narrativa) mexicana sobre la provincia, narra precisamente cómo esos pueblos imitan a la capital, surgen las clases medias modernas, las mercancías y las máquinas, las urbanas muchedumbres “rurales” (el propio Azuela, Yáñez, Galindo, López Páez).
Con menor brillantez, pero estampada en escenas elocuentes, esta saga provincia-capital que se entredestruyen y entrefertilizan, que se devoran sin dejar de procrearse una a la otra, que se reflejan e imitan recíprocamente, se manifiesta en el cine de los años cuarenta a los sesenta, en películas de Fernando de Fuentes, Buñuel, el Indio Fernández, Ismael Rodríguez, Roberto Gavaldón, Julio Bracho, etcétera; en las escenas de Joaquín Pardavé, Canfinflas, Sara García, Tin Tan, Pedro Infante, Andrea Palma, Esther Fernández, Dolores del Río, María Félix.
Sólo a finales del siglo XX, la gran capital, golpeada más que cualquier otra parte del mapa por las crisis económicas especulativas: crisis y devaluaciones, especialmente entre 1982 y 1995 (cuando el peso acumuló y perdió tres ceros sólo para volverse a devaluar a gran escala), empezó a ver reducida su preponderancia; a reducir la velocidad o la inercia de su gigantesco crecimiento, y a ver alzarse en el norte, en las costas, en el Bajío, en el sur, nuevos polos de riqueza. Para entonces lo que siempre había sido la ciudad de México ya eran sólo un manojo de viejas y ruinosas calles céntricas, que se perdían en un laberinto urbano “metropolitano” que se extendía muy adentro a todos los estados que la rodeaban. Nuestra curiosa ciudad de México-Toluca-Querétaro-Pachuca-Puebla-Cuernavaca-y-anexas...
En las ciudades, especialmente en la capital, se inventó la cultura popular provinciana. Fue para la radio capitalina -que se decía nacional y hasta “la voz de la América Latina” (XEW)-, que se urdió la novedad de la “canción ranchera”, con crooners muy capitalinos, muy dizque mariachis pero a la moda de los baladistas norteamericanos. Agustín Lara en voz de Pedro Vargas y José Alfredo Jiménez en voz de Pedro Infante son episodios de la radio y el cine capitalinos. Cucurrucú paloma fue invención radiofónica de la XEW con la chilanguizada Lola Beltrán. La provincia era menos geografía que un segmento de la programación de la radio y la televisión: la Hora Azul, Voces de mi Tierra, Noches Tapatías... ¿Por qué extrañarse de que el trópico se manifieste en cumbias electrónicas, con baterías y arreglos de sintetizador, y erotismo de cabarets y vodevil? Todo Rigo Tovar. El trópico y Jalisco eran cosas que sobre todo ocurrían en las cabinas de radio, en los canales de televisión y en las marquesinas del Teatro Blanquita, del mismo modo que las más remotas ciudades y hasta aldeas de México empezaron a tener sus zócalos, chapultepecs, reformas, dianas y villitas...
Fue para el cine que se produjeron las innumerables historias de charros y chinas poblanas, tan exageradas que en un principio escandalizaron a los verdaderos provincianos, como si fueran extravagancias de “esos nuevos gringos”, los capitalinos. Nunca un charro ni una china poblana se habían vestido con tantas payasadas como en las películas, ni habían realizado tantos desfiguros delirantes. Los verdaderos sarapes y rebozos no eran siempre todo el arcoiris, tan technicolor: la gente de pueblo no se viste siempre como payaso.
Sin embargo, siempre los productos urbanos terminaban conquistando la provincia, del mismo modo que cada día llegaban miles de nuevos provincianos a la capital. En las escuelas capitalinas se urdió el folklore y la antropología indigenista, el culto a las ruinas prehispánicas y a las teorías étnicas, que allá impresionaban poco. Se llegó al abuso de querer concentrar en la ciudad de México, como si en su Museo de Antropología e Historia pudiese caber todo, toda la riqueza arqueológica prehispánica. En las zonas verdaderamente indígenas no se construían por entonces museos, sino supermercados, cines, refaccionarias, carreteras, aeropuertos, edificios modernos. En las últimas décadas del siglo veinte se impuso la ya impostergable necesidad de repartir el patrimonio arqueológico, artístico y cultural en todo el mapa. Todavía en el siglo veintiuno nos encontramos una ciudad de México sobrepoblada de museos poco visitados, que compiten desastrosamente entre sí, en espera de ir regresando o reubicándose en zonas más hospitalarias.
Fue en esa época también que se multiplicaron las universidades de provincia y, en general, todos los servicios que antes parecían predestinados a su único centro. En el siglo veintiuno la ciudad de México, salvo zonas antológicas, ya no parece necesariamente tan “avanzada” con respecto a otras ciudades del país, especialmente las norteñas. Y empieza a vislumbrarse la realidad de ya no un país-centro, sino al fin un país-mosaico. La relativa modestia de la capital es todavía una experiencia muy reciente.



5) La cultura oficial y la cultura antigubernamental
Siempre extrañará (y ha extrañado) la importancia que el Estado mexicano del siglo veinte le dio a la cultura, o a lo que quiso o creyó que lo fuera, en proporciones verdaderamente espectaculares si se piensa en la relativa indiferencia con que los gobiernos europeos y norteamericano miraban las letras y las artes recientes, y las dejaban las más de las veces atenerse al mercado, a la filantropía y, en fin, a la esfera de los particulares.
La primera razón del supermecenazgo gubernamental a la cultura fue, creo: el laicismo, el rompimiento (más formal que real) del Estado con la Iglesia, y la necesidad gubernamental de crearse sus propios mitos y templos, catecismos y santones, evangelios y milagros seculares. La cultura moderna se volvió la religión de los laicos.
De ahí el beligerante antintelectualismo del clero moderno mexicano: siempre vio la cultura como rival de la religión, y a los letrados como competidores desleales de los curas. Las grandes víctimas de los cristeros no fueron los soldados federales, que podían defenderse, sino los maestros rurales esparcidos en pueblos y caseríos, a quienes llamaban “agraristas” como antes los fanáticos habían clamado contra judíos, herejes y “descomulgados” (hay un cuento de José Revueltas titulado “Dios en la tierra” al respecto”).
De ahí también la cuestionable legitimidad y la evidente ironía del mecenazo estatal de la cultura y las artes, marcado por un pecado original de tartufismo. Los gobernantes liberales y posrevolucionarios hacían como que les importaba la cultura, y ésta hacía como que se dejaba patrocinar. Tiranos dizque ilustrados y humanistas e ilustración y humanismo incómodos y avergonzados del patrocinio tiránico, tan inescapable como severo: Díaz, Obregón, Calles, Ávila Camacho, Alemán...
En realidad, la clase política en el poder en México nunca se distinguió por su ilustración, ni estaba más interesada en la cultura que otras clases políticas latinoamericanas, y que los sectores más visibles de la sociedad mexicana: empresarios, clero, sindicatos, corporaciones populares. Los patriarcas mexicanos del pensamiento eran los mayores represores del pensamiento y de la expresión de formas e ideas. Díaz no sólo reprimió la crítica y la disidencia a su sistema de gobierno, impuso censura a novelas, poemas, piezas de teatro, obras plásticas, a la vez que patrocinaba grandes teatros y eventos donde la cultura se confundía con el mero esparcimiento de las clases favorecidas, como su proyecto de un teatro operístico que no alcanzó a inaugurar y que ahora conocemos como Palacio de Bellas Artes.
El dictador becaba y exiliaba, premiaba y reprimía, encarcelaba y festejaba: el mismo gobierno de Díaz que becaba a Rubén Darío, por ejemplo, le prohibió acercarse a la ciudad de México en 1910, en las fiestas del centenario, para no incomodar el embajador de los Estados Unidos. La juventud dorada que prosperó en el Porfiriato y daría lugar a la poesía conocida como modernista, sufrió el sofoco y la represión sistemáticas de ese mismo sistema, situación que se repetiría durante todos los regímenes posrevolucionarios.
Y los grandes artistas e intelectuales mexicanos solían encontrarse, durante más de un siglo, en la equívoca posición de un Justo Sierra: abanderados de un culturalismo gubernamental ineficiente que en realidad sólo decoraba y conmemorable a un autoritarismo corrupto e impresentable. Pocas veces la cultura, las artes y el pensamiento sufrieron un sofoco real más profundo y generalizado que en las épocas de esos grandes padrinos oficiales de las artes.
Durante el Porfiriato se inventó un premio extraño: el exilio dorado para casi todos los grandes intelectuales mexicanos, cuyos méritos patrióticos era difícil negar, pero cuya presencia en el país incomodaba al gobernante: lo mismo Altamirano que Riva Palacio, Payno o Nervo conocieron cierto exilio asalariado en Europa. La mayor censura a la prensa coincidía con grandes ediciones de lujo subsidiado. De don Porfirio a Cárdenas y a las postrimerías del PRI, la persecución sangrienta del enemigo y del disidente coincidía con la celebración del pueblo, de las masas y de los rebeldes en los muros públicos y en las estatuas de bronce, en los discursos heroicos y en las sinfonías proletarias.
Se exaltaban figuras operísticas del indio en estatuas y murales precisamente cuando se implementaban políticas antindigenistas terribles (hubo arte indigenista oficial en el Porfiriato, estatuas a Cuauhtémoc y a los Indios Verdes, óleos, poemas y discursos a la “raza de bronce”, precisamente cuando en todo el mapa se ponían en práctica deliberadas campañas masivas de etnocidio: apaches, tarahumaras, mayos, mayas).
Otro intelectual de esta ambigüedad incómoda fue Vasconcelos, prestigiador y víctima del obregonismo. La izquierda fue perseguida con todo tipo de armas precisamente cuando se autorizaba que los muros públicos, incluidos los del Palacio Nacional y los de la Secretaría de Educación Pública, se saturaban de hoces y martillos y de efigies de Marx y de Lenin, además de la conocida iconografía del pueblo rebelde y revolucionario.
Precisamente cuando más se conmemoraba a los revolucionarios y a la gesta armada de 1910-1920 en todo el mapa, Martín Luis Guzmán debió exiliarse en España y allá publicar El águila y la serpiente y La sombra del caudillo, pues su versión villista incomodaba al grupo sonorense que, después de haber sido su correligionario, había suprimido incluso a Villa. Durante los años callistas y cardenistas de liberacionismo oficial fueron perseguidos los Contemporáneos, los disidentes, amplios grupos populares, el partido católico e incluso todos aquellos -ya eran los años internacionales del corporativismo compulsivo, del crecimiento del fascismo, del nazismo y del estalinismo- cuyo delito era simplemente no estar incorporados en ese cuerpo partidario en el poder, no ser del Partido (PNR, PRM), o caer en su desgracia.
De modo que encontramos, del Porfiriato a finales del siglo veinte, la paradoja de una digamos clase intelectual y artística inevitablemente incorporada al Estado, por la inexistencia de un mercado interno y de otros mecenas o financieros y patrocinadores, que detesta y aun abomina de tal patrocino, pero que no puede manifestar su crítica sino en guiños marginales que se pierden bajo la pesada unanimidad de los ritos y de las normas servilmente acatadas. Una cultura burocratizada que detestaba a sus burócratas, en no tan lejano símil con la situación de los artistas e intelectuales en la Unión Soviética. Intelectuales y artistas como Octavio Paz prosperaron durante décadas en tal sistema, aunque pocos lograron, y eso ya en la vejez y gracias a un prestigio internacional que les confería mucha impunidad, finalmente desligarse públicamente de un sistema del que tanto se habían aprovechado vergonzantemente, incluso como altos funcionarios: altos burócratas, eternos becarios, embajadores permanentes, continuos favorecidos, superinfluyentes omnímodos, asesores personales y confidenciales del Señor Presidente, secretarios de Estado.
En la pintura mural y en la narrativa de la revolución mexicana advertimos claramente esta paradoja: obras que denuncian una cosa y son entendidas como otra: ya no como crítica de la violencia, del autoritarismo y de la injusticia, sino como mera conmemoración (incluso abusiva) de una clase política en el poder, que se permite y aun exige dispendiosos ritos culturalistas para consumo publicitario o sentimental.
Los resultados suelen ser desastrosos: la educación pública, por ejemplo, que fue durante casi un siglo la mayor bandera de los tiranos redentores mexicanos, en realidad no avanzó más que en otros países latinoamericanos que ni presumían de revoluciones populares y libertarias, ni de un Estado programáticamente alfabetizador y culturero. Debe leerse pues la obra de Vasconcelos y de Azuela como una crítica feroz contra el poder de su tiempo; situación que heredan Paz, Rulfo, Revueltas, Fuentes, con sus desgarres y contradicciones permanentes, aunque en formas y estrategias que necesariamente negocian todo el tiempo con ese poder.
Muchas veces, como ocurrió asimismo en los países socialistas europeos, los munificentes recursos destinados a la educación y la cultura en realidad no se dedicaban a esas actividades, sino al bienestar de una clase burocrática que, bajo el nombre de educación y cultura, justificaba sueldos, prebendas, negocios y una gran corrupción. Durante todo ese siglo la burocracia cultural, frecuentemente dominada por el nepotismo y el cuatachismo, consumía más recursos en su bienestar y sus negocios particulares que la propia creación y difusión de obras culturales.
Por cultura se entendió, por ejemplo, los caprichos de las mujeres aculturadas de la familia de López Portillo, por ejemplo, como su esposa pianista y su hermana poetisa y aficionada al cine, a la televisión y a la radio. Por cultura se entendían los saraos de damas aristocráticas, bautizadas por Novo como “cultas damas”, de las épocas de Ávila Camacho a López Mateos. El propio Novo fue el homosexual privilegiado de un sistema brutalmente homófobo, y el ingenioso pero ceremonioso libertino oficial de un sistema integralmente puritano en público, aunque los vicios privados prosperan en la comodidad del patrocinio del poder.
Uno de los momentos más grotescos de esa farsa del tirano que se asumía como apóstol de las artes, y de las artes que lucían como cortesanas del tirano, fue la Olimpiada Cultural de 1968: un patético desfile de culturalismo repudiado tanto internamente como en el extranjero, debido a la matanza de Tlatelolco, pero que de cualquier manera cumplió sus rituales ostentosos programados, y del que todavía quedan, como reliquias ariscas, descuidadas estatuas modernistas a lo largo del periférico del Distrito Federal, cual mojones de chatarra y cascajo.
Muchas veces por nacionalismo, identidad nacional y soberanía simplemente se estaba defendiendo la autonomía de grupo y hasta personal, incluso sobre el derecho internacional, de los caprichos de esa clase política y sus personajes. Durante décadas fue pecado de extranjerismo criticar al Estado, y de entreguismo antinacional el manifestar ciertas dudas y renuencias ante espectáculos tan evidentes como, por ejemplo, la manipulación gubernamental de las elecciones.
Eran frecuentes los actos culturales y artísticos de desagravio cuando el gobierno mexicano o sus personeros eran puestos en entredicho por algún órgano o poder extranjero. Había conspiración contra México en la crítica a Díaz Ordaz o a Echeverría; a López Portillo, De la Madrid o Salinas. Había conspiración contra México y sobre todo contra la cultura nacional, si aquí se publicaba un estudio antropológico, conocido internacionalmente, precisamente sobre la pobreza mexicana, como lo fue Los hijos de Sánchez, de Oscar Lewis. Había conspiración contra México si se mostraba la miseria de barrios capitalinos de la época alemanista, como en la película Los olvidados de Buñuel, contra la que se lanzaron las corporaciones cinematográficas del Estado, como la ANDA, y sus personeros Jorge Negrete y Cantinflas.
Aun así, con esas incomodidades, tragedias y ambigüedades, mucho se pudo avanzar en enseñanza superior, en patrocinio y difusión de las artes y las ciencias, aunque no queda claro cuál fue la ventaja de un régimen oficialmente culturalista como el de México frente a otros de Latinoamérica que no lo eran. La cultura y las artes mexicanas siempre destacaron, desde luego, en América Latina -como es lógico en uno de los países más grandes y ricos de la región-, pero no en la proporción ni del gasto presupuestal ni del uso y abuso políticos que se hizo de ellos.
Muchos artistas e intelectuales, lo mismo Orozco que Tamayo, Vasconcelos que Cosío Villegas, Revueltas que Paz, pese a sus inevitables comercios con ese Estado Omnipresente, que no permitía nichos vacíos, opinaron que no era buen negocio el maridaje oficial de la cultura y el Estado.
Pero a la fecha no han surgido alternativas, pues no existen ni una aristocracia filantrópica que busque desarrollarlas, a la manera de las fundaciones privadas norteamericanas; ni un mercado interno que sostenga su desarrollo, ni partidos políticos u otras organizaciones civiles considerables, de ninguna orientación, realmente interesados en los fines del arte y de la cultura, sino sólo de su utilización política, mediática, propagandística y como ritual en beneficio de los personeros del poder. O su explotación salvajemente comercial, como el folklorismo televisivo.



6) Culturalismo políticamente correcto, incorreciones políticas de la cultura
Si por tiempos modernos pensamos en la época independiente de México, los dos últimos siglos, nos sorprendería que en período tan breve hayan cabido -y hayan perecido- concepciones tan diversas de la cultura/incultura. Durante la mayor parte de ese tiempo cultura no ha significado altos conocimientos -que nunca han sido populares en nuestro país-, sino un modo de vida pretendidamente refinado o socialmente superior.
Cultura durante todo ese tiempo ha sido preferentemente el conjunto de atavismos y ritos de la clase ociosa, que durante el siglo XIX, por ejemplo, pretendía privilegiar los aspectos más populacheros y simplones de la música llamada clásica o seria (piezas simplificadas para piano, por ejemplo), sin considerar ni un momento siquiera que en cualquier parte del mundo (y aun en México, para los conocedores) simplemente se trataba de una incultura algo adinerada propia del “vulgo vestido”.
Esta ignorancia musical predominante en el siglo melómano se reflejaba también en los aspectos más decorativos y corrientes de las artes plásticas (paisajes manidos, payasitos, marinas producidas en serie, retratos pompier).
Se suponía que la cultura era atributo de la aristocracia y de los sectores más favorecidos de las clases medias, de modo que era valorada en términos sociales simplemente por su credencial burguesa o pequeñoburguesa. No es de extrañar, por ello, que los intelectuales o artistas jamás se hayan sentido solidarios con ese público, al que desprecian y aun odian, y en cambio hayan frecuentemente preferido la cultura popular, que solía ser más conocedora, auténtica y de mejor gusto (un músico popular promedio solía ser mejor instrumentista que los pianistas “refinados” que apenas se atrevían a dos o tres piezas escolares; los pintores populares, especialmente los retratistas, pero también los decoradores de todo tipo de artesanías, tenían mayores conocimientos, gusto y ejercicio plástico que los dizque atildados reproductores “académicos” de recetarios de payasitos, últimas cenas, paisajes y marinas establecidos como políticamente prestigiosos en la decoración de las clases supuestamente elevadas).
Lo mismo podría decirse con relación al lenguaje popular frente a la etiqueta social, el baile, la decoración, la oratoria. Ha sido pues común, tanto por parte de los artistas e intelectuales nacionales como de los visitantes extranjeros, el desprecio por la “alta cultura” local y la reivindicación decidida y aun exclusivista de las culturas populares o folklore.
En términos más crudos podría decirse que cultura era el modo de vida más cercano a los modelos de raza blanca, clase adinerada y modo de vida europeo, e incultura se denominaba lo próximo a la vida indígena y campesina, el pueblo, las tradiciones locales ancestrales. Un analfabeto funcional pero con un castellano pretencioso -gerundiano, notarial, sacristanesco- podría sentirse lingüísticamente superior a muchos indios y mestizos que hablaban no sólo el castellano sino varias lenguas indígenas.
De ahí una tradicional complicidad, que podría retrotraerse incluso al siglo XVII, entre los creadores o conocedores auténticos de cultura nueva y el modo de vida popular, aliados contra las modas meramente estamentales de los desahogados o privilegiados en turno. En las artes plásticas esta necesidad de abrevar en fuentes indígenas, indianas, coloniales, populares, ha sido antigua y predomina en toda la producción plástica destacada.
Durante la Colonia la gran mayoría de la población, incluidas sus élites y aristocracias, solía ser analfabeta integral o funcional, y su cultura provenía de fuentes no librescas ni escolares. Cultura eran ritos, ceremonias, desfiles, misas, procesiones, oraciones, bailes, íconos, retablos, fachadas de templos, chismes, corridos, canciones, villancicos, refranes, música eclesial y especialmente el púlpito.
El medio cultural por excelencia de la Nueva España fue el púlpito -los sermones-, que fue heredado por la tribuna parlamentaria durante el siglo XIX, por la oratoria cívica; desde entonces hasta mediados del siglo veinte decir y escuchar discursos era signo mayúsculo de cultura. Hubo supremos parnasos de oradores entre los que destacaba, como todo un tótem, Ignacio Ramírez El Nigromante.
Poco después, a partir del romanticismo, y también hasta poco antes de la Segunda Guerra Mundial, literatura significaba declamación, poesía declamada, y el medio supremo de la literatura eran los poemas célebres de un puñado de autores entre los que predominaban Prieto, Gutiérrez Nájera, Peza, Díaz Mirón, Nervo, Luis G. Urbina, Rubén Darío en voz de declamadores profesionales, o de estudiantes que mostraban su aplicación escolar sobre todo con la declamación. Los poetas románticos y modernistas fueron parte importante, esencial, de la escolaridad de la época... El abuso y la decadencia de esos géneros los volvió emblema de la ignorancia y el mal gusto: el pensamiento mexicano se ufanó den ya no ser discurso, y su poesía de ya no ser declamada. Lo que resulta ridículo: en Inglaterra hoy en día se sigue estimado la poesía musical y los buenos discursos, por ejemplo.
Naturalmente el mayor valor de la cultura durante siglos fue la religión. Los mayores cultos eran curas y monjes/as, y todas las referencias de las escrituras y el santoral, de las ceremonias y los rezos saturaban la práctica cultural. Desde finales del siglo XVIII, la secularización borbónica fue sustituyendo las formas y contenidos religiosos por otros científicos, técnicos, humanísticos, civiles, militares, legales, comerciales, industriales.
Una de las diferencias entre el partido conservador y el liberal en el siglo XIX -con sus matices y naturales excepciones, desde luego-, era la cercanía del primero hacia la religión y lo español; y la búsqueda del segundo de lo legal, humanístico, científico (incluso supersticioso, como algunas prácticas espíritas), técnico y no-español (preferentemente inglés, francés, norteamericano y alemán).
De una mayoría que solía superar el 90 por ciento de nombres clericales entre intelectuales y artistas coloniales, advertimos un descenso a casi cero durante el siglo XIX. Ello también se debió en gran medida a la propia decadencia de la Iglesia católica, en poder, dinero e influencia, de modo que en ese siglo ya no contaba con las instituciones anteriores, ni con grandes maestros, ni reclutaba aspirantes inteligentes y brillantes para sus seminarios. Hubo incluso cierto snobismo anti-intelectual y anti-artístico del clero emberrinchado en el siglo XIX, atenido al “espíritu puro”, a la obediencia ciega a la Iglesia, a cierta austeridad que se volvía miseria en el pensamiento y las artes, casi una “renuncia del mundo”; y ya sólo por excepción aparecían poetas -nunca en el primer rango nacional, ni menos internacional- de sotana, como Montes de Oca y Pagaza.
Ello acaso ilustre el hecho muy destacado que un país tan católico como México no haya participado para nada en ninguna de las épocas mundiales de renacimiento católico. Hubo arte y literatura católicos de gran valor en Francia, por ejemplo, durante la restauración borbónica que sucedió a la caída de Napoleón; después de la derrota ante Prusia de 1870, a fines del siglo XIX, y durante las dos guerras mundiales, así como en las posguerras. Eso se reflejó también, con menor calidad, en España.
En México no hubo grandes autores, músicos, pintores que reivindicaran o rescataran la bandera católica ni menos aun la clerical, si bien algunos nombres, por mera simpatía biográfica o nostalgia familiar, nos recuerdan una siempre irónica visión del catolicismo mexicano, como serían los poetas Nervo, López Velarde, Placencia, Pellicer y Ponce. Pero no hubo resurgimientos de alta cultura católica a la manera de Péguy, Claudel, Teilhard de Chardin, Mauriac, Bernanos... Ni mayor arte plástico religioso (el que sobrevivió, se debió más bien a su proximidad con el folklore); ni grandes oratorios, misas u óperas religiosas. No se sabe, en este país devotísimo de la Virgen María, de una sola imagen icónica destacada de la Virgen posterior al siglo XVIII, ni de Cristo.
Esto debe destacarse porque México siguió siendo una de las sociedades más católicas del mundo, pese a todas las vicisitudes políticas y militares, y en la época colonial había sostenido un alto, a veces muy alto, lugar como cultura y arte católicos a nivel internacional: poesía, arquitectura, plástica, música.
La derrota del partido católico desde la época borbónica, cuando fueron expulsados los jesuitas, la Independencia y la Reforma, alejó al público y a los creadores de bienes culturales y artísticos de ese antiguo centro de producción, mercado y consumo, y los arrojó hacia las esferas secularizadas del poder y los negocios. Aunque siempre hubo poderosa prensa católica, a lo largo del siglo XIX, nunca fue de un nivel intelectual comparable siquiera al promedio de la secular, por decisión propia de atenerse al catecismo y a la obediencia y no a los conocimientos, la creación y la discusión. El clero incluso se ufanaba de condenar novedades y modernidades como cosa decadente y corrupta, cuando no impía.
De ahí la sobrerrepresentación, que siempre ha asombrado a los estudiosos extranjeros, de lo izquierdoso, lo exótico, lo anarquista, incluso lo socialista y lo comunista en la cultura de una sociedad donde seguían prevaleciendo valores conservadores y católicos. Y el largo episodio “surrealista” de una pintura mexicana “comunista” en un país donde ¡casi no había comunistas entre el público de la pintura!, y de una no-pintura-católica mexicana en un país integralmente católico que seguía decorando casas y templos con reproducciones de viejas estampas devotas, todo ello observable desde principios del período independiente, con las salvedades y matices oportunos.
Finalmente, habría que admitir el fracaso, el vacío de formas y contenidos científicos y tecnológicos en la educación, la prensa, el pensamiento y las artes mexicanos hasta casi finales del siglo XX (cuando, al parecer, la computación y el internet rompieron esa inercia creando un nuevo interés entre los jóvenes, y acercándolos a fuentes extranjeras de conocimiento y práctica culturales).
Aunque siempre se dieron excepciones, a veces escandalosamente estridentes (la pintura de Siqueiros, la música de Julián Carrillo), podríamos decir que la cultura moderna en México no hizo caso alguno de la ciencia ni de la técnica: ni pensamiento científico, ni ciencia ficción, ni interés por máquinas e inventos, ni innovaciones tecnológicas. Las artes y humanidades mexicanas (aquí siguiendo una general tradición hispánica, que constatamos en Unamuno) siguieron desarrollándose como si las revoluciones científica y tecnológica no hubiesen existido jamás.
La sociedad mexicana se adecuaba mal que bien, perezosamente, a productos y máquinas importados, pero no al pensamiento ni a la actitud que representaban (de ahí, por ejemplo, el rezago de más de medio siglo con relación a la liberación femenina y al control natal, que aquí sólo prosperaron después de los años setenta, cuando en Europa fueron comunes al menos desde la Primera Guerra Mundial).
La aparición de la computación y del internet creó, por eso, una gran zanja cultural entre los jóvenes formados por ellos, y sus padres y antecesores negados a la ciencia y a la tecnología. En cierto sentido, el llamado humanismo mexicano del siglo veinte siempre pareció a los ojos extranjeros algo anticuado por esa persistencia en una cultura y unas artes negados a las transformaciones modernas de la ciencia y de la técnica, tanto en contenidos y en formas como en instrumentos.
Era incluso difícil en los años sesenta, por ejemplo, escuchar auténticos jazz y rock, para no hablar de música electrónica ni de asistir a happenings, performances o instalaciones plásticas de vanguardia. Se usaban poco las grabadoras en la antropología y los microfilms en la investigación de textos, cuando eran indispensables y básicos en los países avanzados; y fue prácticamente nulo el intercambio entre la nueva visión del mundo de los científicos y técnicos internacionales y el tradicional humanismo filantrópico y anticuadamente literario. Incluso el cine experimental encontraba pocos foros.
De ahí el gran rezago en cuanto modernidad -en el sentido internacional- de la cultura mexicana del siglo veinte, que dio la espalda a las grandes investigaciones, experimentaciones y discusiones de su época, y se mantuvo aislada en una especie de rarificación provinciana, atenida únicamente a tradiciones de las viejas artes y humanidades, proclamadas castizas, idiosincráticas y propias de la “esencia del mexicano”.
Buena parte del disgusto de las generaciones jóvenes desde finales del siglo veinte por la cultura reciente de México es esta extrañeza o disparidad de lo que ven, a través del internet, por ejemplo, como cultura vigente del mundo, y las cansinas pautas mexicanas.