jueves, 15 de octubre de 2009

JOE ORTON


ORTON: COMO ASESINAR A TU COMPAÑERO

Por José Joaquín Blanco

Acaso la historia de amor más horrorosa imaginable entre la Intelligentsia de los años sesenta que protagonizó la Liberación Gay, sea la de los escritores británicos Joe Orton (1933-1967) y Kenneth Halliwell, altamente exitoso el primero y totalmente fracasado el segundo, quienes murieron en las primeras horas del 9 de agosto de 1967: Halliwell mató a martillazos a su amante (una relación de 16 años), en un arrebato de locura, aunque no sin premeditación ni sin sobradas señas y amenazas previas, y en seguida se suicidó con 22 pastillas de Nembutal. El asesino, el suicida, el fracasado Halliwell, unos 8 años mayor que la víctima, dejó un letrero en el escritorio: "Todo se aclarará si leen este diario".
El Diario de Orton se trata de una libreta que apenas se ocupa de los últimos ocho meses de la vida de ambos, y que fue escrito por sugerencia de su agente literario a fin de hacer negocio como pornografía y escándalo. Después de servir de evidencia para las investigaciones policiacas, se publicó en inglés en 1986 y dos años después en castellano, en una horrorosa versión de coloquialismos y barbarismos madrileños (Grijalbo).
No tiene mayor valor ni literario, ni pornográfico, ni ideológico: se trata simplemente de un desfogue narcisista de Orton, lleno de las más ingenuas y cursis autocomplacencias físicas ("'Oh, que polla tan grande tienes', dijo acariciándomela. Comprendí todo lo que se perdía en Marruecos por no hablar el idioma") y profesionales (la resignación condescendiente a ser contemporáneo de "señoritos clasemedieros" como Harold Pinter), con rápidas enumeraciones fornicatorias que no llegan a la pornografía, sino a una especie de facturación o censo de coitos callejeros y prostibularios, totalmente convencionales, y sin toques de humor o de mitificaciones que los rodearan de algún interés. Pero sí tiene un valor como "retrato de un matrimonio" gay de vanguardia: un retrato deprimente, aun sin su desenlace de nota roja, tanto más cuanto que el editor John Lahr considera que, en buena parte, también fue escrito para molestar a su atribulada pareja, que con toda certeza a escondidas iba leyendo diariamente los exhibicionismos verbales del éxito y la publicitada promiscuidad de su narcisista y arrogante compañero.
"Cuando Joe y Halliwell estaban juntos frente a otros se peleaban continuamente. Al principio se reían de ello contigo y los dos eran iguales. La verdad que ese día me entró un dolor de cabeza espantoso al cabo de hora y media. He conocido a parejas marrulleras que sabían muy bien cómo tenían que pelearse, pero nada parecido a ellos dos. Me sentía fatal. La claustrofobia de su habitación, sumada a la claustrofobia mortal de su matrimonio me resultaba insportable..." (Ward).
La historia empezó en 1951. El adolescente impreparado (expulsado del colegio) Joe Norton, de orígenes obreros muy pobres, conoce al muchacho clasemediero de unos 25 años Kenneth Halliwell, quien lo hace su amante y su protegido: lo lleva a vivir a su casa, lo mantiene y conforma todo el mundo de Joe Orton durante los siguientes 7 u 8 años, por lo menos. De hecho, Orton no empieza a ganar dinero propio como dramaturgo sino 11 años después de vivir con Halliwell, a fines de 1963, y muere en la casa que éste había comprado.
Ambos querían ser actores: ambos fracasaron. Halliwell ambicionaba, además, ser escritor: tenía una avanzada formación literaria, podía leer a los clásicos y a los modernos incluso en sus lenguas; se sentía un verdadero artista por temperamento, un rebelde, un moderno, un luchador de la libertad sexual y cultural de los nuevos tiempos: Joe Orton se embebió completamente de todo ello, al grado de llegar a colaborar como co-autor de Halliwell en novelas, sátiras, cuentos de todo tipo que quedaron inéditos. (Al principio, señala el editor y biógrafo de Orton, John Lahr, esa coautoría difícilmente significaba para Orton algo más que mecanografiar los dictados de Halliwell).
En realidad Halliwell fue, durante la mayor parte de esos 16 años, el del "talento" --al que se le "ocurrían" muchas cosas brillantes--, pero el incapaz de construir algo verbal, escénica o pictóricamente con él; sin embargo, cuando hay algún buen chiste, algún buen juego de palabras, alguna buena referencia en el Diario y en parte del teatro de Orton, ya sabemos de dónde viene.
Pero Orton tenía las verdaderas herramientas del ego artístico: la autoestima, el coraje, la ira, el rencor social, la intrepidez, la valentía civil, las ganas de hacer las cosas pese a todo y contra todo; también y principalmente, la disciplina artística: escribir, corregir, tachar, regresar, probar, volver; era el perfectamente capaz de construir obras brillantes y de tomar el material de donde se pudiera, como cualquier otro autor, aunque ese donde fuese a veces Halliwell.
El caso de Kenneth Halliwell es bien conocido por los profesores de literatura: el muchacho inteligente, trabajador y aun talentoso que no puede ser escritor, sencillamente porque lo quiere demasiado. Se ha elaborado tal mito, tal obsesión, tal angustia, tal importancia de la Literatura, que jamás consigue la mínima naturalidad imprescindible para escribir siquiera una página pasable. Su principal enemigo es su propia tensión, su propia ambición literarias.
Hay una descripción del fracaso de Kenneth Halliwell como actor, que se aplica también el literario: "Tenso, es lo primero que se te ocurre para definir a Halliwell. Estaba organizando su imagen tan enérgicamente, con tal fuerza, que nunca le vi tranquilo. No podía relajarse nunca..." (Marowitz).
"Halliwell era serio incluso de adolescente. Según se deduce de los comentarios de sus profesores cuando empezó a estudiar en la academia de arte dramático, la tensión de su actitud defensiva ya era patente en la tensión de su cuerpo, de su voz y de su personalidad. En el escenario era todo transpiración y nada de inspiración. Lo que se percibía en su interpretación no era firmeza sino timidez" (Lahr).
A Joe Orton le valía madres todo lo que Halliwell idolatraba. Orton tenía un Ego poderosísimo, alimentado por su rencor social (sin socialismo: como lo decía cínicamente, se trataba tan sólo de no olvidar que "Ellos" lo habían tenido "en el arroyo" durante su infancia y su juventud, hasta que lo rescató Halliwell) y por una lujuria obsesiva, que él mitologiza como fuerza colérica, ultraviril, lo-Unico-en-la-Vida, y mejor si se trata de adocenadas orgías instantáneas en bien apestosos urinarios públicos.
Orton pertenece a ese prototipo sesentero del joto-supermacho de jeans y escupitajos; a ese artista sesentero que no admira a ningún otro artista más que a sí mismo (ni a su propio arte, si no tuviera la certeza que es de él mismo). Pero tuvo una intuición genial: burlarse de toda la atmósfera literaria de Halliwell.
Hacer farsa de la tradición literaria inglesa --del estilo mandarín, del pito de Winston Churchill, del "mundo judeo-cristiano" (poniendo a copular a padres y a hijos)-- con un notable humor, por muchos calificado genial. Harold Pinter y Tennessee Williams apreciaron sus obras.
¿Se burlaba de la tradición literaria inglesa o del propio estilo del pobre Halliwell, como sospecha su editor? Tal vez de ambos. La intuición trajo el éxito, el escándalo, la fama. El discípulo se convirtió en el amo --y en el amo de un ex-maestro que, ya al borde de los cuarenta años, seguía siendo un insoportable principiante, a quien además el fracaso abrumaba con todos los horrores de una depresión crónica, rencores, inseguridades, somatizaciones--, y redujo a su compañero al papel de sirvienta (Halliwell por supuesto es descrito como loca, amanerado, impotente, pudibundo, monogámico, cursi, demodé, traumado y otros insultos de la época).
Es más: alguna buena parte de las obras famosas de Orton --Entertaing Mr. Sloane, The Ruffian on the Stair, Loot, What the Butler Saw, etcétera-- son versiones burlescas de la obra conjunta, aquella vez en serio, de los amantes en su anterior coautoría o bien reciben una colaboración esencial de Halliwell, quien por lo demás, por mínima congruencia o por desastre total, había renunciado a la ambición y a los sueños literarios de toda su vida, cuando la balanza se decidió tan claramente por Orton. Pudo pensar que hasta de su vocación y de sus ensueños había sido despojado, o había consentido en despojarse a sí mismo. Era "una nulidad de mediana edad..."
De modo que el Diario de Orton refleja este matrimonio que ya no guarda de sus antiguos orígenes, tres lustros atrás, más que la parodia: un amo, una esclava; uno que se hace el macho, otro la tía; uno con dinero y dispendioso, otro pobre y tacaño; uno exitoso y agradable, otro molestísimo y lastimero, que sin embargo han de seguir viviendo juntos, porque el fracasado ya no tiene más remedio (envejecido, engordado, sin fuerza, abrumado por la desdicha) y el triunfador no seguiría triunfando sin la pasiva, activa u obligada colaboración del otro como modelo de farsa y víctima de los ultrajes literarios.
En realidad, sólo la arrogancia de "nuevo moderno", los fríos y grisotes desplantes de cinismo, la indiferente capacidad de desprecio, la ignorancia de todo lo que no sea centímetros eréctiles o libras por entradas de taquilla, de Joe Orton, lo señala entre tantos matrimonios heterosexuales semejantes, bien explotados por el cine y las novelas de adulterios. O de otras situaciones de familia como ¿Quién mató a Babe Jane?... Porque de que las relaciones personales se ponen espesitas...
El teatro de Joe Orton sin duda prevalece a su nota roja. El Diario no. Pocas veces he leído algo relacionado con el amor, el sexo, el erotismo o la pornografía tan falto de gozo y de caridad, de humor y de alegría, tan cínicamente despectivo de todo lo que no sea su exhibicionismo egolátrico.
El Diario de Orton fue el testimonio, el retrato y acaso un móvil fundamental del crimen. El Diario era el arma con que Orton torturaba a Halliwell, quien no quiso destruirlo, sino exhibirlo como aclaración final. Por lo demás, así, Kenneth Halliwell, nuevo Eróstrato, recobró su sitio --antes obligadamente clandestino-- en la obra y el personaje de Joe Orton.

domingo, 11 de octubre de 2009

LEWIS CARROLL



CÓMO SALVAR A ALICIA

por José Joaquín Blanco
Buena parte de la literatura escrita en inglés del último siglo y medio trata de ingleses que quieren parecer norteamericanos y de yanquis que intentan britanizarse, para el supuesto escándalo de ambas sociedades. Poe soñaba con castillos escoceses, Henry James y T. S. Eliot se instalaron en Londres; Stevenson quiso sacudirse todo su Museo Británico y ser tan aventurero y natural como un californiano, innumerables románticos de Londres imitaron a Whitman; Huxley, Auden e Isherwood se instalaron en Los Ángeles y Nueva York. Los Estados Unidos parecían simbolizar el universalismo, el cosmopolitismo, lo natural, lo nuevo; Inglaterra lo insular, el peso de las tradiciones, el conservadurismo programático.
A W. H. Auden se le ocurre oponer Alicia en el país de las maravillas a Huckleberry Finn y Las aventuras de Tom Sawyer, esas obras maestras de “literatura infantil”, que también son gran literatura para adultos, como expresiones antagónicas de los sueños de ambas sociedades. En la obra de Lewis Carroll, la hermosa Alicia es una pequeña dama que busca el orden y protesta contra el caos del mundo, se indigna porque la realidad se sale de las normas supercivilizadas; en las de Mark Twain, los barbajanes escuincles se molestan con las normas de la civilización y juegan a ser pequeños salvajes, llenos de inocencia natural y de travesuras anarquistas. Claro que Alicia se divierte con el caos del mundo. Claro con Tom Sawyer se divierte con la tiesa sociedad de los adultos. En otra clásica obra de Mark Twain, también exitosa “literatura infantil”, El príncipe y el mendigo, nada menos que el niño rey inglés juega a ser un “niño de la calle”, una especie de Alicia en el mundo bárbaro fuera de la corte, mientras que el chamaco callejero se instala en el mismísimo trono, como un Tom Sawyer en Inglaterra. Ambos tienen mucho qué corregir en los inesperados mundos en que los instala su trueque de papeles, gracias a su parecido físico. Twain llega incluso a proponer —en esta confrontación de civilizaciones—, lo que le pasaría a Un yanqui en la corte del rey Arturo. A W. H. Auden se le ocurre imaginar cómo los norteamericanos leerían Alicia en el país de las maravillas.
La “surrealista” obra de Lewis Carroll es un viaje civilizado por el mundo del caos. Fue inspirada, como La divina comedia, por una chiquilla de apenas diez años. Carroll adoraba a las niñitas bien educadas, las llevaba a pasear, inventaba cuentos para ellas; era la época pre-freudiana en que un solterón podía pedirle a sus amigos casados que le prestaran por un día a sus hijitas, pero solas, porque todo el encanto de las pequeñas damas se manifestaba sólo cuando estaban bien lejos de sus mamás, papás, tías y chaperonas. Se le ha buscado un erotismo avieso a Carroll, como si para anticipar la pedofilia de Lolita, hubiese necesitado urdir libros tan complicados como Alicia en el país de las maravillas y A través del espejo. Los padres de sus amiguitas jamás encontraron ni sospecharon malas intenciones en Carroll.
A final de cuentas, la infancia a veces sí es encantadora, y contarles cuentos precisamente a niños ha sido desde los tiempos más remotos el placer más exquisito y difícil de los narradores: los niños —y especialmente las niñas serias e inteligentes como Alicia— toman los cuentos muy en serio, exigen más, son más difíciles de sorprender. Aunque sin el talento extraordinario de Carroll, infinidad de escritores se han propuesto esa difícil meta: de Grimm y Andersen a Peter Pan, El Mago de Oz y las sagas de Tolkien.
Auden quiso recopilar poemas carrollianos (The Oxford Book of Light Verse) y aun escribirlos, pero no en el sentido absurdista de Edward Lear, sino en el de perfeccionar la vocación de juego de la literatura. Pero juego en serio: “Lo que Alicia encuentra tan extraordinario entre la gente y los episodios de esos mundos es la anarquía, que ella siempre está queriendo volver sensata y ordenada. Toda la estructura de A través del espejo está basada en el ajedrez, y el pasatiempo favorito de la Reina de Corazones es el cróquet —juegos ambos que Alicia sabe jugar bien. Para jugar un juego es necesario que los jugadores conozcan y obedezcan las reglas, y que sean lo suficientemente hábiles como para hacer las cosas correctas o razonables al menos durante la mitad de tiempo. La anarquía y la incompetencia son incompatibles con el juego. El cróquet jugado con erizos, flamingos y soldados en lugar de las pelotas, mazos y aros es concebible siempre y cuando aquéllos estén decididos a imitar el comportamiento de estos objetos inanimados, pero en el País de las Maravillas se comportan a su antojo, y el juego ya es imposible de jugar. En el mundo de A través del espejo, el problema es diferente. No es como en el País de las Maravillas un sitio de anarquía completa, donde cada quien hace y dice todo lo que se le viene a la cabeza, sino un mundo completamente determinado sin posibilidad de elegir...” (Forewords and Afterwords).
Los libros de Carroll, como toda obra maestra que ha superado la prueba del gusto de una docena de generaciones en todos los países, admiten múltiples lecturas, y muchas explicaciones de su éxito. Entre ellas, la mala lectura: hay quien admira su “surrealista” mundo-al-revés, como una épica del absurdo. Auden subraya que debe admirárseles precisamente por lo opuesto. Lo maravilloso es la mente de Alicia, no la galería de barajas y conejos; es una épica de la sensatez, enfrentada a la prueba del caos, y no la glorificación del absurdo. Por algo Carroll era lógico y matemático, y encontraba más pensamiento serio y hábil en las tres chiquillas Liddell —Lorina Charlotte, Alicia y Edith—, que en sus colegas a Oxford, con los que siempre estaba de la greña.
A su modo, aunque en un sentido más ético que lógico, la glorificación de la infancia en Mark Twain es otra vuelta a la seriedad. Más que sus escapadas y sus travesuras, lo admirable del mundo de Tom Sawyer es su seriedad ética. Los chamacos toman en serio su mundo, y a sí mismos, como ya no lo harán después, cuando aprendan a negociar con la realidad y con su propia conciencia. Una edad de oro de la moral, que habrán de seguir soñando Scott-Fitzgerald, Hemingway y Faulkner, los detectives de la “novela negra”, Salinger, los beatniks. Tom Sawyer, acaso, formaría filas con el conejo y con la Reina de Corazones contra la marisabidilla y fresota de Alicia, quien a su vez protestaría contra el escuincle que quiere saltarse todas las reglas, o inventar las propias, cuando todo mundo sabe que lo más cuerdo es dominar las ya establecidas largamente por la sociedad.
“El héroe-niño norteamericano —¿existen niñas-heroínas norteamericanas?—, dice Auden, es un Buen Salvaje, un anarquista, y aun cuando piensa, lo hace sobre todo en lo que tiene qué ver con el movimiento y con la acción. Puede hacerlo casi todo menos quedarse quieto y sentado. Su virtud heroica —esto es su superioridad sobre los adultos— radica en su libertad de los modos convencionales de pensar y de actuar: todos los hábitos, de las costumbres a la creencias, son considerados como falsos o hipócritas, o ambas cosas. Ya están desnudos todos los emperadores. Alicia, seguramente, ha de ser vista por el norteamericano promedio como un shock.”
Pero los recursos de los Estados Unidos son infinitos: Walt Disney impuso, sobre los libros, su propia Alicia en dibujos animados: toda una anticipada invitación al “viaje”. Años después, la “ola inglesa” de los sesentas, pobló el mundo con Tom Sawyers veinteañeros, los hippies, quienes fumaban, como la oruga, una pipa de hashish, y lograban sus sueños de Alicia en el país de las maravillas y A través del espejo con ayuda del LSD. ¿Ambos extremos se reconciliaron finalmente en El Sargento Pimienta? ¿O fue en De camino, de Kerouac, o en Almuerzo desnudo, de Bourroughs? ¿O con los Rolling Stones?

martes, 6 de octubre de 2009

WALTER BENJAMIN


BENJAMIN: CHARLAS PARA NIÑOS

Por José Joaquín Blanco

Con el aburrido y algo tonto título de El Berlín demónico se ha publicado en español (Icaria) una recopilación de las charlas radiofonicas para niños que escribió y dijo Walter Benjamin entre 1929 y 1932; en alemán llevaba un título mejor: explicaciones o charlas para niños.
No se proponía Benjamin revolucionar la radio, sino ganar un poco de dinero en años difíciles. Al parecer, algunas de estas charlas, total o parcialmente, ni siquiera fueron "escritas" por él, sino rápidamente dictadas a una mecanógrafa; varias de ellas, sin embargo, manifiestan un cuidadoso trabajo de preparación: investigación, revisión, reflexión, estrategia.
Walter Benjamin (1892-1940) no es un pedagogo moderno. No se propone ejemplificar ni facilitar la cultura para el público infantil. Se dirige a niños como él lo había sido: vestidos de adultos, forzados a estudiar duro, presionados constantemente en su preparación intelectual. Esto permite que los textos "infantiles" de Benjamin sean plenamente disfrutables por el lector adulto de hoy, y poco asimilables por los niñotes cabezadetabla de las escuelas "activas" que no saben dónde está Roma ni operaciones aritméticas de cierta complejidad.
El verdadero aspecto infantil de estos textos de radio está en la libertad con que se mueve Benjamin frente a ese público. Se advierte que le gusta dar conferencias para niños, con quienes puede bromear o seguir caminos curiosos y obsesivos, mejor que con los universitarios. (Por lo demás, a Benjamin se le negó repetidamente la oportunidad de dar clases en las universidades.)
Su estilo se vuelve en ocasiones un tanto más jovial, travieso y ocurrente que en el periodismo escrito que le conocemos. La infancia como libertad cultural siempre le atrajo; tiene un libro sobre la infancia en Berlín a principios de siglo, y son múltiples las referencias a esa especie de seriedad bienhumorada en la travesura y la obsesión que él veía en la mente de los niños.
Buena parte de su vida tuvo una obsesión: un libro que nunca escribió, pero sobre el que dejó abundantes fragmentos: un estudio de los pasajes comerciales de París en el siglo XIX y, a partir de ellos, de la cultura y la vida moderna en las ciudades.
Benjamin soñaba en esos paisajes en los que quiso situar a Baudelaire: esas ciudades casi subterráneas, almacenes de múltiples ofertas, con sus aparadores inagotables, sus trucos de hierro, cristal y mampostería que permitían ilusiones urbanas inéditas, etcétera.
Este sueño tuvo un reflejo también en los programas radiofónicos sobre las grandes jugueterías de Berlín: esa gula, esa codicia, ese sueño de Midas de los niños: el inventario, la revisión de todos los juguetes posibles, sus modas, sus inovaciones y diferencias, narrados con una conmovida nostalgia de su propia voracidad infantil, pero ¡voracidad de conocimiento! Los juguetes como fuente de asombro y de información, como ideas lustrosas y mágicas. Dice:
"Y ahora dejad de escuchar por un momento; lo que voy a decir ahora no es para niños. La próxima vez os acabaré de contar este paseo. Pero mucho me temo que entre tanto lluevan cartas diciendo más o menos esto: '¿Qué, se ha vuelto usted loco?'. Piense que los niños ya dan bastante lata de la mañana a la noche, todo el santo día, sin necesidad de que usted les meta en la cabeza esas cosas y les hable de cientos de juguetes de los que hasta ahora, gracias a Dios, no sabían nada, y que ahora querrán tener, y encima incluso de cosas que ni siquiera existen'. ¿Qué puedo responder a esto? No me costaría nada ponerme las cosas fáciles y pediros que no digáis ni una palabra de este asunto, que nadie note nada, y así podemos seguir tranquilamente dentro de una semana. Pero esto sería una bajeza. Así que no me queda otro remedio que decir sin más lo que realmente pienso: cuanto más entienda alguien de una cosa, cuanto más al corriente esté de la cantidad de cosas hermosas que hay de una determinada categoría --sean flores, libros, prendas de vestir o juguetes--, tanto más podrá complacerse en el conocimiento y la observación de esas cosas, y tanto menos se empeñará en poseerlas o hacérselas regalar. Aquellos de vosotros que, aunque no debíais, me habéis escuchado hasta el final, tenéis que explicarles esto a vuestros padres".
La imagen que en este párrafo da Benjamin de la infancia --seria, ceremoniosa, leal, más razonable e inteligente que la edad adulta, capaz de este tipo elegante de humor-- campea en todos los programas de radio. Se atreve a hablar con los niños de cualquier cosa, aun de los personajes altamente peligrosos de Hoffmann --pues resulta que sí existen, y nada más hay que salir a la calle con los ojos bien abiertos--, del contrabando del alcohol en los Estados Unidos, del terremoto de Lisboa, de Cagliostro y Caspar Hauser, de los bandoleros de la vieja Alemania (que desde luego eran muy simpáticos), de los fraudes en la filatelia, de la inquietante, subversiva manera desordenadísima de vivir de los napolitanos (hecha de otro modo, como otro laberinto, Nápoles se vuelve una ciudad de las Mil y una noches), de ese emocionante edificio llamado la Bastilla (precisamente como prisión), de un ideal de la infancia sujeto a persecución por todas las naciones adultas, los gitanos; de las casas de vecindad, de la vida de los niños en Berlín, del teatro de marionetas, y de la vida y la destrucción de Herculano y Pompeya.
No sólo instruyó Walter Benjamin a los niños con estas charlas; los ayudó también a crearse sus sueños. A final de cuentas, ¿no son acaso los propios libros otros tantos juguetes que ayudan al conocimiento y a la observación de las cosas? Así los hace imaginarse Nápoles. "Bueno, pues os he explicado unas cuantas cosas acerca de la vida cotidiana y de los días festivos en Nápoles, y lo más curioso es que ambas cosas se dan ahí la mano, que en los días de cada día las calles tienen siempre algo de festivo, llenas como están de músicos callejeros y gente ociosa sobre los cuales ondean como banderolas las coladas puestas a secar; y que los domingos tienen también algo de día laborable, pues todos los pequeños tenderos pueden tener sus tiendas abiertas hasta la noche. Para conocer a fondo la ciudad, seguramente haría falta convertirse por un año en cartero napolitano. Así conocería uno los cuchitriles, buhardillas, patios traseros y escondrijos que en muchas otras ciudades juntas. Pero ni siquiera un cartero podría llegar a conocer del todo Nápoles. Viven allí muchos miles de personas que no reciben ni una sola carta en un año y que, por no tener, no tienen ni casa. Es grande la miseria en la ciudad y en sus alrededores. De allí proceden la mayoría de los inmigrantes italianos. Millares de ellos pasajeros de cubierta en algún vapor de los que van a las Américas, han echado ya la última mirada a su ciudad natal, que en la despedida se les muestra una vez más tan bella como sus escalinatas inacabables, sus patios encadenados, las iglesias que desaparecen en el mar de casas. Con esta visión abandonaremos también nosotros la ciudad".
Ahora bien: en vida siempre se le reprochó a Walter Benjamin que no hiciera "obra" --el tratado sistemático y académico, la Novela, los grandes ensayos y reportajes fundamentales, los poemas, la siempre deseada traducción de Proust, los artículos peinaditos y uniformados--: que se desperdiciara en tanta pedacería. Quizás, agobiado por la desdicha, por la desazón, Benjamin llegó a pensar lo mismo. Y por el contrario, estaba realizando una de las obras más formidables del siglo, precisamente a partir de géneros laterales y métodos insospechados: los fragmentos, los apuntes, los ensayos libérrimos, las mezclas intrépidas de sociología y artes; ahora lo vemos también narrando inmejorablemente, cuando parecía meramente chambear frente a una mala mecanógrafa para ir sobreviviendo a la crisis.
Al parecer, existen todavía más programas de radio de este tipo escritos por Benjamin, que no alcanzaron a integrar la edición alemana en que se basa la española. El autor de "Una infancia berlinesa hacia 1900" (Berliner Kindkeit um Neunzenhundert) vio en los niños unos lectores-granuja, serios y traviesos, capaces de asumir todo tipo de información y de no dejarse intimidar por los eruditos asnales que lo echan todo a perder, como aquéllos teólogos, que de puro cansados de sus propios conocimientos teológicos, se pusieron a quemar a las brujas.
Esto es del Walter Benjamin más inspirado: "El disparate y el absurdo ya son bastante malos por sí mismos, pero cuando se los quiere aplicar con rigor y consecuencia resultan realmente peligrosos. Así sucedió con la creencia en las brujas, y por ello la intransigencia de los sabios fue causa de males mucho mayores que la superstición. De los científicos y de los filósofos ya hemos hablado. Y ahora les toca a los peores: a los juristas", etcétera.

jueves, 1 de octubre de 2009

PAUL Y JANE BOWLES: LOS BENEFICIOS DEL PELIGRO


LOS BOWLES: RELATOS PARA POETAS

 

Por José Joaquín Blanco

 

La leyenda de Jane Bowles (1917-1973), que llega a superar a la ficción, especialmente durante sus últimas décadas de amante y víctima de brujas marroquíes, desvanece una y otra vez la importancia y el mensaje de sus obras.

         No faltan autores importantes, de Tennessee Williams y Truman Capote a John Ashbery, que la encomien a la altura de Virginia Woolf, Carson McCullers o Jean Rhys, o más alto todavía. Pero sus escasos escritos fueron tempranos, entre sus 25 y 35 años (la novela Dos damas serias, la obra de teatro In the Summer House, además de una docena de cuentos, especialmente los recopilados en Plain Pleasures) y resultan harto difíciles y extraños, mientras su leyenda reviste toda la estructura de una tragedia exótica, muy parecida a las historias que su marido Paul ha narrado en varios libros: la fatal atracción de lo antioccidental (latinoamericano, norafricano o asiático) para norteamericanos desencontrados en su cultura o conciencia modernas.

         Lo curioso es que la escritora de talento, durante toda su juventud, era ella y no Paul Bowles. Éste, desestimulado como poeta por Gertrude Stein, se había dado por vencido demasiado pronto, y trataba de consolarse con un destino musical, tras las huellas de sus amigos Aaron Copland y Silvestre Revueltas. Se dedicó muchos años sobre todo a estimular y proteger a Jane, “la escritora de la familia”.

         Ahora sabemos que Paul Bowles es uno de los mejores narradores del siglo en cualquier lengua. Sus relatos extraños y terroríficos aparecen escritos con una mano madura, lírica, clásica. No solamente gozan de una amenidad y claridad supremas, son también inolvidables. Jane resulta perdidiza, como apéndice suyo, salvo para ciertos poetas y escritores muy selectos que alcanzan a sentirla, a descifrarla, a pesar de los laberintos y oleajes subterráneos de su prosa.

         En muchos sentidos, los relatos de Jane Bowles se parecen a los de su marido, pero sin control ni deliberación. Son la obra de una muchacha, mientras que los de Paul muestran el temple del hombre maduro. Los terrores, las intuiciones, los contrastes, la curiosidad del mundo se presentan en Jane con un alto voltaje sin paliativos. También son la crónica de quien se asoma al peligro precisamente para caer en él, mientras que los de Paul narran la experiencia del peligro con voz (todavía trémula) de sobreviviente. No asombra que, para muchos de sus lectores, Jean resulte surrealista.

         Más que de narradora, ofrece el perfil de un poeta maldito. Entregó todo su mensaje en plena juventud, temblando bajo el ramalazo de sus inspiraciones y terrores vivos. Luego, durante décadas, la desolación y la locura. (Jane Bowles: My Sister’s Hand in Mine. The Collected Works of..., prólogo de Truman Capote, Nueva York, The Ecco Press, 1978 (hay traducción española de Dos damas serias, en Anagrama). Millicent Dillon: A Little Original Sin. The Life and Works of Jane Bowles, Nueva York, Holt, Rinehart and Winston, 1981. Hay varias obras de Paul Bowles traducidas al castellano, especialmente en Alfaguara.)

Dos damas serias, relato más que confuso en cuanto trama y caracterización de personajes, pero sumamente eficaz como poesía, por sus recursos verbales y simbólicos, tiene la fuerza de un descubrimiento espiritual, de un viaje religioso a las fronteras del peligro. ¿Hasta dónde puede llegar una mujer en su búsqueda de la verdad, de la autenticidad, de la intensidad? El sacrilegio, la prostitución, la suciedad, la crueldad, los bordes de la muerte. Y Panamá como uno de sus escenarios.

         Las cosas pequeñas, más insignificantes, intercambian guiños infernales o monstruosos. El Mal y el Terror existen, materiales y concretos, como descargas inclementes, en las mujeres de esa novela —todas ellas la propia Jane Bowles, aunque acepten algún exterior rasgo prestado— , las cuales buscan escaparse del infierno de la conciencia y del pensamiento, y no hacen sino caer más y más en ellos, en sus analogías y sibilinos oráculos.

         Truman Capote celebró en Jane Bowles, como si se tratara de un Blake, su vocación de visionaria: extraños relatos donde se mezclaban “una sofisticación felina con cierto humorismo de teatro de títeres”. Se asombró ante su dón lingüístico: el encuentro invariable de la expresión precisa y a la vez asombrosa. La prosa que ofrecía “un sabor jamás antes gustado”, una especie de “amargura reconfortante”. Su búsqueda de los caminos más torturados y pedregosos para descifrar las situaciones aparentemente más sencillas y cotidianas; el talante cómico ante el terror y la condenación.

         ¿Qué tanto se deben uno a otro, estos cónyuges? ¿Los estremecimientos de Paul algo adquirieron de la precoz fatalidad de Jane, o ambos los fueron aprehendiendo brazo con brazo?

         Una sibilina, otro clásico, los dos Bowles admiten una rara categoría: la de narradores para poetas. En este sentido, Jane parece conservar su primacía, de los años treinta, cuando Paul se creía negado para la escritura: sus páginas confusas y plurivalentes seducen a los poetas que no suelen gustar de la prosa. Le conceden una magia que regatean incluso a Paul Bowles. Y claro: la leyenda, el misterio.

         Ese raro matrimonio desencontrado conforma por sí solo un capítulo entero de la literatura mundial de mediados de siglo.


 
BOWLES: LOS BENEFICIOS DEL PELIGRO
Por José Joaquín Blanco


La más famosa de las novelas de Paul Bowles, El cielo protector (traducción castellana de Alfaguara), que en los años cincuenta llegó incluso a las listas internacionales de bestsellers, comparte con sus cuentos árabes y latinoamericanos la agonizante atmósfera del límite de la razón. Hay un momento, un lugar, probablemente inmediatos, en los cuales el caos, el vacío, el delirio, el terror, la locura nos acechan como la verdadera realidad, como el reino verdaderamente prometido. No lo elegimos nosotros: nos elige; hay personajes que aceptan verlo como es y vivirlo como un abismo prolijo.
Sobre la tierra, los hombres se imaginan que existe un hermoso cielo, sólido y poderoso, que los protege del infinito, de la vastedad insondable del universo. Uno podría imaginar que el amor, la pareja, el matrimonio nos protegen de nuestros instintos, de nuestras locuras o pulsiones recónditas; que el lenguaje, el dinero, la civilización, el arte, la educación, el ejército, el gobierno, la policía, las leyes, los médicos, la urbanidad nos crean un cielo protector, contra la barbarie fundamental del ser y de la especie, de la que creemos habernos librado.
Y nada de esto es así: el cielo protector es el propio caos; en el amor están las pulsiones terribles; la protección es el mismo peligro; la civilización arroja a la barbarie, y el lenguaje y la razón fácilmente conducen a la locura. Este camino no es nuevo: lo conocieron Gaugin, Van Gogh, Baudelaire, Stevenson, Rimbaud, Lautréaumont, Nietzsche, Dostoyevski, Dadá, Bierce, Pessoa, Artaud, Lowry, Cortázar...
A mediados del siglo XIX, el progreso en los transportes ferroviarios y marítimos, permitió la creación de un nuevo espacio literario: los mundos primitivos de Asia, África, América y las Islas del Sur —apenas décadas antes ensalzados como paraísos virginales de buenos salvajes por Rousseau y por Chateaubriand—, como espectaculares infiernos para los civilizados descontentos.
Porque dentro de la civilización, de la razón, del arte y de la ciencia occidentales más avanzados, se abría el vacío: Flaubert sentía nostalgia de la barbarie y de la brutalidad de Cartago; más expeditamente, Edgar Allan Poe y Charles Baudelaire, se negaron a sus civilizaciones sin tener que realizar tan largas travesías: bastaba abandonar las academias, los palacios, los salones y los templos, los tribunales y las oficinas, y reclutarse entre los condenados del arroyo, de los barrios bajos y de los escondrijos de la enfermedad, la suciedad y el vicio.
Tres occidentales vacíos huyen en El cielo protector de la perfección civil neoyorkina, que se les abre como un abismo civilizado, una mentira piadosa más espantable que las verdades fatales, una muerte industrializada y cotidiana, una autoextinción con sonrisa de dentífrico, debidamente aprobada, reglamentada y programada por el ayuntamiento, y se encaminan a una aventura cuyo sentido fundamental es el de volverse más y más peligrosa, hasta que no haya forma posible de retorno. Jean-Paul Sartre escribió en La náusea: "Ella sufre como una miserable. Han de ser miserables asimismo sus placeres. Me pregunto si a veces ella no ha deseado liberarse de este pesar monótono, de estos susurros que empiezan en cuanto deja de cantar; si ella no ha deseado sufrir de una buena vez y para siempre, arrojarse en la desesperación. De cualquier modo, le sería imposible: está atada." Bueno, los personajes de Bowles se desatan.
No son los primeros hombres en el mundo que quieren cualquier muerte, menos la aburrida en la propia cama hogareña. Escogen el sitio más desolado y peligroso posible: el norte de África y el Sahara de la postguerra, hundido en su atraso colonial y en el desorden administrativo del colonialismo europeo en África. Con cierto júbilo de pioneros que buscan resolver por instantes su vacío en los vértigos de lo desconocido y del peligro, con una natural arrogancia de hombres blancos entre nativos coloniales y de turistas ricos cargados de billetes y de productos industriales en un mundo de un primitivismo medieval —y acaso anterior en ocasiones a la Edad Media—, se enfrentan al espejo del caos de sí mismos, a su propio vacío, al mareo de sus cosmos peligrosos.
Kit irá más lejos que cualquiera: irá perdiendo uno a uno sus atributos: esposa, dama, mujer, ser libre, ser racional, hasta localizarse —ya casi incapaz hasta de concebir alguna idea, por simple que fuera— como una esclava travestida, ni hombre ni mujer, ni esclava ni libre, ni esposa ni puta, ni humano ni animal, ni mendigo ni turista, perdida en el abismo de su conciencia resquebrajada, para quien cualquier violación, ultraje o humillación caen ya como ecos en un vacío.
Dio el paso sin regreso, semejante a la muerte o a la locura, después del cual ya no hay mitos de cielos protectores, después del cual todo es tan trágico y brutal como los universos de insectos o de planetas, de plantas o de peces. Se ha logrado finalmente la pesadilla originaria. No era necesario ir al Sahara para ello: Virginia Woolf no caminó muchos kilómetros desde su escritorio y Sylvia Plath lo encontró en su propio hogar; pero sí era el derecho de Kit elegir al menos el rumbo de su caída.
No es necesario advertir que la historia de El cielo protector —más genialmente narrada por el propio autor en sus cuentos, como "Tapiama" o "Un episodio distante"—, resulta menos ajena de lo que pareciera. Lo que va a ocurrir a nuestra pareja de extraviados en la prehistoria casi bíblica del Sudán, ocurre diariamente a miles de civilizados occidentales en cantinas, condominios, burdeles, hoteles de paso, hospitales siquiátricos, lotes baldíos de Los Ángeles y Berlín, Moscú y Londres, México y París. ¿Habrá que recordar cómo el Cielo dejó de "proteger" a Jorge Cuesta, a Walter Benjamin, a Klaus Mann, a Louis Althusser, a la propia Jane Bowles?
Paul Bowles ha enriquecido esta invitación al peligro con un escenario de magia y misterio mucho más esplendorosos que la nota roja o la hoja clínica de las bancarrotas habituales de los países modernos, con sus ejecuciones y manicomios asépticos.
Acaso tampoco falte señalar que el aparente terror del desorden, la miseria y la truculencia tercermundistas que agobian a los primermundistas neoyorkinos en el Sahara de El cielo protector, se ve más que correspondida con los abismos que esperan al bracero mexicano o latinoamericano ante las razzias de los policías estadunidenses, o a los árabes, turcos y persas frente al racismo europeo. Nos inventamos que estamos protegidos: sólo nos protegen nuestras propias invenciones, hasta que dejamos de creérnoslas. Nos protegen nuestros errores, supersticiones, tonterías, prejuicios, ambiciones, pasiones: sólo lo que nosotros mismos inventamos.
La muerte siempre ocurre, la locura muchas veces; lo peor siempre asoma, el cuerpo y la mente pueden romperse en cualquier momento. Nos hemos inventado límites civilizados contra el terror, nos hemos inventado que hay una cúpula celeste que nos protege: esa cúpula no existe, es un color imaginario: lo que nos protege es el propio peligro, y las personas con hambre de vida son viajeros de tales posibilidades de peligro, que tarde o temprano se cumplen.