miércoles, 16 de diciembre de 2009

EL PIPIÁN DEL ARZOBISPO

EL PIPIÁN DEL ARZOBISPO

Por José Joaquín Blanco

I
Promediaba el siglo XVIII y el arzobispo de la ciudad de México trinaba contra los mexicanos y las potencias celestiales. Todos ellos, naturales y siderales, se negaban a la Ilustración, al sentido común, a la razón, a la lógica y a la observancia mínima de la decencia y del decoro modernos, al respeto por lo sagrado, en los asuntos del culto.
En vano el padre Feijoo acercaba la ciencia a la religión, y la razón a la fe católica. Se aparecían más cristos, vírgenes y santos en Chalco, Chalma, Amecameca o Apan durante un solo mes, que en toda Europa durante un siglo. ¡Qué tenebrosa y anticuada resultaba esta parte occidental del imperio español! ¡Qué irreverente e irrespetuosa!
¡Y se aparecían por cualquier cosa! Para pedir la construcción de una ermita misérrima en la punta de un cerro pelón, tenía que ocurrir el milagro aparatoso: se abrían los cielos, desfilaban los ángeles con todas sus galas, y el propio Señor del Tormento se hacía entender por el más remoto de los indios, de ésos que todavía no se sabía ni siquiera qué lengua o dialecto hablaban. ¿De veras un templucho de pueblo ameritaba la intervención personal y a toda orquesta del Altísimo, con toda su Corte?
Entonces se desataban -era cosa de todos los días- las molestias para el arzobispo. Visitas, procesiones, cartas, cultos extrañísimos y bárbaros con el pretexto de un milagro católico; representaciones extravagantes de teatro supuestamente sacro y danzas delirantes y salvajes en homenaje a la Virgen Purísima.
La verdad de la fe se asfixiaba entre tanta maleza supersticiosa. Indudablemente supersticiones inocentes, pues salvo uno que otro jesuita, difícilmente se distinguía en la Nueva España a algún indiano con dos dedos de frente. No había malicia intelectual en estas tierras primitivas, concedía el prelado. Pero incluso a las puerilidades y a las supercherías ingenuas había que poner coto. “¡El respeto y la reverencia ante todo!” La religión se estaba volviendo en América un inconcebible teatro de bobos, para mayor escarnio por parte de los herejes y demás enemigos de Roma y de España: ¡Miren el cristianismo salvaje, caníbal, de los españoles!”
Eso en cuanto a los indios, pero las damas criollas más adineradas y altaneras no se quedaban atrás: al primer dolor de muelas recurrían a todos los santos. Lo peor es que los santos acudían ipso facto, las damas se aliviaban y proclamaban en todos los rincones de la ciudad el portento de la muela que les había dejado de doler en cuanto habían pronunciado la jaculatoria: “Sagrado Corazón de Jesús: en vos confío”. Instantáneamente.
Se trataba ya de un chismerío, de un choteo insoportable de la religión. El arzobispo europeo predicó, al igual que varios de sus antecesores, contra tan vulgar trasiego de lo sagrado. Los fieles debían recurrir a las potencias espirituales sólo para asuntos del Espíritu, con una actitud reverente y respetuosa; y dejar lo demás a los curanderos o al Protomedicato, a su propio esfuerzo y al sentido común.
Los mexicanos de todas las clases sociales no disimularon su disgusto: que allá, en la moderna Europa, se anduvieran con sus remilgos filosóficos; aquí los santos servían para todo y muy contentos. Ni a los mexicanos ni a las potencias celestiales les desagradaba tal familiaridad en el trato. Todo lo contrario. Para eso sobre todo servían los santos: para que los frijoles no se quemaran y los dulces de almendra con frutas confitadas quedaran en su punto. Sabrosísimos. Así había ocurrido desde la primera evangelización.
Sólo a los gachupines, y especialmente al arzobispo, les fastidiaba que los moles, los chiles rellenos, los tamales y el chocolate requirieran de la colaboración expresa y gustosa del empíreo, que por lo demás nunca se les negaba a las cocineras mexicanas. “Al envolver el tamal pibil con hojas de plátano debe decirse con devoción: ‘Jesús, María y José’, o se rompe la masa”, instruían los recetarios.
El arzobispo era malhumorado y violento. Y un buen día lanzó una bula de excomunión mayor contra todos aquellos que, sin distingo de su raza o condición social, tomaran a los santos, a Dios y la Virgen como sus juguetes, y con absoluta falta de veneración y respeto los molestaran para los más menudos y mezquinos episodios de la vulgaridad cotidiana.
Quedaban también excomulgados quienes inventaran o divulgaran que, por ejemplo, la Inmaculada había multiplicado las enchiladas, de modo que alcanzaran para ciertas inesperadas visitas de la señora Cisneros, devota de Nuestra Señora del Refugio y vecina de la calle de Cordobanes.
O que la Madre de Dios había soplado sobre el plato de una abuelita, consentida de la Virgen del Pilar y vecina de Arco de San Agustín, a fin de que el caldillo de chipotle de unas albóndigas, demasiado picante, no le fuera a irritar el estómago. Todos los platos, procedentes de la misma cazuela, picaban como el mismo infierno; sólo el de la abuelita no. “Un chipotle celestial. ¡Bendito sea Dios!”
Mustios y taimados, los mexicanos no protestaron de viva voz contra la intransigencia ilustrada de Su Ilustrísima, pero disminuyeron las limosnas en catedral y se alejaron del alto clero metropolitano. Iban a los templos a entenderse al tú por tú con las imágenes, sin respeto ni reverencia alguna hacia sus ministros mayores. El arzobispo no se dejó amilanar. “Es cuestión de mostrar mano fuerte durante un tiempo, ya aprenderán”, se dijo.
Por desgracia, el bajo clero nativo se rebeló, también subrepticiamente, mustio y taimado, contra su arzobispo, y a trasmano alentaba a los feligreses a continuar con sus rústicas costumbres tradicionales. Un fraile betlemita desaforado (al fin y al cabo era una orden guatemalteca) llegó a declararle a una beata, según le reportó un espía a Su Ilustrísima: “Los obispos pasan, los santos se quedan”. Los curas y las iglesias pobres incrementaron por arte de magia su público y sus ingresos.
Lo que no se esperaba el arzobispo era que también las potencias celestiales se le rebelaran. Creía tenerlas en un puño a ellas también: por algo era la cabeza de la iglesia mexicana y el representante del Papa.
Se trataba de un extremeño narigón y desgarbado, prepotente, de mala digestión y peor sueño, que rara vez alcanzaba a dormir dos horas seguidas.
Pues he aquí que una madrugada, cuando por fin había logrado su sueño más profundo en muchos meses, se le apareció la Virgen del Carmen. Nunca se le habían aparecido personalmente las potencias celestiales allá en Europa, a pesar de su larga y prestigiosa carrera eclesiástica. Ni en París ni en Zaragoza, ni en Florencia ni en Roma. ¡Pues en México sí! Y para decirle ¡qué cosas! Verdaderamente se trataba de un país incorregible.
Se despertó sobresaltado, angustioso, con la garganta seca. Todavía sentía impreso en sus miopes pupilas un paisaje suntuoso de nubes multicolores y agitadas, con ángeles y profetas, padres de la Iglesia, mártires y confesores, vírgenes y querubines. Una “gloria” o un “aquelarre a lo divino” de Tintoretto o de El Greco. Y la mismísima Virgen del Carmen que le hablaba: “¡Levántate y apréstate a socorrer a mi hija muy querida sor Magdalena del Amor de Dios, del convento de la Encarnación, porque se ha cagado!”

II
El arzobispo no conocía personalmente a las monjas mexicanas. Las evitaba; las detestaba. Eran latosas y pedigüeñas, cursis y ridículas. Todos los días le mandaban cartas y platillos, bordados y más cartas. Todo el tiempo se hacían las que Dios les hablaba para cualquiera de sus boberías. Se las había encomendado a los sacerdotes que lo auxiliaban, con la consigna de mantenerlas a raya, con severidad. Eran además histéricas y mitoteras. En las elecciones de abadesas solían aparecer hasta monjas descalabradas y asesinadas dentro de los mustios conventos novohispanos. “¡A otro con cuentos de monjas mexicanas ‘amiguísimas de la Virgen’! ¡Disciplina y mayor severidad!”
Se preguntó si existiría realmente alguna sor Magdalena del Amor de Dios en el convento de la Encarnación. Si no se trataría más bien de una burla del Maligno, quien así se infiltraba en sus raros momentos de sueño profundo para fastidiarlo y burlarse de él, con el vulgarísimo humor mexicano.
Se disponía a tirar del cordón de la campanilla que colgaba junto a su lecho, para enviar a algún sacerdote al convento a averiguar el misterio, cuando un extraño temor lo contuvo: ¿Y si la orden fuese cierta? ¿Desacataría la voluntad de la Virgen del Carmen?
Por otra parte, si tan sólo se trataba de una broma del diablo o de una mera pesadilla, producto de los “bizcochos mantecosos” que había cenado (obsequio de las “malditas monjas de Santa Clara”), corría el riesgo de volverse el hazmerreír de sus subordinados.
Se imaginaba ya a todas las beatas mexicanas, emperifolladas con sedas, brocados y joyerías, pelucas y rellenos, cuchicheando en misa. Chaparritas, muy bustonas y caderonas, pero con los pies embutidos en zapatitos de miniatura, porque calzar chiquito era elegante, y en eso destacaban las mexicanas sobre las españolas: en el precioso pie chiquito, seguramente ya contrahecho, con los dedos comprimidos y apelmazados... Las damas mexicanas nunca dejaban de platicar durante las ceremonias religiosas, ni de mascar chicle como castañuelas, ni de comer antojitos que portaban descaradamente en canastillas. Salsas, guacamole, frutas en almíbar: todo. Frente al altar, en plena misa. Rece y rece y come y come.
Había las que fumaban como chimeneas entre los dóminus y los vobiscum, dignas de una taberna. Y las más descaradas que encomendaban a sus criadas que les llevaran un jarro de chocolate espumoso y calientito precisamente a la mitad del sermón (“Porque de otra manera”, alegaban, “¿quién aguanta los interminables sermones de Su Ilustrísima?”), como si la Santa Misa fuese comedia o corrida de toros.
Las imaginaba risoteando bajo sus mantones, mantillas, tápalos y rebozos, dizque escondiéndose en el dale que dale de sus abanicos perfumados: “¿Ya te enteraste de lo que sueña Su Ilustrísima? ¡Esos sí que son sueños de obispo!”.
Se incorporó, se vistió de prisa y se hizo conducir por su alarmado cochero (medio borracho) al convento de la Encarnación. Efectivamente existía una sor Magdalena del Amor de Dios y efectivamente se había cagado.
La pobre mujer, según le refirió la abadesa, llevaba días con una “gran flojedad de estómago”, con unas “cámaras” de santo y señor mío.
Estaba ya tan debilitada que había quedado como desfallecida en su catre, y le había ocurrido el percance en mitad de su desfallecimiento, sin que lo advirtiera.
La celda apestaba a zahúrda. El arzobispo ordenó a las desmañanadas y azoradas monjas que la limpiaran de inmediato; la bendijo apresuradamente, le restregó su anillo episcopal (que se propuso hacer lavar de inmediato) en los labios, y regresó a su palacio. No pudo volver a dormir, ni siquiera a dormitar durante tres días.
Ahora quien desfallecía, pero de insomnio, era él. Y así, débil y apagado, recibió de pronto ¡cinco! canastas de dulces de almendra con frutas confitadas, elaborados por las monjas del convento de la Encarnación. Simulaban florecitas, estrellitas, angelitos, conchitas de mar.
¡Sor Magdalena del Amor de Dios había sanado! Su estómago se había repuesto de tal modo que había engullido, frente a toda la comunidad extasiada, tres platos de manchamanteles, platillo de prueba para los estómagos más duros, incluso entre mexicanos.
Todas las monjas del convento de la Encarnación cantaban en loor del primer milagro de Su Ilustrísima. No se hicieron esperar, por docenas, gestos de gratitud similares por parte de las monjas de los demás conventos de la ciudad. La catedral parecía dulcería.
Ese milagro del arzobispo desmentía los perversos rumores de que el prelado europeo malquería a los naturales de la tierra, y demostraba cómo en plena madrugada Su Ilustrísima se desvivía para proteger a sus “humildísimas hijas mexicanas”.

III
Vino el jueves de Corpus y su misa solemne, frente al virrey, aunque distante cosa de veinte metros.
El arzobispo predicó contra la conjura de jansenistas y luteranos europeos. Deshizo: desgarró, pulverizó todos sus maquiavélicos argumentos. Y se hallaba en lo más alto y arduo de su disertación, con san Agustín y el Crisóstomo, Vieyra y santo Tomás en la boca, todos anudados en un haz invencible contra la herejía, cuando el mismísimo arcángel Rafael se apersonó en las alturas de catedral; se abrió paso desde las bóvedas y le susurró al oído: “El virrey se acaba de tirar un pedo”.
El arzobispo se demudó. Perdió sus autoridades, sus citas latinas. Se le extraviaron Vieyra y el Crisóstomo, san Agustín y santo Tomás. Tartamudeó. La mente le quedó completamente en blanco. Nunca le había ocurrido semejante cosa en su larga y prestigiosa carrera de predicador europeo. Ni en Toledo ni en Valladolid, ni en Milán ni en Viena.
Lo más espigado de la sociedad española y criolla lo miraba expectante, como si hubiese sufrido un infarto. Un silencio funeral se abismó de pronto en catedral, siempre tan ruidosa como un mercado. Pero Su Ilustrísima no se dejó amilanar por el arcángel Rafael:
-Recemos todos por Su Excelencia el señor virrey, que sufre de una necesidad muy grave –dijo, y encabezó un paternóster sonorísimo, que todos los fieles acompañaron sobrecogidos.
Mal que bien concluyó la ceremonia. Entonces se le acercó el virrey, confuso, pues no sabía cómo interpretar el gesto del arzobispo, si a modo de reconvención o de auxilio:
-¡Pero qué sutil olfato posee Su Ilustrísima! –le susurró el virrey.
-Parece que en la Nueva España los ángeles lo huelen todo –repuso, críptico, el arzobispo.
Y se retiró parsimoniosamente a la sacristía, rodeado por toda su corte de diáconos y canónigos, entre humos de incensario y letanías polifónicas.
Ni así cedió el arzobispo. Ya era tiempo de acabar con las supersticiones irreverentes y las tonterías irrespetuosas de la Nueva España. Pero tampoco las potencias celestiales cejaron en su rebeldía contra el afán modernizador y reformador del arzobispo. San Pedro y san Pablo, Cosme y Damián, san Hermenegildo y santa Cecilia se le aparecían a cada rato, con encomiendas caprichosas. Ya no podía dormir ni un cuarto de hora, ni comer, ni rezar su breviario, ni celebrar ceremonias. A cada rato le ocurría una aparición celestial con su recomendación apremiante.
Debió avisar a las monjas de San Jerónimo que se les estaba llenando de ratones la alacena. De parte de san Cosme.
Al párroco de Loreto, que se cuidara mucho de su sillón favorito, porque la pata delantera izquierda se estaba zafando y podía darse un mal golpe. De parte de Ecce Homo.
A un barbero de la Calle de Puente Viejo, que revisara su bolsillo, porque le acababan de dar dos monedas falsas. De parte de san Sebastián.
Y a una solterona de la calle de Pila Seca, que no desesperara, porque un viudo de la calle del Relox, a quien encontraría ese viernes en la tertulia de la Chata Méndez, estaba considerando seriamente proponerle matrimonio. Claro: de parte de san Antonio.
El escapulario que se le había perdido a fray Tomé de Simancas estaba atorado en un limonero del convento de San Bernardo. De parte de san Bernardo.
La imagen de madera estofada y policromada de la Madre de Dios, venerada en la capilla del convento de Santa Isabel, a la cual se le habían roto dos dedos de la mano derecha cuando la sacudió una pobre monja distraída (quien ya se creía condenada al infierno y no había modo de consolarla), se había restaurado por sí misma. De parte de la Virgen de Monserrat.
Las grietas del locutorio de San José de Gracia se habían restañado igualmente por sí mismas. De parte del Niño Jesús.
Meses y meses de insomnio e indigestión, jaquecas y pálpitos. El tenaz reformador y modernizador eclesiástico finalmente sucumbió ante la voluntad de las potencias celestiales. Comprendió que deseaban seguir en México como siempre, con su religión al antiguo modo, irreverente e irrespetuosa, pueril y supersticiosa.
“¡Allá ellos!”, decidió. Y revocó su bula. Predicó entonces, con recuerdos de san Francisco de Asís, que Dios y los santos asisten a sus devotos incluso en sus nimios caprichos; y debió citar a la madre Teresa por aquello de que Dios también andaba entre los pucheros.
Totalmente vencido, le prometió a la local Virgen de Guadalupe (de la que había sido feroz enemigo, como casi todos los arzobispos coloniales) auxiliar a tres novicias sin dote del convento de la Concepción si le devolvía el sueño. El milagro, naturalmente, se le concedió de inmediato y pudo dormir placenteramente, pero a pierna suelta, todas las noches de los últimos tres años de su vida.
Lo que más le agradó fue no volver a recibir ningún mensaje del cielo. ¡Qué tranquilidad!
Pero cuando las potencias celestiales por fin lo habían dejado en paz en este mundo, decidieron llamarlo al otro. Durante décadas corrió la leyenda de que el antimilagrero arzobispo milagrero regresaba a los conventos de monjas de la ciudad de México todas las noches, como emisario de Dios, las vírgenes y los santos. De parte de san Pedro y san Pablo, de Cosme y de Damián, de san Hermenegildo y de santa Cecilia
En los archivos del Vaticano duermen gruesos legajos de peticiones de canonización suscritas por varias generaciones de monjas mexicanas, todas beneficiadas ante testigos por los innumerables portentos de aquel milagroso arzobispo antimilagrero.
Hay una variante capitalina del poblano pipián rojo, llamada el “pipián del arzobispo” (invención atribuida a la muy agradecida sor Magdalena del Amor de Dios, del convento de la Encarnación), que se aceda si no se rezan tres jaculatorias en el momento preciso en que empieza a soltar el hervor, en honor de Su Ilustrísima. O puede repetirse tres veces la misma jaculatoria: “Sagrado Corazón de Jesús, en vos confío”.

martes, 1 de diciembre de 2009

UMBERTO ECO

UMBERTO ECO: APOCALíPTICOS PERO INTEGRADOS

Por José Joaquín Blanco

Desde mediados del siglo XVIII Europa ha soñado sueños norteamericanos: París-Francia siempre ha querido ser París-Texas. Y no precisamente por los altos sueños humanísticos que suelen ser atípicos y minoritarios en todos lados, sino por codiciables realidades materiales, por una tecnología del bienestar.
En alguna ocasión, molesto por la pedantería europea de los "ismos" y vanguardias, Edmund Wilson se lanzó la boutade de afirmar que la verdadera obra maestra de la cultura del siglo XX era norteamericana: el WC albísimo y mecanizado como enfermería de hospital de lujo en todas las viviendas de la clase media.
El excusado norteamericano no es la menos desdeñable ni la más prescindible de las banderas de la modernidad, pero deberá competir con otras que causaron gran revuelo en los medios artísticos, intelectuales y académicos de hace un cuarto de siglo: la televisión, la canción comercial (grabada en discos), los cómics, el cine y, en fin, los grandes rubros de la industria del entretenimiento que no se ha dudado en llamar "cultura de masas", "cultura industrial" y hasta "cultura popular".
Sobre todo en los años cincuenta los medios culturales europeos se enfrascaron en una gran discusión sobre la producción industrial de entretenimiento. Destacaron los escritores italianos, como Pasolini y Umberto Eco. En 1965 se recopilaron los ensayos de Eco en Apocalípticos e integrados, volumen que se tradujo al castellano en 1968. Este libro inteligente y desmesurado ha ejercido una vasta influencia durante dos décadas, especialmente por su capacidad de provocar, de sacar de sus casillas al arte del ensayo, de enfrentarlo a nuevos y temerarios modelos y caminos, como el de estudiar cómics tipo Superman, Charlie Brown o Steve Canyon o la cara que ponía Rita Pavone al cantar "El martillito", los montajes de los comerciales de TV y las más idiotas novelas policiacas, todo ello como si se tratara de la Summa Theologica o de cuadros de Kandinsky o Klee, o de poemas de Mallarmé, o de pensamientos de Bertrand Russell.
Como Marshall McLuhan y otros distinguidos semiólogos, Umberto Eco empezó como medievalista, estudiando a santo Tomás y se le nota: su semiología popular es una escolástica que no tiene de asombroso sino el objeto --productos industriales de consumo-- al que se aboca. De la ultramecanizada escolástica del siglo XIII --ese siglo técnico por excelencia-- Eco extrajo las supersónicas estructuras de sus teorías de semiótica. Una de sus armas, la más influyente (piénsese en las Mitologías de Roland Barthes, por ejemplo), fue la de considerar las manifestaciones vulgares de la industria de consumo como "signos" equiparables a los de la religión, los museos y las academias. Como Andy Warhol, ensalzó la sopa Campbells y la sometió a los rigores filosóficos de santo Tomás, como si se tratara de la existencia de Dios o de la inmortalidad del alma.
A casi tres décadas de distancia, este aspecto guarda algo de frescura, pero también ha perdido mucho: lo que era entonces divertido y hasta subversivo --poner a la Sopa Campbells en un museo o a Rita Hayworth en el lugar de una madonna--, ahora es simplemente convencional: todo el mundo lo hace sin intención irónica alguna.
El triunfo de la cultura industrial ha sido tan plenario que sus productos ya rivalizan o superaron a los de la civilización arcaica y ocupan sus tronos: sin necesidad de blasfemias irónicas, con puntual y boba literalidad, los cómics son más respetados y atendidos que filósofos como Bertrand Russell; la TV no le pide nada a las catedrales --es catedral ella misma, especialmente cuando el papa se vuelve una estrella de TV, y hace de la religión un espectáculo televisivo financiado por firmas comerciales: sus anunciantes y patrocinadores-- ni a los tribunales de antaño, y Juan Gabriel dirige --en serio, solemnísima y eficazmente-- más destinos de "amor platónico" que todos los Diálogos de Platón. Los chistes de los enfants terribles se volvieron austera y sólida realidad unidimensional de la siguiente generación.
Otro aspecto, mucho más perdurable, de la estrategia de Apocalípticos e integrados es su denostación de la cultura burguesa, entendiendo por ella la civilización dirigente del siglo XIX. A diferencia de la cultura de masas, o industrial, o de consumo, o "popular", del siglo XX, que se dirige homogéneamente a todos, aunque imponga sólo valores burgueses; aquélla, la del siglo pasado --que entre nosotros duró hasta mediados de éste--, era muy selectiva: sólo hablaba para la burguesía, o para quienes se empeñaban en parecerlo (pequeñoburgueses). Era por ello enormemente aristócrata y parsimoniosa, se constelaba de especiosos rituales y de exigencias culturalistas, a fin de hacer más difícil el acceso al reino de los escogidos. Leer entonces, en el siglo pasado, novelas o poemas, era principalmente ser parte de la élite social. La "alta cultura" no era sino un ritual social de la clase "alta". Fue la época del culto a la letra impresa, al piano doméstico, al gusto en el vestir, al mobiliario y a las normas de urbanidad, a los buenos sentimientos y a las mejores costumbres. Lo que más odiaba la burguesía era la "vulgaridad" de lo homogéneo, común, masivo, uniforme. Lo peor que podía ocurrirle a quien se quería culto --como una manera de ser gran burgués-- era parecer plebe, common, uno de tantos.
La primera reacción contra la cultura de masas vino de la propia cultura burguesa: la clase media de otros tiempos, venida a menos, se encontraba con que las nuevas clases medias masificadas no querían disfrazarse de aristocracia: amaban lo común, lo homogéneo, lo charrote, lo basto, lo grueso.
Esta reacción tomó el disfraz de la crítica culturalista: los cómics, la TV, el Hit Parade serían tan analfabetas, tan poco intelectuales, tan poco individuales, tan carentes de profundidad y de minuciosos y abundantes ritos selectivos, frente a los grandes productos de la Cultura-a-secas...
Umberto Eco demuestra que no hay tal. La Cultura-a-secas jamás existió: la enorme mayoría de las novelas de folletín o de los poemas del siglo XIX no eran peores que la enorme mayoría de las telenovelas o de las canciones actuales; incluso antes, en la Edad Media y el Renacimiento, hubo quien vio en las copias "xilografiadas" de la Biblia ("biblias de pobres") o en el arte escultórico de las catedrales (los "libros de piedra" del abad Suger, tan denostados por san Bernardo), vulgarización, aplebeyamiento, simplificación, perversión de la cultura.
La cultura de consumo podrá ser lo pésima que se quiera, pero no será en favor de las antiguas culturas con pretensiones de clase (poemas de Nervo, Para Elisa, folletones novelísticos, bodegones en el comedor, retratos pompier en la sala, discursos muy engolados, mesitas retacas de bric-à-brac exóticos...) como se la logre denunciar.
De hecho, no se logrará denunciarla de ninguna forma. Una lectura veinticinco años después de Apocalípticos e integrados nos demuestra el triste espectáculo de Umberto Eco, que quiso ser imparcial entre los denostadores y los adoradores de la cultura de masas, como el más "apocalíptico" de todos. El integrarse a la cultura de masas no le quito asistir a la debacle de los prestigios y del poder de la cultura en la sociedades occidentales norteamericanizadas de la postguerra. Como integrado, Umberto Eco resultó bastante apocalíptico.
Su apasionada defensa de la televisión y de los cómics y las canciones como medios capaces de democratizarse y de democratizar; su idea de "una cultura compartida por todos, producida de modo que se adapte a todos", etcétera, resulta tan quimérica o más que muchos berrinches dannunzianos contra el Baal de la cultura enlatada. Se oye tan lamentable como André Gide, en el abismo de la Primera Guerra Mundial, cuando un día va al Louvre y lo encuentra desierto; anota en su Diario: "El Louvre vacío, ¿el fin de una civilización?".
Umberto Eco tenía razón: las grandes esculturas de las catedrales europeas surgieron, como la TV, como cultura de masas, para ilustrar de bulto --ideas exteriorizadas-- a la muchedumbre analfabeta; pero esas enseñanzas no terminaron siempre, ni la mayor parte de las veces, ni siquiera muchas veces, en los grandes museos, sino en las tiendas de mercancías religiosas. Lograron la vulgaridad que se propusieron no tanto en las escasas obras maestras admiradas por los doctores en arte, sino en la parafernalia infinita de sacristías y puestos de atrio. Todos esos sagrados corazones e inmaculadas de yeso o plástico. Tal es la religión en imágenes. Así, la TV y los comics dejarán a los museos unas cuantas muestras de riqueza plástica o de plenitud de sentido --Superman, la lata Campbells, algún botón de muestra de la serie televisiva Bonanza--, pero siguen y seguirán siendo sobre todo, fundamentalmente, como norma inquebrantada, la vulgaridad, la tontería, el abuso cultural, la plebeyez intelectual y la porquería sensible que tanto codician y tan exitosamente logran. Esa porquería, y no irónicas antologías del Camp o del Kitsch, es lo que pide la muchedumbre devota a la TV dadivosa: estupidización recíproca, vasta y cumplida, sin ironía alguna. Una estupidez televisiva se plantea con la misma solemnidad asnal que un sermón de un ministro, gerente o arzobispo.
Lo más curioso de la Caja Idiota es que no sabe que es idiota, no acepta que nadie piense o le diga que es idiota; ya hasta se le olvidó que alguna vez se le llamó idiota: la TV se piensa como altar, enciclopedia, universidad, tribuna, catedral seriesísimos del mundo. Y lo es.
A final de cuentas, el denostador de la vieja cultura como "hecho aristocrático", como hipocresía clasista que pretendía despreciar la cultura de masas cuando en realidad lo que odiaba era a la masa misma, como "interioridad refinada" por cursis pretensiones snobs, Umberto Eco, queda ante nosotros como un "apocalíptico" capaz del hecho más refinado, singular, e incroyable de todos: la excentricidad de soñar una cultura de masas ¡aristocratizada!, una novela policiaca que rivalizara, en lujos de civilización aristocrática, con Stendhal (El nombre de la rosa) o un melodrama de erudición baladí y excéntrica como Walter Scott, Dumas o Salgari (El péndulo de Foucault, que falló precisamente porque el autor dejó de creer en su propio juego, y quiso tomarlo a guasa, como antinovela cortazariana); una cultura de masas pero de masas eruditamente aristocratizadas, capaz de encarnar en la etiqueta de una lata de sopa --erudito microcosmos-- tantos signos como el más cargado de prestigios de los cuadros de Van Gogh; una cultura de masas bibliomaniáticas dadas a leer en un cómic como Charlie Brown lecturas stevensonianas y ultrafreudianas, que lectores "aristocráticos" de otros siglos no se habrían atrevido a suponer ni en Dante; una cultura de masas sapientísimas y perspicacísimas que en unas cuantas sílabas de una canción de Hit Parade como la de Rita Pavone mete tanta erudita ninfomanía que deja corto a Vladimir Nabokov y avergonzada a la meramente libresca, elitista, aristocratizante Lolita...
No, Umberto Eco no quería tanto celebrar la cultura de masas real, sino inventar una cultura de masas utópica, un ideal erudito y excéntrico de anticultura personal. Quería robársela para su especiosa y pretensiosa academia semiológica y para su arte, que resulta más medieval y aristocrático, precisamente cuando se pretende más moderno que la Pepsi.
Digamos que en Apocalípticos e integrados Umberto Eco fue un escolástico de la secta McDonalds en el cubículo IBM de la universidad medievalista Texaco.
Ahí descubrió, con santa Teresa, que Dios también andaba entre los pucheros, pero lo dijo de manera más propia de la publicidad de un best-seller: dijo que la Cultura andaba solamente o sobre todo en las sopas Campbells.