lunes, 18 de mayo de 2009

MIRSKI

LA NOVEDAD DE LOS RUSOS
por José Joaquín Blanco
Hay que agradecer la diligencia con que Antonio Saborit y Rina Ortiz Peralta nos han traducido, en versiones de claro y buen castellano, algunos ensayos de Dimitri Sviatopolk-Mirski (1890-1939), el excelente autor ruso que todavía suena a novedad en París y en Nueva York, aunque desde los años veinte fuese muy estimado por autores como Maurice Baring y, posteriormente, Edmund Wilson.
Seguramente uno de los rasgos principales de la literatura mundial del nuevo siglo será el descubrimiento de la literatura rusa, tanto la escrita en el exilio como dentro de la antigua Unión Soviética.
Los lectores occidentales —y nosotros, mexicanos, como occidentales de segunda o tercera fila, reclicladores de apresuradas, descuidadas, viejísimas traducciones españolas o argentinas— nos hemos detenido en un una estampa pintoresca de la literatura rusa: las tormentas de Gógol y Dostoyevski, la monumentalidad polifónica de Tólstoi, la perfección en tono menor de Turguéniev y Chéjov; y los velos de propaganda o antipropaganda que han borroneado nuestra visión de Gorki o de Mándelstam; de Shólojov o Pásternak y Solzhenitsyn.
Cuando redescubramos —volvamos a traducir— a esos autores conocidos entre nosotros, y nos enteremos de la muchedumbre que nos sigue siendo oscura, algo cambiará en nuestro concepto de toda la literatura moderna.
La gran literatura rusa ha compartido una maldición con las hispánicas: sólo adquiere universalidad a través de interpretaciones y versiones inglesas, francesas o alemanas. Lo no traducido con alguna fortuna, lo no interpretado con cierta etiqueta feliz a la manera de esas metrópolis culturales, carece de relevancia y hasta de existencia para la cultura occidental.
Durante siglos se ha pedido a España exclusivamente cides, quijotes y calderones, como en este siglo hemos solicitado a Rusia puros dostoyevskis, tólstois y chéjovs; ni siquiera Pound, aunque se esforzara, llegó a sospechar el timbre de Quevedo y de Góngora, mucho menos el aspecto alegre e íntimo de Lope de Vega, tan llano. Resulta toda una curiosidad un autor europeo o norteamericano que de veras sepa algo de Galdós, Clarín, Martí o Rubén Darío.
Algún día los hispanoamericanos escribiremos un ensayo sobre nuestros grandes autores incomprendidos por el resto de las naciones, como el admirable de Mirski sobre Pushkin, en el que estudia su diferencia radical con respecto a los modelos internacionales. Un poeta romántico de la escuela de Pope y de Voltaire; un lírico sin metáforas; un apasionado bastante racionalista; un Lord Byron que remite, si no a las más profundas raíces del “alma rusa”, como tantas veces se ha dicho y Mirski desmiente, sí a la más concentrada atmósfera de la cultura rusa de la Ilustración, tan madura y fuerte (a pesar de su autoritaria y reciente occidentalización), que produjo su irrepetible Pushkin como la alemana dio a Goethe, la inglesa a Pope, o la francesa a Voltaire, y con sus propias contradicciones internas.
Una de las cuales, si no la mayor, fue el don absoluto de la lengua. Un ruso raigal, pero diferente del de cualquier otro autor de Rusia. Aunque cambien con los tiempos muchos aspectos de la sintaxis, el léxico, las ideas y valores de una lengua, su conjunto permanece vigoroso: pienso en la poesía más llana (y también en la más elaborada) de Lope de Vega, Quevedo y Góngora, igualmente difíciles de traducir y de ser comprendidas con justicia en otras lenguas.
Incluso dentro del propio contexto hispánico, resulta arduo a un no-mexicano compartir nuestra vasta admiración por Díaz Mirón, López Velarde y Carlos Pellicer. ¿Por qué Rulfo y Paz sí, y Vasconcelos, Guzmán o Villaurrutia no gozan de gran estimación extranjera?
Se diría que hay obras fatal y prodigiosamente plantadas en su tierra o cultura natales, y responden tan plenamente a ellas, que en otras latitudes parecen bajar la voz o desvanecer sus contornos. Hay que sumergirse en la lengua, en la historia y en la cultura del país para poder escucharla.
A los mexicanos también nos ocurre con la poesía gauchesca y con ciertos autores españoles, como Baroja: no les negamos admiración, pero distante e infrecuente; nos pasaría otro tanto con la literatura brasileña, si la conociéramos más allá de tal o cual autor de moda (de repente todo era Jorge Amado; ahora, Rubem Fonseca).
Es una lata esto de andarnos metiendo en el Lecho de Procusto —el Custo de Prolecho— de las definiciones metropolitanas. ¿Definiríamos a López Velarde como un Baudelaire de cofradía jerezana, un Laforgue con impresionismos belgas, un cancionero de cabaret con cosmos claudelianos y provincianismos de Francis Jammes, un Lugones con ternuras de Nervo y bromas mundanas de Tablada? ¿A Pellicer como un Neruda que también canta a carcajadas, y arroja formas y colores fauvistes, abraham-angelinos o tamayescos, en los panoramas clásicos de Velasco?
Mirski se toma el trabajo de definir en términos occidentales la antigua y la nueva literatura rusa, imparcialmente, tratando con rigor y curiosidad semejantes a los soviéticos y a los emigrados. Siempre “fracasa”. “Fracasa” brillantemente, considerando las anfractuosidades y picos de su tarea. Se enfrenta a radicales exigencias metafóricas y narrativas para comentar un libro, un autor, una corriente. Se le lee con asombro no sólo intelectual, sino verbal, poético, narrativo: valen también como verdaderos poemas y narraciones sus comentarios de libros y películas (Eisenstein).
¿Cómo definir a Esenin, a Bábel, a Mayakowski, a Pásternak y que lo entienda un inglés? (¿Cómo definir cualquier cosa no-británica y que la entienda un inglés?) Trata de darnos una idea de la poetisa Marina Tsvietáieva: “Una mezcla del verbo explosivo y vital de Rabelais con el ingenio verbal igualmente irrefrenable y claro de Pope, y la felicidad y variedad métrica de Browning al servicio de una mente que es en parte una estudiante con el culto al héroe, en parte una segura constructora de pináculos con la ligereza de la torre Eiffel”. ¿Será más fácil entender esto que aprender ruso?
Nos avanza, sin embargo, el camino: existe una fuente alterna, diversa, de literatura contemporánea de la que no tenemos ni idea. Supongo que un lector francés que se asome a los ensayos de Octavio Paz sobre Rubén Darío o López Velarde también, abrumado de contrastes y conjeturas, sentirá estar delirando.
Caemos en Pero Grullo: es necesario conocer mucha literatura rusa para entender, así sea en traducciones, algo verdadero de un autor ruso profundo; de otra manera comprenderemos sólo equivalencias desenfocadas con respecto a los autores metropolitanos canónicos: v. gr. Anna Karénina como una especie desaforada de Madame Bovary. Ello también ocurre, desde luego, con otras grandes literaturas del mundo, como las hispánicas, las eslavas, las árabes...
A diferencia de tantos críticos, Mirski no establece cánones, cartabones ni tablas sencillas de equivalencias: acentúa la multiplicidad de las literaturas, la riqueza variada y contrastante de la expresión rusa. No hay “globalidad” sino pluralidad en literatura.
Y mucho menos en la rusa, donde las viejas culturas autóctonas (como la eslava) siguen compitiendo con la todavía reciente (apenas desde el siglo XVIII, y un tanto forzada) cultura europeizada por decreto. San Petersburgo no deja de competir internamente con todo lo que no es San Petersburgo.
Dice Mirski de la misma poetisa: “Pero su poesía, sobre todo su obra más reciente es, claro, una confirmación más, y acaso la definitiva, de la revuelta del elemento ruso contra el occidental. Esto es particularmente cierto en relación con el lenguaje. Se trata del primer intento (inconsciente) verdaderamente exitoso por emancipar al lenguaje de la poesía rusa de la tiranía de la sintaxis griega, latina y francesa...”
Aunque de inmediato se contradice. Mirski está harto de la “excentricidad rusa”, del “alma rusa”. Exige para la cultura de su patria la misma universalidad que se arrogan las metrópolis. Ya basta del exotismo: ¿Qué diablos es el “alma rusa”, se pregunta a propósito de los personajes de Tólstoi, si no una mayor y más numerosa supervivencia de formas de vida precapitalistas? Los campesinos rusos simplemente conservan más pasado que los franceses o alemanes, tienen el pie más metido en siglos anteriores, pero su espíritu, su mentalidad y sus historias siguen siendo profundamente universales. Y su tan traída y llevada espiritualidad y hasta santidad: el pathos religioso, que tanto se admira en Dostoyevski o en Tólstoi, ¿de veras resulta tan exclusivo de Rusia, no hay místicos y “locos de Dios” en todas partes?
Mirski se hunde en una fresca —y para ojos occidentales, asombrosa— discusión a fondo sobre Dostoyevski, Chéjov, Bábel, Tólstoi. Una discusión desde las raíces, aunque con herramientas en su momento (sobre todo los años veinte) modernísimas, y ahora menos estimadas, como las perspectivas freudianas y marxistas. Que en él siguen funcionando. Las grandes virtudes o estorbos de la crítica no residen en los métodos, sino en el propio crítico: Mirski sale avante en el maridaje de Freud y Marx para explicarse la literatura, como en otro sentido Edmund Wilson, incluso décadas después de que esas teorías hayan perdido prestigio académico, de la misma manera que podemos leer las ideas poéticas de San Juan de la Cruz sin aceptar su teología, o las históricas y literarias de Sainte-Beuve, Renan, Taine, sin contraer necesariamente el positivismo.
Antonio Saborit recuerda que Maurice Baring presentó a Mirski con Cyril Connolly, a fines de los años veinte, como “el más crítico de los críticos”. También fue uno de los ensayistas más creativos, y de lectura más sólida, estimulante y placentera, de la primera mitad del siglo.
——
FUENTES:
Dimitri Sviatopolk-Mirski: Algunas observaciones sobre Tólstoi, Prólogo de Antonio Saborit, Tr. de A. S. y Rina Ortiz Peralta, México, Breve Fondo Editorial, 1998.

jueves, 14 de mayo de 2009

ADORABLE STENDHAL

ADORABLE STENDHAL
Por José Joaquín Blanco

Totalmente inesperado, y sobre todo para un lector extranjero, resulta el reciente libro póstumo que ha armado su viuda con artículos y notas dispersas: Adorable Stendhal, de Leonardo Sciascia (1921-1989), el importante narrador italiano del que sobre todo se recuerdan, entre una veintena de títulos, El consejo de Egipto, Cándido o un sueño siciliano y El caso Moro.
Resulta que este escritor sobrio y ético, racional, riguroso; denunciante y desmitificador de las Brigadas Rojas, tenía una pasión literaria secreta: Stendhal... precisamente ¡el fundador del culto mundial por los antecesores de las mafias y los bandoleros sicilianos! en varios escritos, especialmente en las noveletas-historias Crónicas italianas.
Adorar lo diferente. El término “adorar” resultaría un tanto subido, pero es el propio Sciascia quien lo usa. Recuerda que entre las varias cosas que lo separaban de su distante pero entrañable amigo Pier Paolo Pasolini destacaba el uso frecuente que éste hacía de la palabra “adorable”, sobre todo en relación con los chamacos callejeros en cuyas terribles manos finalmente moriría asesinado. “Por mi lado, dice Sciascia, yo sentía que había una palabra que él amaba, una palabra clave en su vida: la palabra ‘adorable’. Puede ser que esta palabra yo la haya escrito alguna vez, y por cierto, más de una vez la haya pensado: pero para una sola mujer y para un solo escritor. Y el escritor, tal vez esté de más decirlo, es Stendhal”. De modo que el prologuista, Vincenzo Consolo, concluye que “este libro nos revela el Sciascia que hubiese querido y no pudo ser, el Sciascia stendhaliano”.
Ninguneado y prácticamente desconocido en vida -salvo por Balzac y Merimée- y aún varias décadas después de su muerte, Henri Beyle Stendhal se convirtió no sólo en un autor privilegiado sino en todo un culto rarísimo a lo largo del siglo XX. ¿Qué se admira en él? Dos o tres novelas, magistrales desde luego, pero no necesariamente muy superiores o diversas de las de otros autores protagónicos de su tiempo (Balzac, Gautier, Hugo, Dickens): Rojo y negro, La cartuja de Parma, cuyos bellísimos galanes jovenzuelos, después de unas cuantas aventuras más que descaradas o majaderas, alcanzan un fin trágico no inmerecido. Sciascia confiesa que ha terminado por encontrar que Julián Sorel y Fabrizio del Dongo (respectivamente, los chulapones de esas dos novelas) son unos “cretinos”.
¿El estilo? Ciertamente Stendhal resulta un antídoto contra el blablablismo y la ampulosidad narrativas (Rousseau, Chateaubriand y etcéteras), pero no es tan gran prosista, no más que Montesquieu o Voltaire, a quienes meramente prosigue; en todo caso, sólo conserva, en un momento romántico, los rasgos sentenciosos, objetivos, laicos, irónicos, de un Montesquieu o de un Voltaire. Stendhal es un ilustrado en tramas románticas, lleno de nostalgias por el buen siglo XVIII.
¿Las mujeres? Inventa unas mujeres apasionadas y enérgicas memorables (al igual que sus compañeros ya citados), ahí y en las Crónicas italianas. Se diría que sus cretinos efebos trágicos son meramente un pretexto para exaltarlas eróticamente, para encenderlas e idolizarlas, así como en otra parte Stendhal finge pedirle a Dios un falo y una potencia descomunales para poder encender fulminantemente a sus siempre esquivas adoradas.
Pero sobre todo fundamenta ese culto stendhaliano cierta difusa red de intuiciones sicológicas y artísticas que le han ganado verdaderos fanáticos desde los años de Nietszche, y una digamos extravagante manía en sus seguidores de investigarlo -sicoanalizarlo- a través de sus personajes: que si era gordo y feo, que si era inhibido, impotente o sifilítico, o meramente tímido, en sus amores continuamente desventurados; que si creía o no en Dios y en el Arte, que si sabía o no mucho de pintura o música en sus primeras obras de historia de esas artes en Italia... que han resultado casi plagios (es decir, meras divulgaciones para las que se sirvió con cuchara grande y a cucharazos literales de libros ajenos).
Stendhal es un culto casi esotérico entre archiliteratos. No sospechábamos en Sciascia precisamente ese culto -¡él, el autor un Candide!-, aunque sí en los italianos, pues hay toda una “Italia mental” en la obra de Stendhal, acaso más importante que sus registros de la Italia real en la que vivió muchos años, y a la que tanto homenajea como la verdadera Arcadia (brutal) contra el Cementerio francés (burgués). Parte de esa “Italia mental” es Sicilia, la patria de Sciascia, adonde Stendhal nunca estuvo, pero en la que fingió varias veces haber estado y escrito, como algunas muescas más de sus misterios ya casi esotéricos. Sciascia le discute minucia a minucia su celebérrima obra “siciliana”.
El gran crítico de los guerrilleros y de los brigadistas asesinos contemporáneos sigue en este libro de erudiciones y minucias a ratos más que peregrinas -al menos para los extraños a la iglesia stendhaliana- el rastro de los truculentos relatos de asesinatos, secuestros, amores criminales, intrigas perversas de la Italia renacentista y barroca de Stendhal: sus bandoleros, sus chamacos desaforados; sus cardenales, sus marqueses, sus damas y monjas terribles. Parricidios, envenenamientos, Inquisición, masacres, asaltos en despoblado, secuestros.
Y ese extraño resplandor que Stendhal otorga a lo que no corresponde a la razón ni a los sentimientos comunes, a la manifestación de la vida brutal y ciegamente entusiasta por la propia vida, por las apetencias y fervores y odios inmediatos, en estado de fiera naturaleza.
Sciascia declarara a Hemingway el autor paradigmáticamente stendhaliano, pero transfiere también a los personajes de Stendhal el disgusto de D. H. Lawrence al ver encarnar en personajes tan mediocres como Madame Bovary y su marido toda la riqueza mental de un Flaubert, que es lo que todo lector sensato piensa también de Fabrizio y la Sanseverina de La Cartuja de Parma.
Entre los ensayos de Adorable Stendhal se discute si éste fue o no el autor de las Memorias de Casanova (a quien se juzga demasiado iletrado como para escribirlas). No, no lo fue, sino su lector maniático. Se habla de los tres grados iniciáticos de los stendahlianos: quienes empiezan adorando, como adolescentes enloquecidos, Rojo y negro; a mediana edad cambian de gusto y se postran ante La Cartuja de Parma; y luego, ya viejos, achacosos y presuntamente sabios, sin abjurar de las anteriores, las posponen a Henri Brulard y a los misceláneos escritos autobiográficos, a los chismes, a los bibelots, a las pistas perdidizas, al Mito. Al Club Stendhal, esa masonería libresca.
Se rastrea la influencia de Stendhal en los principales autores italianos de los siglos XIX y XX (especialmente Lampedusa, en el Gattopardo, y Brancati, en El bello Antonio). Se considera signo de la decadencia de los tiempos modernos que los jóvenes no lean más (o no lo lean ni mitifiquen tanto) a Stendhal, de quien Valéry decía que era “un autor con el que jamás se acaba-de-acabar” (a propósito de Lucien Leuwen), y a quien Gide consideraba una lectura ejemplar en cuanto correctivo: enseñaba a podar, a restringir, a concentrar: servía para limar las uñas y los dientes del espíritu, la sensibilidad y la expresión.
Y el paradigma artístico de esa vida salvaje, violenta, ilegal, desaforada, viciosa, libertina... que tanto criticó Sciascia en la realidad de su tiempo. Alguien dijo de Stendhal un epigrama que Sciascia hace suyo, y que en parte cristaliza todo el culto stendhaliano: “Pretendía actuar según los dictámenes de la razón, pero estuvo permanentemente dominado por la fantasía e hizo todas las cosas por entusiasmo”.
Sciascia juega con el tiempo y las identidades: Stendhal nació a destiempo, antes o después, de ahí su misterio; aventura que de haber nacido un poco antes o después, Napoleón habría sido un escritor muy semejante a Stendhal.
Acaso algo insustancial para el lector de intereses generales, Adorable Stendhal resultará toda una fuente de iluminaciones y regocijos -un verdadero grimorio gremial- para los fanáticos de ambos autores: Stendhal y Sciascia. Libro raro, libro secreto, armado póstumamente por la viuda con los materiales que Sciascia no llegó a desarrollar y apenas dejó anotados, es un puñado de guiños y cifras cabalísticos, tanto sobre Stendhal como sobre Sciascia, todo un enigma de creación intelectual:
“El placer que Stendhal ofrece es imprevisible como la vida, como las horas de un día y como los días de una vida. Cuando y cuánto más creemos conocerlo, es precisamente cuando nos sorprendemos al descubrirlo en un párrafo, en una frase; o al subvertir, en sus libros, el orden de las preferencias, de los afectos. Comenzamos, de hecho, dándole la preferencia al Rojo y negro; pero en cierto momento, casi inadvertidamente, nos inclinamos a amar más La Cartuja de Parma; hasta que un día, de repente, nos damos cuenta que en el Henri Brulard nos encontramos como en la esencia misma de la obra stendhaliana, a la plena luz de las razones por las que lo amamos. Son los tres grados del stendhalismo...”

Leonardo Sciascia: ADORABLE STENDHAL (prólogo de Vincenzo Consolo, Buenos Aires, Adriana Hidalgo Editora, 2005, 180pp.)

martes, 5 de mayo de 2009

LA HIJA DE LEWIS

LA HIJA DE LEWIS
Por José Joaquín Blanco




Uno de los capítulos más provocadores y sugerentes sobre la expresión de la mujer en la cultura mexicana de Plotting Women. Gender and Representation in Mexico (Londres, Verso, 1989), de Jean Franco, es el que revisa la voz femenina en los célebres Los hijos de Sánchez de Oscar Lewis.

Como se sabe, el libro de Lewis es el resultado de una investigación de historia y sociología orales en los años cincuenta. El doctor norteamericano llegó a Tepito y dejó que los pobres se acercaran a él, y le explicaran --frente a la incómoda grabadora de rodillos-- cómo era que existía una "cultura de la pobreza", esto es: un sistema de reproducción de las actitudes fatalistas, de sometimiento, resignación y hasta conformismo ante la miseria.

Si los Estados Unidos son el caso paradigmático de la cultura del éxito y de la riqueza, donde todo mundo se mediomata por triunfar y hacer dinero, México parecería el prototipo tercermundista --y no por ello menos rencoroso y envidioso frente a su prepotente y afluentísimo vecino-- de la derrota, la marginación, la fatalidad.

Los mejores mexicanos, como los mejores de los Sánchez, resultaron para el "antropólogo de la pobreza" Oscar Lewislos que eran menos "sánchez" y menos --en este sentido--"mexicanos": los mexicanos agringaditos, redimiditos: los prófugos de la naquez y del desmadre, que a pesar de todo escalaban su cumbre --así fuera la casita precarista en una loma--, lograban su éxito y su dinerito, como el patriarca y, sobre todo, su hija Consuelo.

Para el autor de Los hijos de Sánchez, como desde luego para buena parte de la población mexicana, fuera y dentro del territorio, por más que sufran los héroes y la Guadalupana, los Estados Unidos y su modo de vida estaban lejos de ser considerados adversa o siquiera críticamente por el contrario, para la familia estudiada, dice Lewis, privaba "una imagen positiva de los Estados Unidos como país superior..."

Precisamente como representante de ese país "superior", los Sánchez --y principalmente los Buenos Sánchez-- miraban al doctor como "una figura de benévola autoridad", más que como al padre ogro del machismo-cultura-de-la-pobreza-tercermundismo-vivaméxico de sobra conocidos.

Lo que le importa sobre todo a Jean Franco en este estudio es el papel que juega el propio antropólogo-sociólogo-literato-reportero en este libro. Lewis y su carisma paternal de embajador populachero del País Superior como protagonista de Los hijos de Sánchez.

El principal mérito de Los hijos de Sánchez parecía ser su metodología. El estudioso o literato pequeñoburgués nunca, nunca lograba llegar a los pobres, y mucho menos conseguía encarnar o siquiera trasmitir su voz: ¿podría hacerlo el objetivista científico armado de grabadora? Sí, sí pudo: pero perdió buena parte de su supuesta objetividad --como se advierte al estudiar el resultado final, el libro, confrontado con los materiales orales y escritos muy vastos en que se basó-- y de su supuesta ciencia.

No sólo alteró la voz de los pobres: alteró a los pobres mismos: se volvió al menos para una de ellos, Consuelo, un redentor, un mesías, un caudillo espiritual del progreso, la superación, el salto a la otra clase, ¿al otro país?

La hija de Sánchez, Consuelo, deviene durante el proceso de investigación y escritura de esa obra, la hija de Lewis. El antropólogo se va volviendo su Padre Bueno, su Buena Nueva, su Ejemplo a Seguir. El antropólogo en sí mismo como el Hombre Superior. Consuelo no sólo se presta a responder todos los interrogatorios de Lewis, sino que llega a hacerlo por escrito, en una verdadera autobiografía de 170 páginas que la convierte en una destacada autora mexicana de su época, tan escasa de autobiografías femeninas, además de otros diversos ensayos sobre temas diversos sugeridos por el doctor.

La hija de Lewis no se resigna a ser materia prima de un estudio universitario. Lo toma como método de liberación. Sus cuestionarios son confesiones: confiesa sus delitos de "cultura de la pobreza" en búsqueda de absolución: sí fui así --dejada, cochina, irresponsable, boba, lo que sea--, pero cambiaré: la luz a llegado a mi interior, diría, como conquistada por un predicador o un dianético. Y cambió. Al final del proceso de lewización de la informante, Consuelo ya había subido de nivel, había conquistado la cultura-de-la-clase-media, era una "persona superior", ejemplo del supérate a ti mismo, triunfa, tú puedes, conquista tu propio Everest. De alguna manera, el modernísimo método de Oscar Lewis no hace sino repetir el barroco, del siglo XVII, de las biografías de monjas turbadas redactadas por sus confesores que a la vez son sus guías espirituales, sus mesías --género que Jean Franco estudia en otro capítulo de Plotting Women. Aquí el confesor Oscar Lewis cuenta la vida de la monja laica a la que ha modificado, Consuelo Sánchez.

Consuelo deja de ser pobre: "Eso me hizo súbitamente darme cuenta de la verdad sobre la pobreza, exponiendo su cruda fealdad abiertamente a los ojos del mundo. El muro de ladrillos de la vecindad servía de marco a un grupo de mendigos amontonados cerca del zahuán. Algunos estaban de pie, sus cabezas agachadas estaban cubiertas de cabello largo y enredado lleno de piojos y de mugre, que caía hasta enredarse con sus barbas espesas y abandonadas. Sus ojos redondos, enrojecidos, fijos y sus bocas abiertas tenían la expresión idiota de los alcohólicos".

No es necesario negar importancia a Los hijos de Sánchez; sí resulta interesante y revelador leerlos a través de esta coerción más que moral, existencial, casi religiosa, en sus informantes, protagonistas y, desde luego, en sus lectores. La cultura-de-la-pobreza como el pecado mortal de los mexicanos, del que pueden redimirse.

Jean Franco leyó inteligentemente no sólo el libro, sino los materiales que lo conformaron y que quedaron fuera, y llega a conclusiones como ésta: "Consuelo 'enfoca' la escena desde el punto de vista del mundo afluente para el cual la pobreza es el peor de los pecados. Uno podría decir que ella ha sido exitosamente convertida... Consuelo habla en términos casi religiosos del cambio que le ha ocurrido desde que conoció a los Lewises (el doctor y su esposa)... En su opinión, Lewis ha realizado con ella una especie de curación oral". Ser su informante, fue ser su penitente, su absuelta, su convertida.

Mucho tiene que ver en esto, por lo demás, el auge sicoanalista de los cincuentas, aun el del sicoanálisis enfocado a la sociología: la figura paterna, el reconocimiento público como nacer o salir-de-sí, la sustitución de la falible figurota paterna (por más que Papá Sánchez es un luchador, un Brown Gringo de Tepito, en los términos de la visión lewisiana) por la infalible del apóstol Oscar Lewis.

¿Quién habla en Los hijos de Sánchez? ¿Hablan realmente los pobres: ellos están realmente manifestando su discurso? O más bien, ¿hablan los pobres catequizados por la riqueza, los sánchez ya muy lewisiados? Es el problema de la China poblana: ¿en sus biografías, hablan ella o sus confesores? Esto nuca ha sido novedad: los indios que se confesaban a los frailes, no eran los feroces aztecas, sino los indios ya muy afranciscados, muy cristianizados, muy bautizaditos.

Dice Jean Franco: "La ironía de Consuelo, sin embargo, es que lo que ella ha llegado a pensar que es su ser, es realmente el otro discurso: el discurso de la modernización que habla a través de ella". Ella deja al Padre Pobre, a Papá Sánchez, por el Papá-del-Triunfo, Papá Lewis: "Ella encuentra una figura más poderosa: el etnógrafo. El único tropiezo es que para escapar del padre, ella debe convertirse en la voz de su amo".

Jean Franco estudia con similar lucidez otras expresiones de mujeres en México: Frida, Antonieta, los personajes de Rosario Castellanos, Jesusa Palancares (la de Hasta no verte Jesús Mío, de Elena Poniatowska); aspectos de sor Juana, Buñuel, María Félix...
Mujeres conjuradoras en busca de una expresión, que difícilmente puede decirse que ya hayan conquistado, son las que muestran su lucha abierta en Plotting Women. Gender and Representation in Mexico. (1990).