domingo, 16 de agosto de 2009

TENNESSEE WILLIAMS: LA JUVENTUD Y SUS PÁJAROS


TENNESEE WILLIAMS: LA JUVENTUD Y SUS PÁJAROS
Por José Joaquín Blanco



A mediados de los años cuarenta, Tennessee Williams (1911-1983) tomó por asalto el teatro moderno, y durante unos quince años produjo varias de las obras de teatro más importantes de su tiempo; tuvieron éxito en todos los países, tanto en el cine y el teatro comerciales, como en los escenarios universitarios y experimentales: El zoológico de cristal (1944), Un tranvía llamado Deseo (1947), Un gato sobre el tejado caliente (1955), De repente en el verano (1958), El dulce pájaro de la juventud (1959), La noche de la iguana (1961), etcétera. También escribió cuentos, novelas, poemas.
Su literatura no podría ser más característica de su tiempo, y a la vez más personal. Son los años del éxito general de psicoanálisis, que había desbordado las universidades y las clínicas para convertirse en una necesidad, un hábito y hasta un snobismo de la clase media, especialmente en los Estados Unidos. Buena parte de la obra de Williams tiene que ver con los "traumas" y "casos clínicos" del psicoanálisis; con personas que sufren alteraciones síquicas debidas a la represión sexual y al autoritarismo de la moralidad puritana. Damas locas (delirantes, esquizofrénicas, lobotomizadas, maniacas), maridos deprimidos, sonámbulos y ebrios, mujeres otoñales ávidas de juventud, homosexuales solitarios. Muchos autores de esos años recurrieron a estos temas, sin la suerte, la calidad artística ni la trascendencia cultural de Williams. Además de su particular genio dramático, hay que advertir en él dos características que lo distinguen como autor único. Por una parte, Williams no está simplemente registrando casos clínicos de personas extraviadas en su carne y en su mente, sino conformando un grupo de seres antiheroicos y entrañables, con vidas más intensas que las propuestas por las normas aceptadas de conducta. No son simples enfermos, sino héroes a su modo del deseo, la sensualidad, el drama íntimo y social. Blanche DuBois no ejemplifica meramente la ninfomanía: se inventa, trágicamente, un cuento de hadas para su propia vida, al precio de su salud mental.
Por otra parte, hay en Williams un talento cómico de primer nivel, existente aun en sus momentos románticos o trágicos, que dota de complejo espesor a sus historias y personajes. Hay una carcajada detrás de los vahídos y aullidos de la razón y de la carne. Hay una farsa dentro de sus melodramas. Así, evita el reduccionismo moral, psicológico o emotivo, y crea seres complejos, que viven sus vidas locas con plenitud de contrastes, con una locura llena de energía, de salud, de ansias de vida exigente. En todo el mundo, la muchedumbre que veía el teatro de Williams encontraba en sus dramas y personajes locos o enfermos, más salud y más sensatez que las que ofrecía la vida chata y reglamentada de todos los días.
Williams admiraba a sus "enfermos" más que a cualquier sano. No denunciaba la enfermedad, no quería curarla. Los amaba así. Precisamente por ser así. Esa es su diferencia. Otros novelistas y dramaturgos poblaron sus obras de pura enfermedad, denunciándola o compadeciéndola. Williams cantó odas a los enfermos del deseo, a los perdidos de la mente, a los incompatibles con la vida social. Pero no odas morales ni políticas: odas cómicas. Sus personajes son casi siempre freaks, ésa es su victoria. Son queribles también a través de la risa. El drama no se pelea con la farsa. Hay algo de irreductiblemente ridículo e hilarante en nuestras pulsiones más urgentes y desmedidas. En "El deseo y el masajista negro" vemos con risa y terror, con carcajadas de terror, cómo el apetito sexual crece hasta llenar toda una fábula de canibalismo (tema que reaparece en De repente en el verano.)
Casi siempre las obras de teatro de Williams empezaban en un cuento. A su muerte, se reunieron seiscientas cerradas páginas de cuentos, sus Collected Stories. Unos cinco o seis de ellos destacan por su belleza, por su originalidad, por su misterioso entretejido de locura y sensatez, de humor y de tragedia. "Los misterios del Cine Joy Río" y "Caramelo macizo" celebran la búsqueda de placer, en ruinosas salas cinematográficas, de homosexuales algo o demasiado viejos, que surgen como fantasmas de su propia soledad, para alcanzar los grandes soles de sus vidas durante los minutos de sensualidad fugitiva en la penumbra de las butacas, arriesgándose a la violencia y a la policía. "Un brazo" exalta el drama de la ciega juventud: un muchacho dotado de gran belleza, que vive su juventud como si el día de mañana no existiera, queda manco a resultas de un accidente: su mutilación lo vuelve más hermoso, más deseable, y lo arrastra al asesinato y a la celda de los condenados a muerte, donde oficia como un semidiós del deseo y de la derrota para cientos de admiradores, que lo cortejan por carta como a una estrella de cine.
Para Williams, como para Onetti, la verdadera vida está en la derrota, en los recuerdos, en la locura, en los amores desmesurados. El éxito y la felicidad llana configuran un limbo indeseable, aunque brillen como un bobo anuncio comercial. Cuando Dios le falla a su ministro, en "La noche de la iguana" (no el cuento, sino la obra de teatro); cuando el alcohol, sus alucinaciones y exaltaciones, son preferibles a la vida sobria, aunque destruyan la familia, la riqueza, y conduzcan al hospital-prisión, como en "Tres jugadores en un juego de verano" (que en teatro se llamaría Un gato sobre el tejado caliente), la derrota traza una antiépica frágil e intensísima, a la que los héroes de Williams se juegan todas sus cartas.
A Williams se le acusó de travestismo. Sus heroínas (su obra es plena y jubilosa de heroínas) se oponían tanto al esquema ideal de la mujer occidental —capaces de deseos y vicios violentos, capaces de sentido del humor—, que los críticos puritanos no encontraron otra salida que calificarlas de homosexuales travestidos. Seres tan intensos no podían ser mujeres verdaderas, sino hombres falsos: locas, vestidas. Pero las mujeres opinaban lo contrario, tanto en el público (las mujeres fueron su público más numeroso y leal) como en la escena: "No hay actriz sobre la tierra, afirma Gore Vidal, que no testifique que Williams creó los mejores personajes femeninos del teatro moderno".
La pasión, la sensualidad, el alcohol, las drogas, los estimulantes, los recuerdos, la locura construyen un laberinto que, mientras dura, dota de vida intensa a estos perseguidos del mundo y de sí mismos. Las personas que no caben en un lecho conyugal, en un hogar, en una oficina, en un templo. Nómades de pensión, de bares, de cines, de playas. Muchos de ellos empiezan realmente a vivir —a ser derrotados— cuando ha pasado la bella juventud (cuando ha pasado sin gozarla, casi sin advertirla siquiera, obsesionados como estaban en llenar los paradigmas sociales y morales que les habían sido impuestos), cuando "el bello pájaro de la juventud" ha volado, y quedan estos hombres y mujeres solitarios admirándola, codiciándola en los otros, en los jovencitos que resplandecen con algo de divinidad y de crimen. Sobre ellos Williams se cuenta historias truculentas y entrañables; anotó en sus Memorias: "No puedo escribir ningún tipo de cuento, si no hay en él al menos un personaje por el que yo sienta deseo físico".

***
La noche de la iguana, de Tennessee Williams, tuvo tres versiones: la extraordinaria obra de teatro —que estrenó Bette Davis— sobre el apocalipsis acapulqueño de un puñado de norteamericanos absolutamente perdedores; la película de John Huston (que convierte una farsa en un melodramático “verano tormentoso” de misticismo y lujuria —Richard Burton, Ava Gardner, Deborah Kerr—, resaltado por la fotografía declamatoria de Gabriel Figueroa); y un curioso cuento precursor, freudiano y vanguardista, que acaso en nuestro fanático fin de siglo sería definido sin más por los (las) pontífices del “pensamiento políticamente correcto” como una apología de la violación.
Sea como fuere, esta obra de Williams comparte con Bajo del volcán, de Malcolm Lowry, el dudoso privilegio de ser el clásico de la visión de México como infierno de turistas: el mejor rincón del mundo para que los desencontrados de la civilización occidental se enfrenten a sus catástrofes interiores, con la pequeña ayuda de nuestro caos humano y tropical.
Durante la Segunda Guerra Mundial México atrajo a varios turistas norteamericanos que no podían viajar a Europa. Algunos, como Paul y Jane Bowles, se atrevieron a vacacionar en una aldea precaria junto al mar, Acapulco. Tennessee Williams, muy joven, todavía principiante, fue a visitarlos en el verano de 1940. Seis años más tarde, ya en vísperas de sus grandes batallas como dramaturgo, recordaría desde alguna pensión de Nueva Orléans un elemental hotelito de madera, casi vacío, fuera de temporada turística —se suponía que sólo lo visitaban unos cuantos europeos en invierno, y unos cuantos mexicanos en verano—, donde tres desvalidos personajes norteamericanos se enfrentaban a una curiosa metáfora: la noche de la iguana. El cuento se publicó en 1948, en la colección One Arm.
Varias de las famosas obras de teatro de Williams empezaron así, como cuentos; la aparición de sus Collected stories, un tomo muy grueso y de calidad patente, le ganó después de muerto el prestigio como prosista, como escritor serio, que se le negó en vida, cuando generalmente se le aceptaba como un mero dramaturgo morboso que lucraba con su succès de scandal (fue negado nada menos que por Mary McCarthy: Al Contrario, Tr. Ebbe Traberg, Barcelona, Seix-Barral, 1967).
Hay una dama solterona, virgen, sobreviviente de un colapso nervioso, que ha huido a Acapulco para escapar de sus dos terrores: el puritanismo y la disipación. En ella se anudaban los extremos de su familia, desde un asomo freudiano a la mentalidad norteamericana:
“Pertenecía a una familia sureña de abolengo, dueña de una gran vitalidad, ahora moribunda, cuyas recientes generaciones habían tendido a separarse en dos tipos antitéticos, en uno de los cuales la libido se había relajado casi patológicamente, mientras que en el otro parecía haberse secado casi por completo... [En su familia] había existido una gran exuberancia de talentos nerviosos y de enfermedades, de borrachos y de poetas, de artistas talentosos y de degenerados sexuales, así como de las fanáticamente decentes y pudibundas viejitas de ambos sexos que estaban condenadas a vivir bajo el mismo techo con parientes a los que sólo podían considerar como monstruos.”
Dueña de una parca mensualidad, Miss Jelkes se dedica a pintar paisajes y a buscar, siempre en vano, algún afecto casto entre los otros turistas nortemericanos en Acapulco. Busca y teme las emociones; atesora una soledad y una castidad de la que sus impulsos quieren escapar a cada momento. En la desolación del hotelito campestre construido arriba de una cuesta, con su playa propia, hay otros dos turistas fuera de temporada. Dos hombres que la evitan, pero que la atraen con su resplandor o su aroma sexual: un muchacho atlético pero existencialmente indefenso, y un escritor maduro en cuyos ojos ya se ven rasgos de alguna enfermedad incurable. La mujer lucha entre sus impulsos y su voluntad, se siente atraída y escandalizada por sus rumores, sus músculos asoleados, su manera de beber cocos con ron. Ellos la rechazan. Entonces aparece la iguana.
Una noche Miss Jelkes escucha ruidos extraños cerca de su habitación. Encuentra que el hijo de la hotelera ha cazado una iguana, y la tiene amarrada a un poste del hotel, en espera del momento de guisarla. Se obsesiona hasta un grado histérico por los inútiles esfuerzos incesantes de la iguana por escapar del lazo. Busca complicidad en sus paisanos, se introduce en el cuarto donde está el mayor, semidesnudo. En mitad de una confusa escena ocurre un frenético abrazo en el que ella parece al mismo tiempo solicitar y resistir una violación; el hombre (en quien ella acaba de ver un reflejo de su propia angustia, a quien incluso ha tratado torpemente de seducir) eyacula precozmente sobre su vientre de vestal. Ella escapa a su cuarto, exaltada, aliviada, aún virgen pero ya no tan intacta; acariciará la mancha seca de semen casi como una liberación, y advertirá de pronto que ya no escucha el ruido histérico de la iguana amarrada: ha escapado, inexplicablemente, dejando el lazo sobre el suelo.
“No importaba quien la hubiera liberado, la iguana se había ido, había vuelto a sus matorrales nativos, reptando y ¡oh, con cuánta gratitud estaría respirando ahora! Y ella también estaba agradecida, pues de una manera igualmente misteriosa el lazo asfixiante de su soledad también había sido cortado por lo que le acababa de ocurrir esta noche en esta cuesta yerma sobre las aguas gemidoras”.
En 1961 Tennessee Williams volvió a esta escena acapulqueña de 1940, ahora con una obra de teatro. Se conserva el rústico hotelito de madera encima de una cuesta, su playa particular, su corredor donde cuelgan las hamacas; los cuartos llenos de rendijas desde las cuales todo se puede ver, oír, oler. Y la iguana. Pero la noche de la iguana ha ampliado su metáfora: entran la política, la religión, el alcohol (en el cuento se hablaba de somníferos) y las desdichas de la edad.
Un sacerdote protestante excomulgado sobrevive como guía de turistas —profesoras puritanas—: ya con un pie bien metido en los manicomios, lucha contra su odio a Dios, contra su imperiosa atracción por las jovencitas y contra el alcoholismo. Una viuda ninfómana se enamora de él, sin olvidar desahogarse metódicamente con los lancheros nativos. Un grupo de resplandecientes turistas nazis (ejemplos boy-scout de los hombres plenamente adaptados al planeta) celebra con su culto al cuerpo bronceado los bombardeos sobre Londres, que escucha por radio. Un nonagenario poeta ciego, baldado, con la mente estragada, busca escribir su último poema —que lleva más de veinte años intentando—, antes de morir, mientras recorre el mundo como mendigo literario, recitando poemas en hoteles y restoranes a cambio de propinas, en compañía de su nieta, nuestra vieja conocida Miss Jelkes, quien a su vez pinta acuarelas y dibuja retratos a lápiz para obtener algunos dólares de los turistas con que se topa.
Ella ha crecido mucho. Le quedan la castidad, pero ya no como carga sino como coraza contra el mundo hostil; la experiencia de algún asomo a la locura, la necesidad del afecto de los extraños. Es una Blanche DuBois sin ninfomanía, pero llena de la literatura de la compasión; anhela la solidaridad de los caídos y fracasados. Busca hogar en el corazón, no en el sexo, de los extraños. Le queda, también, una tortuosa relación con la sexualidad, pero ahora asumida: cuando accede, por dinero y por algo de ternura, a quitarse una prenda interior para que un desconocido fetichista, vuelto púdicamente de espaldas, logre desahogarse solitariamente del demonio de su carne: “Nada humano me es repugnante, a menos de que sea malvado, violento. Y te conté qué amable era ese hombre —tímido, lleno de disculpas, y en realidad muy, pero muy delicado respecto a eso...”
Sobre este extravagante club de extranjeros atormentados, una iguana amarrada hace sonar sus intentos de liberación: gruñidos como de un loco en camisa de fuerza. Miss Jelkes logra ahora que el sacerdote excomulgado juegue, por única vez, el papel de Divina Providencia y la desate, como una vaga analogía de la liberación que todos los personajes ansían, amarrados sin remedio a su propio infierno personal.
Lo extraordinario en el drama de Williams es que la mezcla entre la realidad y los abismos de sus personajes da resultados cómicos. Sus extravagancias, cínicos juegos de palabras, diálogos shawianos, son como un fantasmagórico ballet de clowns al borde del abismo. Aunque la escena ocurre en Acapulco durante un solo día, el verdadero sitio espiritual de la obra es la ciudad de México como submundo: el Tenampa, los antros de putas, los hoteles con pulgas, las cantinas con cantantes de boleros, los guisos y el agua llenos de bichos, los mendigos que usan a bebés hambrientos como señuelo, los padrotillos paupérrimos extravagantemente festivos, e incluso la música de Agustín Lara y los murales de Diego Rivera. Este México, que Williams tanto amó y frecuentó, aparece en La noche de la iguana como una gran broma contra la civilización. ¿Que el siglo XX es la edad de oro del progreso? ¿Ah sí? ¡Pues visite México!
El pastor excomulgado guía a su rebaño de profesoras puritanas durante un viaje que les ofreció pintoresco —han ahorrado durante todo un año para disfrutar de esas bugambilias, de esas jacarandas tan publicitadas—, pero las hace asomarse o hundirse en las grietas pestilentes del mundo, a través de la perspectiva mexicana. Esa experiencia les revela los lados sórdidos de Dios, del amor, de la civilización, de la condición humana. No hizo otra cosa Williams en sus obras de teatro. Todos sus personajes son iguanas amarradas en espera del sacrificio final. Y aunque el público, atraído por el morbo, o el snobismo, o los resplandores del subsuelo, logró que La noche de la iguana fuese uno de los mayores éxitos teatrales de su época, no dejaba de exclamar: ¡Qué asqueroso! ¡Qué enfermo! ¡Qué horrible! Williams se reía con carcajadas chillonas. No había de qué espantarse: era cosa de histrionismo, de clowns. Dante llevaba a los puritanos al Tenampa, en los años de Tin-Tan.
Bette Davis jugaba a ser la cantinera del averno, y ofrecía a todos los ultracivilizados, tan orondos de su moral, de su eficacia económica, de su higiene y su religión, de sus familias y negocios, enigmáticos cocos con ron... y albures sobre la iguana: más sabrosa en la cama que las mujeres y las ovejas; con cierto erizado perfil fálico y la velada amenaza de que, cuando escapa, les muerde el culo a sus fallidos captores.

3 comentarios:

F. CASTREJÓN dijo...

Exclente artículo Maestro, mis respetos y admiración por ese gran talento que tiene.

Fabián G. C.

Anónimo dijo...

¡Genial el artículo! Una maravilla.
El relato "El deseo y el masajista negro" es uno de mis preferidos. Quisiera volver a leerlo, pero no lo encuentro en ningún lado. ¿No habrá nadie que lo tenga por ahí?...

Saludos y felicitaciones.
Oscar

Anónimo dijo...

Quiero leer literatura, pero tomando notas para comentar despues el libro. Puedes enseñarme un método? Si no, de todos modos te tengo en alta estima por tus trabajos. Gracias por compartir tus asombros. marglezmi@hotmail.com