miércoles, 16 de diciembre de 2009

EL PIPIÁN DEL ARZOBISPO

EL PIPIÁN DEL ARZOBISPO

Por José Joaquín Blanco

I
Promediaba el siglo XVIII y el arzobispo de la ciudad de México trinaba contra los mexicanos y las potencias celestiales. Todos ellos, naturales y siderales, se negaban a la Ilustración, al sentido común, a la razón, a la lógica y a la observancia mínima de la decencia y del decoro modernos, al respeto por lo sagrado, en los asuntos del culto.
En vano el padre Feijoo acercaba la ciencia a la religión, y la razón a la fe católica. Se aparecían más cristos, vírgenes y santos en Chalco, Chalma, Amecameca o Apan durante un solo mes, que en toda Europa durante un siglo. ¡Qué tenebrosa y anticuada resultaba esta parte occidental del imperio español! ¡Qué irreverente e irrespetuosa!
¡Y se aparecían por cualquier cosa! Para pedir la construcción de una ermita misérrima en la punta de un cerro pelón, tenía que ocurrir el milagro aparatoso: se abrían los cielos, desfilaban los ángeles con todas sus galas, y el propio Señor del Tormento se hacía entender por el más remoto de los indios, de ésos que todavía no se sabía ni siquiera qué lengua o dialecto hablaban. ¿De veras un templucho de pueblo ameritaba la intervención personal y a toda orquesta del Altísimo, con toda su Corte?
Entonces se desataban -era cosa de todos los días- las molestias para el arzobispo. Visitas, procesiones, cartas, cultos extrañísimos y bárbaros con el pretexto de un milagro católico; representaciones extravagantes de teatro supuestamente sacro y danzas delirantes y salvajes en homenaje a la Virgen Purísima.
La verdad de la fe se asfixiaba entre tanta maleza supersticiosa. Indudablemente supersticiones inocentes, pues salvo uno que otro jesuita, difícilmente se distinguía en la Nueva España a algún indiano con dos dedos de frente. No había malicia intelectual en estas tierras primitivas, concedía el prelado. Pero incluso a las puerilidades y a las supercherías ingenuas había que poner coto. “¡El respeto y la reverencia ante todo!” La religión se estaba volviendo en América un inconcebible teatro de bobos, para mayor escarnio por parte de los herejes y demás enemigos de Roma y de España: ¡Miren el cristianismo salvaje, caníbal, de los españoles!”
Eso en cuanto a los indios, pero las damas criollas más adineradas y altaneras no se quedaban atrás: al primer dolor de muelas recurrían a todos los santos. Lo peor es que los santos acudían ipso facto, las damas se aliviaban y proclamaban en todos los rincones de la ciudad el portento de la muela que les había dejado de doler en cuanto habían pronunciado la jaculatoria: “Sagrado Corazón de Jesús: en vos confío”. Instantáneamente.
Se trataba ya de un chismerío, de un choteo insoportable de la religión. El arzobispo europeo predicó, al igual que varios de sus antecesores, contra tan vulgar trasiego de lo sagrado. Los fieles debían recurrir a las potencias espirituales sólo para asuntos del Espíritu, con una actitud reverente y respetuosa; y dejar lo demás a los curanderos o al Protomedicato, a su propio esfuerzo y al sentido común.
Los mexicanos de todas las clases sociales no disimularon su disgusto: que allá, en la moderna Europa, se anduvieran con sus remilgos filosóficos; aquí los santos servían para todo y muy contentos. Ni a los mexicanos ni a las potencias celestiales les desagradaba tal familiaridad en el trato. Todo lo contrario. Para eso sobre todo servían los santos: para que los frijoles no se quemaran y los dulces de almendra con frutas confitadas quedaran en su punto. Sabrosísimos. Así había ocurrido desde la primera evangelización.
Sólo a los gachupines, y especialmente al arzobispo, les fastidiaba que los moles, los chiles rellenos, los tamales y el chocolate requirieran de la colaboración expresa y gustosa del empíreo, que por lo demás nunca se les negaba a las cocineras mexicanas. “Al envolver el tamal pibil con hojas de plátano debe decirse con devoción: ‘Jesús, María y José’, o se rompe la masa”, instruían los recetarios.
El arzobispo era malhumorado y violento. Y un buen día lanzó una bula de excomunión mayor contra todos aquellos que, sin distingo de su raza o condición social, tomaran a los santos, a Dios y la Virgen como sus juguetes, y con absoluta falta de veneración y respeto los molestaran para los más menudos y mezquinos episodios de la vulgaridad cotidiana.
Quedaban también excomulgados quienes inventaran o divulgaran que, por ejemplo, la Inmaculada había multiplicado las enchiladas, de modo que alcanzaran para ciertas inesperadas visitas de la señora Cisneros, devota de Nuestra Señora del Refugio y vecina de la calle de Cordobanes.
O que la Madre de Dios había soplado sobre el plato de una abuelita, consentida de la Virgen del Pilar y vecina de Arco de San Agustín, a fin de que el caldillo de chipotle de unas albóndigas, demasiado picante, no le fuera a irritar el estómago. Todos los platos, procedentes de la misma cazuela, picaban como el mismo infierno; sólo el de la abuelita no. “Un chipotle celestial. ¡Bendito sea Dios!”
Mustios y taimados, los mexicanos no protestaron de viva voz contra la intransigencia ilustrada de Su Ilustrísima, pero disminuyeron las limosnas en catedral y se alejaron del alto clero metropolitano. Iban a los templos a entenderse al tú por tú con las imágenes, sin respeto ni reverencia alguna hacia sus ministros mayores. El arzobispo no se dejó amilanar. “Es cuestión de mostrar mano fuerte durante un tiempo, ya aprenderán”, se dijo.
Por desgracia, el bajo clero nativo se rebeló, también subrepticiamente, mustio y taimado, contra su arzobispo, y a trasmano alentaba a los feligreses a continuar con sus rústicas costumbres tradicionales. Un fraile betlemita desaforado (al fin y al cabo era una orden guatemalteca) llegó a declararle a una beata, según le reportó un espía a Su Ilustrísima: “Los obispos pasan, los santos se quedan”. Los curas y las iglesias pobres incrementaron por arte de magia su público y sus ingresos.
Lo que no se esperaba el arzobispo era que también las potencias celestiales se le rebelaran. Creía tenerlas en un puño a ellas también: por algo era la cabeza de la iglesia mexicana y el representante del Papa.
Se trataba de un extremeño narigón y desgarbado, prepotente, de mala digestión y peor sueño, que rara vez alcanzaba a dormir dos horas seguidas.
Pues he aquí que una madrugada, cuando por fin había logrado su sueño más profundo en muchos meses, se le apareció la Virgen del Carmen. Nunca se le habían aparecido personalmente las potencias celestiales allá en Europa, a pesar de su larga y prestigiosa carrera eclesiástica. Ni en París ni en Zaragoza, ni en Florencia ni en Roma. ¡Pues en México sí! Y para decirle ¡qué cosas! Verdaderamente se trataba de un país incorregible.
Se despertó sobresaltado, angustioso, con la garganta seca. Todavía sentía impreso en sus miopes pupilas un paisaje suntuoso de nubes multicolores y agitadas, con ángeles y profetas, padres de la Iglesia, mártires y confesores, vírgenes y querubines. Una “gloria” o un “aquelarre a lo divino” de Tintoretto o de El Greco. Y la mismísima Virgen del Carmen que le hablaba: “¡Levántate y apréstate a socorrer a mi hija muy querida sor Magdalena del Amor de Dios, del convento de la Encarnación, porque se ha cagado!”

II
El arzobispo no conocía personalmente a las monjas mexicanas. Las evitaba; las detestaba. Eran latosas y pedigüeñas, cursis y ridículas. Todos los días le mandaban cartas y platillos, bordados y más cartas. Todo el tiempo se hacían las que Dios les hablaba para cualquiera de sus boberías. Se las había encomendado a los sacerdotes que lo auxiliaban, con la consigna de mantenerlas a raya, con severidad. Eran además histéricas y mitoteras. En las elecciones de abadesas solían aparecer hasta monjas descalabradas y asesinadas dentro de los mustios conventos novohispanos. “¡A otro con cuentos de monjas mexicanas ‘amiguísimas de la Virgen’! ¡Disciplina y mayor severidad!”
Se preguntó si existiría realmente alguna sor Magdalena del Amor de Dios en el convento de la Encarnación. Si no se trataría más bien de una burla del Maligno, quien así se infiltraba en sus raros momentos de sueño profundo para fastidiarlo y burlarse de él, con el vulgarísimo humor mexicano.
Se disponía a tirar del cordón de la campanilla que colgaba junto a su lecho, para enviar a algún sacerdote al convento a averiguar el misterio, cuando un extraño temor lo contuvo: ¿Y si la orden fuese cierta? ¿Desacataría la voluntad de la Virgen del Carmen?
Por otra parte, si tan sólo se trataba de una broma del diablo o de una mera pesadilla, producto de los “bizcochos mantecosos” que había cenado (obsequio de las “malditas monjas de Santa Clara”), corría el riesgo de volverse el hazmerreír de sus subordinados.
Se imaginaba ya a todas las beatas mexicanas, emperifolladas con sedas, brocados y joyerías, pelucas y rellenos, cuchicheando en misa. Chaparritas, muy bustonas y caderonas, pero con los pies embutidos en zapatitos de miniatura, porque calzar chiquito era elegante, y en eso destacaban las mexicanas sobre las españolas: en el precioso pie chiquito, seguramente ya contrahecho, con los dedos comprimidos y apelmazados... Las damas mexicanas nunca dejaban de platicar durante las ceremonias religiosas, ni de mascar chicle como castañuelas, ni de comer antojitos que portaban descaradamente en canastillas. Salsas, guacamole, frutas en almíbar: todo. Frente al altar, en plena misa. Rece y rece y come y come.
Había las que fumaban como chimeneas entre los dóminus y los vobiscum, dignas de una taberna. Y las más descaradas que encomendaban a sus criadas que les llevaran un jarro de chocolate espumoso y calientito precisamente a la mitad del sermón (“Porque de otra manera”, alegaban, “¿quién aguanta los interminables sermones de Su Ilustrísima?”), como si la Santa Misa fuese comedia o corrida de toros.
Las imaginaba risoteando bajo sus mantones, mantillas, tápalos y rebozos, dizque escondiéndose en el dale que dale de sus abanicos perfumados: “¿Ya te enteraste de lo que sueña Su Ilustrísima? ¡Esos sí que son sueños de obispo!”.
Se incorporó, se vistió de prisa y se hizo conducir por su alarmado cochero (medio borracho) al convento de la Encarnación. Efectivamente existía una sor Magdalena del Amor de Dios y efectivamente se había cagado.
La pobre mujer, según le refirió la abadesa, llevaba días con una “gran flojedad de estómago”, con unas “cámaras” de santo y señor mío.
Estaba ya tan debilitada que había quedado como desfallecida en su catre, y le había ocurrido el percance en mitad de su desfallecimiento, sin que lo advirtiera.
La celda apestaba a zahúrda. El arzobispo ordenó a las desmañanadas y azoradas monjas que la limpiaran de inmediato; la bendijo apresuradamente, le restregó su anillo episcopal (que se propuso hacer lavar de inmediato) en los labios, y regresó a su palacio. No pudo volver a dormir, ni siquiera a dormitar durante tres días.
Ahora quien desfallecía, pero de insomnio, era él. Y así, débil y apagado, recibió de pronto ¡cinco! canastas de dulces de almendra con frutas confitadas, elaborados por las monjas del convento de la Encarnación. Simulaban florecitas, estrellitas, angelitos, conchitas de mar.
¡Sor Magdalena del Amor de Dios había sanado! Su estómago se había repuesto de tal modo que había engullido, frente a toda la comunidad extasiada, tres platos de manchamanteles, platillo de prueba para los estómagos más duros, incluso entre mexicanos.
Todas las monjas del convento de la Encarnación cantaban en loor del primer milagro de Su Ilustrísima. No se hicieron esperar, por docenas, gestos de gratitud similares por parte de las monjas de los demás conventos de la ciudad. La catedral parecía dulcería.
Ese milagro del arzobispo desmentía los perversos rumores de que el prelado europeo malquería a los naturales de la tierra, y demostraba cómo en plena madrugada Su Ilustrísima se desvivía para proteger a sus “humildísimas hijas mexicanas”.

III
Vino el jueves de Corpus y su misa solemne, frente al virrey, aunque distante cosa de veinte metros.
El arzobispo predicó contra la conjura de jansenistas y luteranos europeos. Deshizo: desgarró, pulverizó todos sus maquiavélicos argumentos. Y se hallaba en lo más alto y arduo de su disertación, con san Agustín y el Crisóstomo, Vieyra y santo Tomás en la boca, todos anudados en un haz invencible contra la herejía, cuando el mismísimo arcángel Rafael se apersonó en las alturas de catedral; se abrió paso desde las bóvedas y le susurró al oído: “El virrey se acaba de tirar un pedo”.
El arzobispo se demudó. Perdió sus autoridades, sus citas latinas. Se le extraviaron Vieyra y el Crisóstomo, san Agustín y santo Tomás. Tartamudeó. La mente le quedó completamente en blanco. Nunca le había ocurrido semejante cosa en su larga y prestigiosa carrera de predicador europeo. Ni en Toledo ni en Valladolid, ni en Milán ni en Viena.
Lo más espigado de la sociedad española y criolla lo miraba expectante, como si hubiese sufrido un infarto. Un silencio funeral se abismó de pronto en catedral, siempre tan ruidosa como un mercado. Pero Su Ilustrísima no se dejó amilanar por el arcángel Rafael:
-Recemos todos por Su Excelencia el señor virrey, que sufre de una necesidad muy grave –dijo, y encabezó un paternóster sonorísimo, que todos los fieles acompañaron sobrecogidos.
Mal que bien concluyó la ceremonia. Entonces se le acercó el virrey, confuso, pues no sabía cómo interpretar el gesto del arzobispo, si a modo de reconvención o de auxilio:
-¡Pero qué sutil olfato posee Su Ilustrísima! –le susurró el virrey.
-Parece que en la Nueva España los ángeles lo huelen todo –repuso, críptico, el arzobispo.
Y se retiró parsimoniosamente a la sacristía, rodeado por toda su corte de diáconos y canónigos, entre humos de incensario y letanías polifónicas.
Ni así cedió el arzobispo. Ya era tiempo de acabar con las supersticiones irreverentes y las tonterías irrespetuosas de la Nueva España. Pero tampoco las potencias celestiales cejaron en su rebeldía contra el afán modernizador y reformador del arzobispo. San Pedro y san Pablo, Cosme y Damián, san Hermenegildo y santa Cecilia se le aparecían a cada rato, con encomiendas caprichosas. Ya no podía dormir ni un cuarto de hora, ni comer, ni rezar su breviario, ni celebrar ceremonias. A cada rato le ocurría una aparición celestial con su recomendación apremiante.
Debió avisar a las monjas de San Jerónimo que se les estaba llenando de ratones la alacena. De parte de san Cosme.
Al párroco de Loreto, que se cuidara mucho de su sillón favorito, porque la pata delantera izquierda se estaba zafando y podía darse un mal golpe. De parte de Ecce Homo.
A un barbero de la Calle de Puente Viejo, que revisara su bolsillo, porque le acababan de dar dos monedas falsas. De parte de san Sebastián.
Y a una solterona de la calle de Pila Seca, que no desesperara, porque un viudo de la calle del Relox, a quien encontraría ese viernes en la tertulia de la Chata Méndez, estaba considerando seriamente proponerle matrimonio. Claro: de parte de san Antonio.
El escapulario que se le había perdido a fray Tomé de Simancas estaba atorado en un limonero del convento de San Bernardo. De parte de san Bernardo.
La imagen de madera estofada y policromada de la Madre de Dios, venerada en la capilla del convento de Santa Isabel, a la cual se le habían roto dos dedos de la mano derecha cuando la sacudió una pobre monja distraída (quien ya se creía condenada al infierno y no había modo de consolarla), se había restaurado por sí misma. De parte de la Virgen de Monserrat.
Las grietas del locutorio de San José de Gracia se habían restañado igualmente por sí mismas. De parte del Niño Jesús.
Meses y meses de insomnio e indigestión, jaquecas y pálpitos. El tenaz reformador y modernizador eclesiástico finalmente sucumbió ante la voluntad de las potencias celestiales. Comprendió que deseaban seguir en México como siempre, con su religión al antiguo modo, irreverente e irrespetuosa, pueril y supersticiosa.
“¡Allá ellos!”, decidió. Y revocó su bula. Predicó entonces, con recuerdos de san Francisco de Asís, que Dios y los santos asisten a sus devotos incluso en sus nimios caprichos; y debió citar a la madre Teresa por aquello de que Dios también andaba entre los pucheros.
Totalmente vencido, le prometió a la local Virgen de Guadalupe (de la que había sido feroz enemigo, como casi todos los arzobispos coloniales) auxiliar a tres novicias sin dote del convento de la Concepción si le devolvía el sueño. El milagro, naturalmente, se le concedió de inmediato y pudo dormir placenteramente, pero a pierna suelta, todas las noches de los últimos tres años de su vida.
Lo que más le agradó fue no volver a recibir ningún mensaje del cielo. ¡Qué tranquilidad!
Pero cuando las potencias celestiales por fin lo habían dejado en paz en este mundo, decidieron llamarlo al otro. Durante décadas corrió la leyenda de que el antimilagrero arzobispo milagrero regresaba a los conventos de monjas de la ciudad de México todas las noches, como emisario de Dios, las vírgenes y los santos. De parte de san Pedro y san Pablo, de Cosme y de Damián, de san Hermenegildo y de santa Cecilia
En los archivos del Vaticano duermen gruesos legajos de peticiones de canonización suscritas por varias generaciones de monjas mexicanas, todas beneficiadas ante testigos por los innumerables portentos de aquel milagroso arzobispo antimilagrero.
Hay una variante capitalina del poblano pipián rojo, llamada el “pipián del arzobispo” (invención atribuida a la muy agradecida sor Magdalena del Amor de Dios, del convento de la Encarnación), que se aceda si no se rezan tres jaculatorias en el momento preciso en que empieza a soltar el hervor, en honor de Su Ilustrísima. O puede repetirse tres veces la misma jaculatoria: “Sagrado Corazón de Jesús, en vos confío”.

martes, 1 de diciembre de 2009

UMBERTO ECO

UMBERTO ECO: APOCALíPTICOS PERO INTEGRADOS

Por José Joaquín Blanco

Desde mediados del siglo XVIII Europa ha soñado sueños norteamericanos: París-Francia siempre ha querido ser París-Texas. Y no precisamente por los altos sueños humanísticos que suelen ser atípicos y minoritarios en todos lados, sino por codiciables realidades materiales, por una tecnología del bienestar.
En alguna ocasión, molesto por la pedantería europea de los "ismos" y vanguardias, Edmund Wilson se lanzó la boutade de afirmar que la verdadera obra maestra de la cultura del siglo XX era norteamericana: el WC albísimo y mecanizado como enfermería de hospital de lujo en todas las viviendas de la clase media.
El excusado norteamericano no es la menos desdeñable ni la más prescindible de las banderas de la modernidad, pero deberá competir con otras que causaron gran revuelo en los medios artísticos, intelectuales y académicos de hace un cuarto de siglo: la televisión, la canción comercial (grabada en discos), los cómics, el cine y, en fin, los grandes rubros de la industria del entretenimiento que no se ha dudado en llamar "cultura de masas", "cultura industrial" y hasta "cultura popular".
Sobre todo en los años cincuenta los medios culturales europeos se enfrascaron en una gran discusión sobre la producción industrial de entretenimiento. Destacaron los escritores italianos, como Pasolini y Umberto Eco. En 1965 se recopilaron los ensayos de Eco en Apocalípticos e integrados, volumen que se tradujo al castellano en 1968. Este libro inteligente y desmesurado ha ejercido una vasta influencia durante dos décadas, especialmente por su capacidad de provocar, de sacar de sus casillas al arte del ensayo, de enfrentarlo a nuevos y temerarios modelos y caminos, como el de estudiar cómics tipo Superman, Charlie Brown o Steve Canyon o la cara que ponía Rita Pavone al cantar "El martillito", los montajes de los comerciales de TV y las más idiotas novelas policiacas, todo ello como si se tratara de la Summa Theologica o de cuadros de Kandinsky o Klee, o de poemas de Mallarmé, o de pensamientos de Bertrand Russell.
Como Marshall McLuhan y otros distinguidos semiólogos, Umberto Eco empezó como medievalista, estudiando a santo Tomás y se le nota: su semiología popular es una escolástica que no tiene de asombroso sino el objeto --productos industriales de consumo-- al que se aboca. De la ultramecanizada escolástica del siglo XIII --ese siglo técnico por excelencia-- Eco extrajo las supersónicas estructuras de sus teorías de semiótica. Una de sus armas, la más influyente (piénsese en las Mitologías de Roland Barthes, por ejemplo), fue la de considerar las manifestaciones vulgares de la industria de consumo como "signos" equiparables a los de la religión, los museos y las academias. Como Andy Warhol, ensalzó la sopa Campbells y la sometió a los rigores filosóficos de santo Tomás, como si se tratara de la existencia de Dios o de la inmortalidad del alma.
A casi tres décadas de distancia, este aspecto guarda algo de frescura, pero también ha perdido mucho: lo que era entonces divertido y hasta subversivo --poner a la Sopa Campbells en un museo o a Rita Hayworth en el lugar de una madonna--, ahora es simplemente convencional: todo el mundo lo hace sin intención irónica alguna.
El triunfo de la cultura industrial ha sido tan plenario que sus productos ya rivalizan o superaron a los de la civilización arcaica y ocupan sus tronos: sin necesidad de blasfemias irónicas, con puntual y boba literalidad, los cómics son más respetados y atendidos que filósofos como Bertrand Russell; la TV no le pide nada a las catedrales --es catedral ella misma, especialmente cuando el papa se vuelve una estrella de TV, y hace de la religión un espectáculo televisivo financiado por firmas comerciales: sus anunciantes y patrocinadores-- ni a los tribunales de antaño, y Juan Gabriel dirige --en serio, solemnísima y eficazmente-- más destinos de "amor platónico" que todos los Diálogos de Platón. Los chistes de los enfants terribles se volvieron austera y sólida realidad unidimensional de la siguiente generación.
Otro aspecto, mucho más perdurable, de la estrategia de Apocalípticos e integrados es su denostación de la cultura burguesa, entendiendo por ella la civilización dirigente del siglo XIX. A diferencia de la cultura de masas, o industrial, o de consumo, o "popular", del siglo XX, que se dirige homogéneamente a todos, aunque imponga sólo valores burgueses; aquélla, la del siglo pasado --que entre nosotros duró hasta mediados de éste--, era muy selectiva: sólo hablaba para la burguesía, o para quienes se empeñaban en parecerlo (pequeñoburgueses). Era por ello enormemente aristócrata y parsimoniosa, se constelaba de especiosos rituales y de exigencias culturalistas, a fin de hacer más difícil el acceso al reino de los escogidos. Leer entonces, en el siglo pasado, novelas o poemas, era principalmente ser parte de la élite social. La "alta cultura" no era sino un ritual social de la clase "alta". Fue la época del culto a la letra impresa, al piano doméstico, al gusto en el vestir, al mobiliario y a las normas de urbanidad, a los buenos sentimientos y a las mejores costumbres. Lo que más odiaba la burguesía era la "vulgaridad" de lo homogéneo, común, masivo, uniforme. Lo peor que podía ocurrirle a quien se quería culto --como una manera de ser gran burgués-- era parecer plebe, common, uno de tantos.
La primera reacción contra la cultura de masas vino de la propia cultura burguesa: la clase media de otros tiempos, venida a menos, se encontraba con que las nuevas clases medias masificadas no querían disfrazarse de aristocracia: amaban lo común, lo homogéneo, lo charrote, lo basto, lo grueso.
Esta reacción tomó el disfraz de la crítica culturalista: los cómics, la TV, el Hit Parade serían tan analfabetas, tan poco intelectuales, tan poco individuales, tan carentes de profundidad y de minuciosos y abundantes ritos selectivos, frente a los grandes productos de la Cultura-a-secas...
Umberto Eco demuestra que no hay tal. La Cultura-a-secas jamás existió: la enorme mayoría de las novelas de folletín o de los poemas del siglo XIX no eran peores que la enorme mayoría de las telenovelas o de las canciones actuales; incluso antes, en la Edad Media y el Renacimiento, hubo quien vio en las copias "xilografiadas" de la Biblia ("biblias de pobres") o en el arte escultórico de las catedrales (los "libros de piedra" del abad Suger, tan denostados por san Bernardo), vulgarización, aplebeyamiento, simplificación, perversión de la cultura.
La cultura de consumo podrá ser lo pésima que se quiera, pero no será en favor de las antiguas culturas con pretensiones de clase (poemas de Nervo, Para Elisa, folletones novelísticos, bodegones en el comedor, retratos pompier en la sala, discursos muy engolados, mesitas retacas de bric-à-brac exóticos...) como se la logre denunciar.
De hecho, no se logrará denunciarla de ninguna forma. Una lectura veinticinco años después de Apocalípticos e integrados nos demuestra el triste espectáculo de Umberto Eco, que quiso ser imparcial entre los denostadores y los adoradores de la cultura de masas, como el más "apocalíptico" de todos. El integrarse a la cultura de masas no le quito asistir a la debacle de los prestigios y del poder de la cultura en la sociedades occidentales norteamericanizadas de la postguerra. Como integrado, Umberto Eco resultó bastante apocalíptico.
Su apasionada defensa de la televisión y de los cómics y las canciones como medios capaces de democratizarse y de democratizar; su idea de "una cultura compartida por todos, producida de modo que se adapte a todos", etcétera, resulta tan quimérica o más que muchos berrinches dannunzianos contra el Baal de la cultura enlatada. Se oye tan lamentable como André Gide, en el abismo de la Primera Guerra Mundial, cuando un día va al Louvre y lo encuentra desierto; anota en su Diario: "El Louvre vacío, ¿el fin de una civilización?".
Umberto Eco tenía razón: las grandes esculturas de las catedrales europeas surgieron, como la TV, como cultura de masas, para ilustrar de bulto --ideas exteriorizadas-- a la muchedumbre analfabeta; pero esas enseñanzas no terminaron siempre, ni la mayor parte de las veces, ni siquiera muchas veces, en los grandes museos, sino en las tiendas de mercancías religiosas. Lograron la vulgaridad que se propusieron no tanto en las escasas obras maestras admiradas por los doctores en arte, sino en la parafernalia infinita de sacristías y puestos de atrio. Todos esos sagrados corazones e inmaculadas de yeso o plástico. Tal es la religión en imágenes. Así, la TV y los comics dejarán a los museos unas cuantas muestras de riqueza plástica o de plenitud de sentido --Superman, la lata Campbells, algún botón de muestra de la serie televisiva Bonanza--, pero siguen y seguirán siendo sobre todo, fundamentalmente, como norma inquebrantada, la vulgaridad, la tontería, el abuso cultural, la plebeyez intelectual y la porquería sensible que tanto codician y tan exitosamente logran. Esa porquería, y no irónicas antologías del Camp o del Kitsch, es lo que pide la muchedumbre devota a la TV dadivosa: estupidización recíproca, vasta y cumplida, sin ironía alguna. Una estupidez televisiva se plantea con la misma solemnidad asnal que un sermón de un ministro, gerente o arzobispo.
Lo más curioso de la Caja Idiota es que no sabe que es idiota, no acepta que nadie piense o le diga que es idiota; ya hasta se le olvidó que alguna vez se le llamó idiota: la TV se piensa como altar, enciclopedia, universidad, tribuna, catedral seriesísimos del mundo. Y lo es.
A final de cuentas, el denostador de la vieja cultura como "hecho aristocrático", como hipocresía clasista que pretendía despreciar la cultura de masas cuando en realidad lo que odiaba era a la masa misma, como "interioridad refinada" por cursis pretensiones snobs, Umberto Eco, queda ante nosotros como un "apocalíptico" capaz del hecho más refinado, singular, e incroyable de todos: la excentricidad de soñar una cultura de masas ¡aristocratizada!, una novela policiaca que rivalizara, en lujos de civilización aristocrática, con Stendhal (El nombre de la rosa) o un melodrama de erudición baladí y excéntrica como Walter Scott, Dumas o Salgari (El péndulo de Foucault, que falló precisamente porque el autor dejó de creer en su propio juego, y quiso tomarlo a guasa, como antinovela cortazariana); una cultura de masas pero de masas eruditamente aristocratizadas, capaz de encarnar en la etiqueta de una lata de sopa --erudito microcosmos-- tantos signos como el más cargado de prestigios de los cuadros de Van Gogh; una cultura de masas bibliomaniáticas dadas a leer en un cómic como Charlie Brown lecturas stevensonianas y ultrafreudianas, que lectores "aristocráticos" de otros siglos no se habrían atrevido a suponer ni en Dante; una cultura de masas sapientísimas y perspicacísimas que en unas cuantas sílabas de una canción de Hit Parade como la de Rita Pavone mete tanta erudita ninfomanía que deja corto a Vladimir Nabokov y avergonzada a la meramente libresca, elitista, aristocratizante Lolita...
No, Umberto Eco no quería tanto celebrar la cultura de masas real, sino inventar una cultura de masas utópica, un ideal erudito y excéntrico de anticultura personal. Quería robársela para su especiosa y pretensiosa academia semiológica y para su arte, que resulta más medieval y aristocrático, precisamente cuando se pretende más moderno que la Pepsi.
Digamos que en Apocalípticos e integrados Umberto Eco fue un escolástico de la secta McDonalds en el cubículo IBM de la universidad medievalista Texaco.
Ahí descubrió, con santa Teresa, que Dios también andaba entre los pucheros, pero lo dijo de manera más propia de la publicidad de un best-seller: dijo que la Cultura andaba solamente o sobre todo en las sopas Campbells.

lunes, 16 de noviembre de 2009

MORLEY CALLAGHAN


CALLAGHAN: EL LIBRO Y EL RING

Por José Joaquín Blanco

Durante décadas, casi todos los autores "creativos" y muchos críticos fastidiosos ("nuevos críticos", estructuralistas, etcétera) que niegan en la obra artística los yos del autor y del lector, los relativismos históricos y subjetivos, las aportaciones del azar o de la analogía, y creen que la obra artística --como el terrible Dios impoluto e irrepresentable de los hebreos-- no tiene nada que ver más que consigo misma --y con los representantes de ese "consigo misma", los profesores de semiótica o filología--, se han venido peleando con los periodistas literarios, los predicadores y unos cuantos críticos "impertinentes", sobre la importancia de la biografía, de los datos biográficos o de los asuntos "extraliterarios" en la discusión de la literatura.
Aquéllos niegan absolutamente lo biográfico, lo ideológico, lo psicológico, lo inconsciente, lo involuntario, lo fortuito, los lapsus, lo azaroso, lo casual, lo analógico, en fin, lo misterioso, vago, no definido o susceptible de combinaciones y contaminaciones en la obra literaria; éstos muchas veces abusan de todos estos datos secundarios y los vuelven protagónicos (hay quien habla más de la sordera que de la música de Beethoven, más de la ceguera que de los cantos de Homero, más del heroísmo que de las estrofas de Martí, más de las drogas que de los versos de Baudelaire; más de la política que de los escritos de Víctor Hugo, Neruda, Brecht, Pound, Lukács, Sartre, Mailer, Baldwin; más del alcohol que de los cuentos de Poe, más de la homosexualidad que de la estética de Wilde, más de la mente perturbada que de las novelas de Dostoyevski, más del corazón que de las rimas de Bécquer, etcétera).
Aquéllos dicen que el yo y lo otro no existen en literatura, sólo el sujeto literario, la Obra; el yo y las condiciones y azares no son sino agentes eventuales que desaparecen tras su objeto: la obra, que se basta a sí misma y rechaza todo dato externo; éstos muchas veces jalan demasiado de las orejas el sabio conejo que a la letra dice: "El estilo es el hombre".
Me parece una polémica tan absurda, tan atenida en el fondo a nominalismos elementales, como la de "forma" y "contenido" --igual bobería es afirmar que existen, como negarlos: son simples categorías convencionales sin otra función que la de instrumentos ni otra justificación que la del consenso de hablantes. Su momento estelar ocurrió con la rabieta de Proust contra Sainte-Beuve (el buen crítico fue, desde luego, Sainte-Beuve), aunque ya está muy clara --e impecablemente resuelta-- en Flaubert.
Aquéllos (los escribas, los adoradores de la Obra-en-sí) querrían que "sólo la obra" importara --pero nunca han explicado cómo la aislarían en laboratorio químico o campana de cristal del tejido terrenal de situaciones, analogías e interpretaciones, sobre todo de las propias, y de los supuestos, prejuicios y nociones desapercibidas e inconscientes--, y que todo lo demás (biografía, chismes, política, sociología, moral y, desde luego, esa entidad subjetivísima y extraliteraria, el propio lector) quedara fuera. Y caen en su propia trampa: jamás, al hablar de la obra-en-sí, están hablando realmente de la obra, sino del modelo teórico o paradigma que han metafísicamente extraído de ella, como una fórmula algebraica en el pizarrón del aula.
La obra-en-sí es una abstracción metafísica, como el ser-en-sí y cualquier-cosa-en-sí: en este mundo pecador todo tiene siempre que ver con todo.
Comparto, sin embargo, la rabieta proustiana de los lectores honestos contra la reducción o falsificación ideológicas, políticas, martirológicas, pornográficas o ejemplarizantes de las obras... pero la Obra-en-sí-misma no existe jamás, ni siquiera puede ser imaginada como entidad especulativa: las obras sólo existen leídas, pensadas, contaminadas de todo lo real e imaginario del mundo.
Y por tanto no hay dato ajeno o impertinente a la crítica. A quien diga que la obra es la "única" biografía del artista, podríamos responderle, de plano, que no hay biografías únicas de nadie, ni nada único de nada. Y que en todo caso, el mundo entero es la biografía de cada persona.
La obra-en-sí, la "lectura del texto" (como abstracta fórmula de laboratorio) no ha llevado sino a organigramas filológicos --¡S/Z!--, lo que en sí es una manera de reducir obras múltiples a pésimos chistes profesoriles. ¿El Río. Novelas de caballería es H2O?
Quienes leen todo y contaminan de todo cada texto hacen crítica mejor, si hay erudición talentosa y conversación honesta, apasionada y sensata; aun los errores de perspectiva y de opinión pueden ser grandes momentos de interpretación --esto es, de lectura, de colaboración literaria en la existencia de las obras, que sólo viven en contaminación con quienes las leen--: Voltaire, Fénelon, Buffon, Diderot, Rousseau, Johnson, Addison, Pope, Swift, Hazlitt, Lamb, Coleridge, Poe, Baudelaire, Matthew Arnold, Wilde, Taine, Sainte-Beuve, Renán, Stevenson, Chesterton, Shaw, Mencken, Eliot, Valéry, Gide, Reyes, Borges, Benjamin, Sartre, Cernuda, Edmund Wilson, Villaurrutia, Lezama Lima, Cardoza y Aragón, Susan Sontag, Gore Vidal... He aquí una lista de lectores para los cuales todo existe. La crítica no tiene puertas cerradas.
Sin embargo, se ha hablado mucho del "daño" que las biografías, los datos biográficos, sociales, psicológicos o misteriosos y varios, los asuntos "extraliterarios" hacen a las obras: que por andar indagando esto o lo otro sobre Milena no se lee bien a Kafka, que por contarle las erecciones a Lawrence o a Baudelaire no se llega al texto en sí.
Muy cierto. Pero no busquemos sólo en la metodología los crímenes de la ignorancia y de la tontería. Lo real es que siempre se buscan --desde los remotísimos comentarios de textos griegos, hebreos o hindúes-- elementos adicionales para ampliar, precisar, comentar el misterio nunca agotado de las obras. Y el más intransigente filólogo textualista en cuanto se baja del "puro" pizarrón de sus paradigmas, se pone a contar chismes sobre el autor estudiado a su colega de cubículo. Ah, se ven tantas cosas...
Pero ahora quiero contar otro cuento: el del gran "daño" que las pérfidas Obras-en-sí hacen a las desprotegidas biografías, a los humildes chistes biográficos y a los pobres asuntos extraliterarios.
Había una vez un señor llamado Ernest Hemingway, a quienes algunos miles de lectores admiraban por sus libros "en sí" y muchos millones de personas amaban por su personaje y sus trucos publicitarios, por sus desplantes, por sus gestos y por sus libros "no-en-sí", sino bien envueltos en la parafernalia "extraliteraria".
Una de sus poses más fotografiables era la de boxeador. Desde luego en los años treinta de este siglo Hemingway no era un gran, ni siquiera un pequeño boxeador, sino un joven autor importante que se las daba de anti-intelectual y anti-elitista en obsequio de los aspectos, je, "viriles" y, je, "vitalistas", de su gran público.
En 1929 la prensa mundial reportó que el Héroe Hemingway había sido alevosamente noqueado en un ring informal por un maligno escritor envidioso, intelectualizado y elitista --y ni siquiera estadunidense, sino del simple Canadá--, llamado Morley Callaghan, boxeador ese sí --el indigno-- "profesional", en París, cuando el Héroe Hemingway estaba cosmogónicamente borracho, ante la desesperada impotencia de Francis Scott Fitzgerald, que la hacía de réferi.
Bramaron los fans antilibrescos del escritor de libros, los fans anti-intelectuales del intelectual anti-intelectualmente vestido de boxeador. El Héroe Hemingway fue más querido y vendió todavía más millones de ejemplares de sus antielitistas y anti-intelectuales novelas, y la estrella de Morley Callaghan declinó casi para siempre.
Posteriores correcciones, testimonios y aun libros enteros sobre "aquel verano en París" no han desvanecido el mito. Los hechos no fueron tan hemingwayianos. Callaghan y el Héroe Hemingway eran muy amigos y semejantes en el estilo y en gustos: compartían la afición y los atavismos de la "cultura popular" y el deporte. Se llevaban muy bien con Scott Fitzgerald, Miró y demás tropa bohemia de la "orilla izquierda". De estudiantes ambos habían practicado el box, sólo que los campeonatos de box estudiantil los había ganado Callaghan, quien no rivalizaba literariamente con el Héroe, sino que lo admiraba y enriquecía (Morley Callaghan fue quien influyó y benefició a Hemingway y no al revés; como todo autor eficaz, el Héroe tomaba sus recursos de donde fueran: Mark Twain, Kipling, Anderson, Stein, Scott Fitzgerald, Callaghan, el cine, la zarzuela, los sermones evangélicos, etcétera.)
Todo empezó con el tedio del verano: "¿Qué? ¿Vamos al teatro o nos ponemos los guantes?", dijo una tarde Hemingway. Callaghan, más sereno y menos fantoche, explicó que había amateurs menos amateurs que otros, y que él boxeaba mucho mejor, y que no tenía caso andarse con payasadas; ambos sabían que ante cualquier profesional del box, el boxeador más humilde, no eran sino "just clowns".
Hemingway insistió (¿previendo ya los reportes de la prensa internacional?), Scott Fitzgerald la hizo de réferi y pelearon demasiado en serio, pero no tanto como para que de veras corriera sangre ni hubiera ningún verdadero K.O. Apenas algunos golpes serios recibió el Héroe, y más por culpa del pasmado Scott Fitzgerald, que en su consternación por ver al Prócer en problemas, se quedó pasamado y dejó correr demasiado el tiempo cuando el Inclito estaba llevando la peor parte. Y el único "noqueado" fue un mirón presuntuoso que, en seguida, trató de enseñarle box al propio Morley Callaghan. Ambos combatientes por lo demás siguieron siendo amigos algún tiempo todavía y hasta volvieron a calzarse los guantes otras veces (en alguna, el réferi fue Miró.)
Pero el chisme llegó a la prensa. Todos los chismes de Hemingway llegaban siempre oportunamente a la prensa. Y ni aun con buena fe, los reporteros ni los lectores pudieron ver el hecho sucinto, "en sí", sino como novela hemingwayiana: el bien aquí, el mal allá; la nobleza del ánimo contra la maña erudita y el profesionalismo; el rasgo trágico del ídolo, más ídolo cuanto más "virilmente" caído; la cercanía de la sangre y de la muerte en los ojos purísimos del Joven Inocente; el alcoholismo del Héroe como preparación para el sacrificio, etcétera. La prensa, demasiado influida por las novelas de Hemingway, interpretó y difundió un hecho real como si fuera parte de ese tipo de novelas.
Ernest Hemingway, al principio, se indignó (hizo como si se indignara) de que se dijese que alguien lo había noqueado y exigió que Morley Callaghan desmintiera a la prensa. Callaghan lo hizo.
Pero la desprotegida anécdota, corrompida por la ideología de la obra; la inerme biografía falsificada por las "impurezas", je, de la Literatura, no admitió correcciones. Se necesita un "encuentro moral" hemingwayiano: héroe y antihéroe, final trágico, intenciones aviesas, entrega apasionada y noble del antilibresco autor de best-sellers.
Hemingway creció como Héroe Caído y Morley Callaghan inició su carrera como "el novelista más injustamente olvidado del siglo" (Edmund Wilson).
Tal es la perversa influencia de la literatura sobre lo extraliterario.
Y Callaghan y Hemingway estaban "just kidding"; eran "just clowns". Muchos contemporáneos de ambos han comentado el hecho; el propio Morley Callaghan lo refiere en That Summer in Paris.

jueves, 15 de octubre de 2009

JOE ORTON


ORTON: COMO ASESINAR A TU COMPAÑERO

Por José Joaquín Blanco

Acaso la historia de amor más horrorosa imaginable entre la Intelligentsia de los años sesenta que protagonizó la Liberación Gay, sea la de los escritores británicos Joe Orton (1933-1967) y Kenneth Halliwell, altamente exitoso el primero y totalmente fracasado el segundo, quienes murieron en las primeras horas del 9 de agosto de 1967: Halliwell mató a martillazos a su amante (una relación de 16 años), en un arrebato de locura, aunque no sin premeditación ni sin sobradas señas y amenazas previas, y en seguida se suicidó con 22 pastillas de Nembutal. El asesino, el suicida, el fracasado Halliwell, unos 8 años mayor que la víctima, dejó un letrero en el escritorio: "Todo se aclarará si leen este diario".
El Diario de Orton se trata de una libreta que apenas se ocupa de los últimos ocho meses de la vida de ambos, y que fue escrito por sugerencia de su agente literario a fin de hacer negocio como pornografía y escándalo. Después de servir de evidencia para las investigaciones policiacas, se publicó en inglés en 1986 y dos años después en castellano, en una horrorosa versión de coloquialismos y barbarismos madrileños (Grijalbo).
No tiene mayor valor ni literario, ni pornográfico, ni ideológico: se trata simplemente de un desfogue narcisista de Orton, lleno de las más ingenuas y cursis autocomplacencias físicas ("'Oh, que polla tan grande tienes', dijo acariciándomela. Comprendí todo lo que se perdía en Marruecos por no hablar el idioma") y profesionales (la resignación condescendiente a ser contemporáneo de "señoritos clasemedieros" como Harold Pinter), con rápidas enumeraciones fornicatorias que no llegan a la pornografía, sino a una especie de facturación o censo de coitos callejeros y prostibularios, totalmente convencionales, y sin toques de humor o de mitificaciones que los rodearan de algún interés. Pero sí tiene un valor como "retrato de un matrimonio" gay de vanguardia: un retrato deprimente, aun sin su desenlace de nota roja, tanto más cuanto que el editor John Lahr considera que, en buena parte, también fue escrito para molestar a su atribulada pareja, que con toda certeza a escondidas iba leyendo diariamente los exhibicionismos verbales del éxito y la publicitada promiscuidad de su narcisista y arrogante compañero.
"Cuando Joe y Halliwell estaban juntos frente a otros se peleaban continuamente. Al principio se reían de ello contigo y los dos eran iguales. La verdad que ese día me entró un dolor de cabeza espantoso al cabo de hora y media. He conocido a parejas marrulleras que sabían muy bien cómo tenían que pelearse, pero nada parecido a ellos dos. Me sentía fatal. La claustrofobia de su habitación, sumada a la claustrofobia mortal de su matrimonio me resultaba insportable..." (Ward).
La historia empezó en 1951. El adolescente impreparado (expulsado del colegio) Joe Norton, de orígenes obreros muy pobres, conoce al muchacho clasemediero de unos 25 años Kenneth Halliwell, quien lo hace su amante y su protegido: lo lleva a vivir a su casa, lo mantiene y conforma todo el mundo de Joe Orton durante los siguientes 7 u 8 años, por lo menos. De hecho, Orton no empieza a ganar dinero propio como dramaturgo sino 11 años después de vivir con Halliwell, a fines de 1963, y muere en la casa que éste había comprado.
Ambos querían ser actores: ambos fracasaron. Halliwell ambicionaba, además, ser escritor: tenía una avanzada formación literaria, podía leer a los clásicos y a los modernos incluso en sus lenguas; se sentía un verdadero artista por temperamento, un rebelde, un moderno, un luchador de la libertad sexual y cultural de los nuevos tiempos: Joe Orton se embebió completamente de todo ello, al grado de llegar a colaborar como co-autor de Halliwell en novelas, sátiras, cuentos de todo tipo que quedaron inéditos. (Al principio, señala el editor y biógrafo de Orton, John Lahr, esa coautoría difícilmente significaba para Orton algo más que mecanografiar los dictados de Halliwell).
En realidad Halliwell fue, durante la mayor parte de esos 16 años, el del "talento" --al que se le "ocurrían" muchas cosas brillantes--, pero el incapaz de construir algo verbal, escénica o pictóricamente con él; sin embargo, cuando hay algún buen chiste, algún buen juego de palabras, alguna buena referencia en el Diario y en parte del teatro de Orton, ya sabemos de dónde viene.
Pero Orton tenía las verdaderas herramientas del ego artístico: la autoestima, el coraje, la ira, el rencor social, la intrepidez, la valentía civil, las ganas de hacer las cosas pese a todo y contra todo; también y principalmente, la disciplina artística: escribir, corregir, tachar, regresar, probar, volver; era el perfectamente capaz de construir obras brillantes y de tomar el material de donde se pudiera, como cualquier otro autor, aunque ese donde fuese a veces Halliwell.
El caso de Kenneth Halliwell es bien conocido por los profesores de literatura: el muchacho inteligente, trabajador y aun talentoso que no puede ser escritor, sencillamente porque lo quiere demasiado. Se ha elaborado tal mito, tal obsesión, tal angustia, tal importancia de la Literatura, que jamás consigue la mínima naturalidad imprescindible para escribir siquiera una página pasable. Su principal enemigo es su propia tensión, su propia ambición literarias.
Hay una descripción del fracaso de Kenneth Halliwell como actor, que se aplica también el literario: "Tenso, es lo primero que se te ocurre para definir a Halliwell. Estaba organizando su imagen tan enérgicamente, con tal fuerza, que nunca le vi tranquilo. No podía relajarse nunca..." (Marowitz).
"Halliwell era serio incluso de adolescente. Según se deduce de los comentarios de sus profesores cuando empezó a estudiar en la academia de arte dramático, la tensión de su actitud defensiva ya era patente en la tensión de su cuerpo, de su voz y de su personalidad. En el escenario era todo transpiración y nada de inspiración. Lo que se percibía en su interpretación no era firmeza sino timidez" (Lahr).
A Joe Orton le valía madres todo lo que Halliwell idolatraba. Orton tenía un Ego poderosísimo, alimentado por su rencor social (sin socialismo: como lo decía cínicamente, se trataba tan sólo de no olvidar que "Ellos" lo habían tenido "en el arroyo" durante su infancia y su juventud, hasta que lo rescató Halliwell) y por una lujuria obsesiva, que él mitologiza como fuerza colérica, ultraviril, lo-Unico-en-la-Vida, y mejor si se trata de adocenadas orgías instantáneas en bien apestosos urinarios públicos.
Orton pertenece a ese prototipo sesentero del joto-supermacho de jeans y escupitajos; a ese artista sesentero que no admira a ningún otro artista más que a sí mismo (ni a su propio arte, si no tuviera la certeza que es de él mismo). Pero tuvo una intuición genial: burlarse de toda la atmósfera literaria de Halliwell.
Hacer farsa de la tradición literaria inglesa --del estilo mandarín, del pito de Winston Churchill, del "mundo judeo-cristiano" (poniendo a copular a padres y a hijos)-- con un notable humor, por muchos calificado genial. Harold Pinter y Tennessee Williams apreciaron sus obras.
¿Se burlaba de la tradición literaria inglesa o del propio estilo del pobre Halliwell, como sospecha su editor? Tal vez de ambos. La intuición trajo el éxito, el escándalo, la fama. El discípulo se convirtió en el amo --y en el amo de un ex-maestro que, ya al borde de los cuarenta años, seguía siendo un insoportable principiante, a quien además el fracaso abrumaba con todos los horrores de una depresión crónica, rencores, inseguridades, somatizaciones--, y redujo a su compañero al papel de sirvienta (Halliwell por supuesto es descrito como loca, amanerado, impotente, pudibundo, monogámico, cursi, demodé, traumado y otros insultos de la época).
Es más: alguna buena parte de las obras famosas de Orton --Entertaing Mr. Sloane, The Ruffian on the Stair, Loot, What the Butler Saw, etcétera-- son versiones burlescas de la obra conjunta, aquella vez en serio, de los amantes en su anterior coautoría o bien reciben una colaboración esencial de Halliwell, quien por lo demás, por mínima congruencia o por desastre total, había renunciado a la ambición y a los sueños literarios de toda su vida, cuando la balanza se decidió tan claramente por Orton. Pudo pensar que hasta de su vocación y de sus ensueños había sido despojado, o había consentido en despojarse a sí mismo. Era "una nulidad de mediana edad..."
De modo que el Diario de Orton refleja este matrimonio que ya no guarda de sus antiguos orígenes, tres lustros atrás, más que la parodia: un amo, una esclava; uno que se hace el macho, otro la tía; uno con dinero y dispendioso, otro pobre y tacaño; uno exitoso y agradable, otro molestísimo y lastimero, que sin embargo han de seguir viviendo juntos, porque el fracasado ya no tiene más remedio (envejecido, engordado, sin fuerza, abrumado por la desdicha) y el triunfador no seguiría triunfando sin la pasiva, activa u obligada colaboración del otro como modelo de farsa y víctima de los ultrajes literarios.
En realidad, sólo la arrogancia de "nuevo moderno", los fríos y grisotes desplantes de cinismo, la indiferente capacidad de desprecio, la ignorancia de todo lo que no sea centímetros eréctiles o libras por entradas de taquilla, de Joe Orton, lo señala entre tantos matrimonios heterosexuales semejantes, bien explotados por el cine y las novelas de adulterios. O de otras situaciones de familia como ¿Quién mató a Babe Jane?... Porque de que las relaciones personales se ponen espesitas...
El teatro de Joe Orton sin duda prevalece a su nota roja. El Diario no. Pocas veces he leído algo relacionado con el amor, el sexo, el erotismo o la pornografía tan falto de gozo y de caridad, de humor y de alegría, tan cínicamente despectivo de todo lo que no sea su exhibicionismo egolátrico.
El Diario de Orton fue el testimonio, el retrato y acaso un móvil fundamental del crimen. El Diario era el arma con que Orton torturaba a Halliwell, quien no quiso destruirlo, sino exhibirlo como aclaración final. Por lo demás, así, Kenneth Halliwell, nuevo Eróstrato, recobró su sitio --antes obligadamente clandestino-- en la obra y el personaje de Joe Orton.

domingo, 11 de octubre de 2009

LEWIS CARROLL



CÓMO SALVAR A ALICIA

por José Joaquín Blanco
Buena parte de la literatura escrita en inglés del último siglo y medio trata de ingleses que quieren parecer norteamericanos y de yanquis que intentan britanizarse, para el supuesto escándalo de ambas sociedades. Poe soñaba con castillos escoceses, Henry James y T. S. Eliot se instalaron en Londres; Stevenson quiso sacudirse todo su Museo Británico y ser tan aventurero y natural como un californiano, innumerables románticos de Londres imitaron a Whitman; Huxley, Auden e Isherwood se instalaron en Los Ángeles y Nueva York. Los Estados Unidos parecían simbolizar el universalismo, el cosmopolitismo, lo natural, lo nuevo; Inglaterra lo insular, el peso de las tradiciones, el conservadurismo programático.
A W. H. Auden se le ocurre oponer Alicia en el país de las maravillas a Huckleberry Finn y Las aventuras de Tom Sawyer, esas obras maestras de “literatura infantil”, que también son gran literatura para adultos, como expresiones antagónicas de los sueños de ambas sociedades. En la obra de Lewis Carroll, la hermosa Alicia es una pequeña dama que busca el orden y protesta contra el caos del mundo, se indigna porque la realidad se sale de las normas supercivilizadas; en las de Mark Twain, los barbajanes escuincles se molestan con las normas de la civilización y juegan a ser pequeños salvajes, llenos de inocencia natural y de travesuras anarquistas. Claro que Alicia se divierte con el caos del mundo. Claro con Tom Sawyer se divierte con la tiesa sociedad de los adultos. En otra clásica obra de Mark Twain, también exitosa “literatura infantil”, El príncipe y el mendigo, nada menos que el niño rey inglés juega a ser un “niño de la calle”, una especie de Alicia en el mundo bárbaro fuera de la corte, mientras que el chamaco callejero se instala en el mismísimo trono, como un Tom Sawyer en Inglaterra. Ambos tienen mucho qué corregir en los inesperados mundos en que los instala su trueque de papeles, gracias a su parecido físico. Twain llega incluso a proponer —en esta confrontación de civilizaciones—, lo que le pasaría a Un yanqui en la corte del rey Arturo. A W. H. Auden se le ocurre imaginar cómo los norteamericanos leerían Alicia en el país de las maravillas.
La “surrealista” obra de Lewis Carroll es un viaje civilizado por el mundo del caos. Fue inspirada, como La divina comedia, por una chiquilla de apenas diez años. Carroll adoraba a las niñitas bien educadas, las llevaba a pasear, inventaba cuentos para ellas; era la época pre-freudiana en que un solterón podía pedirle a sus amigos casados que le prestaran por un día a sus hijitas, pero solas, porque todo el encanto de las pequeñas damas se manifestaba sólo cuando estaban bien lejos de sus mamás, papás, tías y chaperonas. Se le ha buscado un erotismo avieso a Carroll, como si para anticipar la pedofilia de Lolita, hubiese necesitado urdir libros tan complicados como Alicia en el país de las maravillas y A través del espejo. Los padres de sus amiguitas jamás encontraron ni sospecharon malas intenciones en Carroll.
A final de cuentas, la infancia a veces sí es encantadora, y contarles cuentos precisamente a niños ha sido desde los tiempos más remotos el placer más exquisito y difícil de los narradores: los niños —y especialmente las niñas serias e inteligentes como Alicia— toman los cuentos muy en serio, exigen más, son más difíciles de sorprender. Aunque sin el talento extraordinario de Carroll, infinidad de escritores se han propuesto esa difícil meta: de Grimm y Andersen a Peter Pan, El Mago de Oz y las sagas de Tolkien.
Auden quiso recopilar poemas carrollianos (The Oxford Book of Light Verse) y aun escribirlos, pero no en el sentido absurdista de Edward Lear, sino en el de perfeccionar la vocación de juego de la literatura. Pero juego en serio: “Lo que Alicia encuentra tan extraordinario entre la gente y los episodios de esos mundos es la anarquía, que ella siempre está queriendo volver sensata y ordenada. Toda la estructura de A través del espejo está basada en el ajedrez, y el pasatiempo favorito de la Reina de Corazones es el cróquet —juegos ambos que Alicia sabe jugar bien. Para jugar un juego es necesario que los jugadores conozcan y obedezcan las reglas, y que sean lo suficientemente hábiles como para hacer las cosas correctas o razonables al menos durante la mitad de tiempo. La anarquía y la incompetencia son incompatibles con el juego. El cróquet jugado con erizos, flamingos y soldados en lugar de las pelotas, mazos y aros es concebible siempre y cuando aquéllos estén decididos a imitar el comportamiento de estos objetos inanimados, pero en el País de las Maravillas se comportan a su antojo, y el juego ya es imposible de jugar. En el mundo de A través del espejo, el problema es diferente. No es como en el País de las Maravillas un sitio de anarquía completa, donde cada quien hace y dice todo lo que se le viene a la cabeza, sino un mundo completamente determinado sin posibilidad de elegir...” (Forewords and Afterwords).
Los libros de Carroll, como toda obra maestra que ha superado la prueba del gusto de una docena de generaciones en todos los países, admiten múltiples lecturas, y muchas explicaciones de su éxito. Entre ellas, la mala lectura: hay quien admira su “surrealista” mundo-al-revés, como una épica del absurdo. Auden subraya que debe admirárseles precisamente por lo opuesto. Lo maravilloso es la mente de Alicia, no la galería de barajas y conejos; es una épica de la sensatez, enfrentada a la prueba del caos, y no la glorificación del absurdo. Por algo Carroll era lógico y matemático, y encontraba más pensamiento serio y hábil en las tres chiquillas Liddell —Lorina Charlotte, Alicia y Edith—, que en sus colegas a Oxford, con los que siempre estaba de la greña.
A su modo, aunque en un sentido más ético que lógico, la glorificación de la infancia en Mark Twain es otra vuelta a la seriedad. Más que sus escapadas y sus travesuras, lo admirable del mundo de Tom Sawyer es su seriedad ética. Los chamacos toman en serio su mundo, y a sí mismos, como ya no lo harán después, cuando aprendan a negociar con la realidad y con su propia conciencia. Una edad de oro de la moral, que habrán de seguir soñando Scott-Fitzgerald, Hemingway y Faulkner, los detectives de la “novela negra”, Salinger, los beatniks. Tom Sawyer, acaso, formaría filas con el conejo y con la Reina de Corazones contra la marisabidilla y fresota de Alicia, quien a su vez protestaría contra el escuincle que quiere saltarse todas las reglas, o inventar las propias, cuando todo mundo sabe que lo más cuerdo es dominar las ya establecidas largamente por la sociedad.
“El héroe-niño norteamericano —¿existen niñas-heroínas norteamericanas?—, dice Auden, es un Buen Salvaje, un anarquista, y aun cuando piensa, lo hace sobre todo en lo que tiene qué ver con el movimiento y con la acción. Puede hacerlo casi todo menos quedarse quieto y sentado. Su virtud heroica —esto es su superioridad sobre los adultos— radica en su libertad de los modos convencionales de pensar y de actuar: todos los hábitos, de las costumbres a la creencias, son considerados como falsos o hipócritas, o ambas cosas. Ya están desnudos todos los emperadores. Alicia, seguramente, ha de ser vista por el norteamericano promedio como un shock.”
Pero los recursos de los Estados Unidos son infinitos: Walt Disney impuso, sobre los libros, su propia Alicia en dibujos animados: toda una anticipada invitación al “viaje”. Años después, la “ola inglesa” de los sesentas, pobló el mundo con Tom Sawyers veinteañeros, los hippies, quienes fumaban, como la oruga, una pipa de hashish, y lograban sus sueños de Alicia en el país de las maravillas y A través del espejo con ayuda del LSD. ¿Ambos extremos se reconciliaron finalmente en El Sargento Pimienta? ¿O fue en De camino, de Kerouac, o en Almuerzo desnudo, de Bourroughs? ¿O con los Rolling Stones?

martes, 6 de octubre de 2009

WALTER BENJAMIN


BENJAMIN: CHARLAS PARA NIÑOS

Por José Joaquín Blanco

Con el aburrido y algo tonto título de El Berlín demónico se ha publicado en español (Icaria) una recopilación de las charlas radiofonicas para niños que escribió y dijo Walter Benjamin entre 1929 y 1932; en alemán llevaba un título mejor: explicaciones o charlas para niños.
No se proponía Benjamin revolucionar la radio, sino ganar un poco de dinero en años difíciles. Al parecer, algunas de estas charlas, total o parcialmente, ni siquiera fueron "escritas" por él, sino rápidamente dictadas a una mecanógrafa; varias de ellas, sin embargo, manifiestan un cuidadoso trabajo de preparación: investigación, revisión, reflexión, estrategia.
Walter Benjamin (1892-1940) no es un pedagogo moderno. No se propone ejemplificar ni facilitar la cultura para el público infantil. Se dirige a niños como él lo había sido: vestidos de adultos, forzados a estudiar duro, presionados constantemente en su preparación intelectual. Esto permite que los textos "infantiles" de Benjamin sean plenamente disfrutables por el lector adulto de hoy, y poco asimilables por los niñotes cabezadetabla de las escuelas "activas" que no saben dónde está Roma ni operaciones aritméticas de cierta complejidad.
El verdadero aspecto infantil de estos textos de radio está en la libertad con que se mueve Benjamin frente a ese público. Se advierte que le gusta dar conferencias para niños, con quienes puede bromear o seguir caminos curiosos y obsesivos, mejor que con los universitarios. (Por lo demás, a Benjamin se le negó repetidamente la oportunidad de dar clases en las universidades.)
Su estilo se vuelve en ocasiones un tanto más jovial, travieso y ocurrente que en el periodismo escrito que le conocemos. La infancia como libertad cultural siempre le atrajo; tiene un libro sobre la infancia en Berlín a principios de siglo, y son múltiples las referencias a esa especie de seriedad bienhumorada en la travesura y la obsesión que él veía en la mente de los niños.
Buena parte de su vida tuvo una obsesión: un libro que nunca escribió, pero sobre el que dejó abundantes fragmentos: un estudio de los pasajes comerciales de París en el siglo XIX y, a partir de ellos, de la cultura y la vida moderna en las ciudades.
Benjamin soñaba en esos paisajes en los que quiso situar a Baudelaire: esas ciudades casi subterráneas, almacenes de múltiples ofertas, con sus aparadores inagotables, sus trucos de hierro, cristal y mampostería que permitían ilusiones urbanas inéditas, etcétera.
Este sueño tuvo un reflejo también en los programas radiofónicos sobre las grandes jugueterías de Berlín: esa gula, esa codicia, ese sueño de Midas de los niños: el inventario, la revisión de todos los juguetes posibles, sus modas, sus inovaciones y diferencias, narrados con una conmovida nostalgia de su propia voracidad infantil, pero ¡voracidad de conocimiento! Los juguetes como fuente de asombro y de información, como ideas lustrosas y mágicas. Dice:
"Y ahora dejad de escuchar por un momento; lo que voy a decir ahora no es para niños. La próxima vez os acabaré de contar este paseo. Pero mucho me temo que entre tanto lluevan cartas diciendo más o menos esto: '¿Qué, se ha vuelto usted loco?'. Piense que los niños ya dan bastante lata de la mañana a la noche, todo el santo día, sin necesidad de que usted les meta en la cabeza esas cosas y les hable de cientos de juguetes de los que hasta ahora, gracias a Dios, no sabían nada, y que ahora querrán tener, y encima incluso de cosas que ni siquiera existen'. ¿Qué puedo responder a esto? No me costaría nada ponerme las cosas fáciles y pediros que no digáis ni una palabra de este asunto, que nadie note nada, y así podemos seguir tranquilamente dentro de una semana. Pero esto sería una bajeza. Así que no me queda otro remedio que decir sin más lo que realmente pienso: cuanto más entienda alguien de una cosa, cuanto más al corriente esté de la cantidad de cosas hermosas que hay de una determinada categoría --sean flores, libros, prendas de vestir o juguetes--, tanto más podrá complacerse en el conocimiento y la observación de esas cosas, y tanto menos se empeñará en poseerlas o hacérselas regalar. Aquellos de vosotros que, aunque no debíais, me habéis escuchado hasta el final, tenéis que explicarles esto a vuestros padres".
La imagen que en este párrafo da Benjamin de la infancia --seria, ceremoniosa, leal, más razonable e inteligente que la edad adulta, capaz de este tipo elegante de humor-- campea en todos los programas de radio. Se atreve a hablar con los niños de cualquier cosa, aun de los personajes altamente peligrosos de Hoffmann --pues resulta que sí existen, y nada más hay que salir a la calle con los ojos bien abiertos--, del contrabando del alcohol en los Estados Unidos, del terremoto de Lisboa, de Cagliostro y Caspar Hauser, de los bandoleros de la vieja Alemania (que desde luego eran muy simpáticos), de los fraudes en la filatelia, de la inquietante, subversiva manera desordenadísima de vivir de los napolitanos (hecha de otro modo, como otro laberinto, Nápoles se vuelve una ciudad de las Mil y una noches), de ese emocionante edificio llamado la Bastilla (precisamente como prisión), de un ideal de la infancia sujeto a persecución por todas las naciones adultas, los gitanos; de las casas de vecindad, de la vida de los niños en Berlín, del teatro de marionetas, y de la vida y la destrucción de Herculano y Pompeya.
No sólo instruyó Walter Benjamin a los niños con estas charlas; los ayudó también a crearse sus sueños. A final de cuentas, ¿no son acaso los propios libros otros tantos juguetes que ayudan al conocimiento y a la observación de las cosas? Así los hace imaginarse Nápoles. "Bueno, pues os he explicado unas cuantas cosas acerca de la vida cotidiana y de los días festivos en Nápoles, y lo más curioso es que ambas cosas se dan ahí la mano, que en los días de cada día las calles tienen siempre algo de festivo, llenas como están de músicos callejeros y gente ociosa sobre los cuales ondean como banderolas las coladas puestas a secar; y que los domingos tienen también algo de día laborable, pues todos los pequeños tenderos pueden tener sus tiendas abiertas hasta la noche. Para conocer a fondo la ciudad, seguramente haría falta convertirse por un año en cartero napolitano. Así conocería uno los cuchitriles, buhardillas, patios traseros y escondrijos que en muchas otras ciudades juntas. Pero ni siquiera un cartero podría llegar a conocer del todo Nápoles. Viven allí muchos miles de personas que no reciben ni una sola carta en un año y que, por no tener, no tienen ni casa. Es grande la miseria en la ciudad y en sus alrededores. De allí proceden la mayoría de los inmigrantes italianos. Millares de ellos pasajeros de cubierta en algún vapor de los que van a las Américas, han echado ya la última mirada a su ciudad natal, que en la despedida se les muestra una vez más tan bella como sus escalinatas inacabables, sus patios encadenados, las iglesias que desaparecen en el mar de casas. Con esta visión abandonaremos también nosotros la ciudad".
Ahora bien: en vida siempre se le reprochó a Walter Benjamin que no hiciera "obra" --el tratado sistemático y académico, la Novela, los grandes ensayos y reportajes fundamentales, los poemas, la siempre deseada traducción de Proust, los artículos peinaditos y uniformados--: que se desperdiciara en tanta pedacería. Quizás, agobiado por la desdicha, por la desazón, Benjamin llegó a pensar lo mismo. Y por el contrario, estaba realizando una de las obras más formidables del siglo, precisamente a partir de géneros laterales y métodos insospechados: los fragmentos, los apuntes, los ensayos libérrimos, las mezclas intrépidas de sociología y artes; ahora lo vemos también narrando inmejorablemente, cuando parecía meramente chambear frente a una mala mecanógrafa para ir sobreviviendo a la crisis.
Al parecer, existen todavía más programas de radio de este tipo escritos por Benjamin, que no alcanzaron a integrar la edición alemana en que se basa la española. El autor de "Una infancia berlinesa hacia 1900" (Berliner Kindkeit um Neunzenhundert) vio en los niños unos lectores-granuja, serios y traviesos, capaces de asumir todo tipo de información y de no dejarse intimidar por los eruditos asnales que lo echan todo a perder, como aquéllos teólogos, que de puro cansados de sus propios conocimientos teológicos, se pusieron a quemar a las brujas.
Esto es del Walter Benjamin más inspirado: "El disparate y el absurdo ya son bastante malos por sí mismos, pero cuando se los quiere aplicar con rigor y consecuencia resultan realmente peligrosos. Así sucedió con la creencia en las brujas, y por ello la intransigencia de los sabios fue causa de males mucho mayores que la superstición. De los científicos y de los filósofos ya hemos hablado. Y ahora les toca a los peores: a los juristas", etcétera.

jueves, 1 de octubre de 2009

PAUL Y JANE BOWLES: LOS BENEFICIOS DEL PELIGRO


LOS BOWLES: RELATOS PARA POETAS

 

Por José Joaquín Blanco

 

La leyenda de Jane Bowles (1917-1973), que llega a superar a la ficción, especialmente durante sus últimas décadas de amante y víctima de brujas marroquíes, desvanece una y otra vez la importancia y el mensaje de sus obras.

         No faltan autores importantes, de Tennessee Williams y Truman Capote a John Ashbery, que la encomien a la altura de Virginia Woolf, Carson McCullers o Jean Rhys, o más alto todavía. Pero sus escasos escritos fueron tempranos, entre sus 25 y 35 años (la novela Dos damas serias, la obra de teatro In the Summer House, además de una docena de cuentos, especialmente los recopilados en Plain Pleasures) y resultan harto difíciles y extraños, mientras su leyenda reviste toda la estructura de una tragedia exótica, muy parecida a las historias que su marido Paul ha narrado en varios libros: la fatal atracción de lo antioccidental (latinoamericano, norafricano o asiático) para norteamericanos desencontrados en su cultura o conciencia modernas.

         Lo curioso es que la escritora de talento, durante toda su juventud, era ella y no Paul Bowles. Éste, desestimulado como poeta por Gertrude Stein, se había dado por vencido demasiado pronto, y trataba de consolarse con un destino musical, tras las huellas de sus amigos Aaron Copland y Silvestre Revueltas. Se dedicó muchos años sobre todo a estimular y proteger a Jane, “la escritora de la familia”.

         Ahora sabemos que Paul Bowles es uno de los mejores narradores del siglo en cualquier lengua. Sus relatos extraños y terroríficos aparecen escritos con una mano madura, lírica, clásica. No solamente gozan de una amenidad y claridad supremas, son también inolvidables. Jane resulta perdidiza, como apéndice suyo, salvo para ciertos poetas y escritores muy selectos que alcanzan a sentirla, a descifrarla, a pesar de los laberintos y oleajes subterráneos de su prosa.

         En muchos sentidos, los relatos de Jane Bowles se parecen a los de su marido, pero sin control ni deliberación. Son la obra de una muchacha, mientras que los de Paul muestran el temple del hombre maduro. Los terrores, las intuiciones, los contrastes, la curiosidad del mundo se presentan en Jane con un alto voltaje sin paliativos. También son la crónica de quien se asoma al peligro precisamente para caer en él, mientras que los de Paul narran la experiencia del peligro con voz (todavía trémula) de sobreviviente. No asombra que, para muchos de sus lectores, Jean resulte surrealista.

         Más que de narradora, ofrece el perfil de un poeta maldito. Entregó todo su mensaje en plena juventud, temblando bajo el ramalazo de sus inspiraciones y terrores vivos. Luego, durante décadas, la desolación y la locura. (Jane Bowles: My Sister’s Hand in Mine. The Collected Works of..., prólogo de Truman Capote, Nueva York, The Ecco Press, 1978 (hay traducción española de Dos damas serias, en Anagrama). Millicent Dillon: A Little Original Sin. The Life and Works of Jane Bowles, Nueva York, Holt, Rinehart and Winston, 1981. Hay varias obras de Paul Bowles traducidas al castellano, especialmente en Alfaguara.)

Dos damas serias, relato más que confuso en cuanto trama y caracterización de personajes, pero sumamente eficaz como poesía, por sus recursos verbales y simbólicos, tiene la fuerza de un descubrimiento espiritual, de un viaje religioso a las fronteras del peligro. ¿Hasta dónde puede llegar una mujer en su búsqueda de la verdad, de la autenticidad, de la intensidad? El sacrilegio, la prostitución, la suciedad, la crueldad, los bordes de la muerte. Y Panamá como uno de sus escenarios.

         Las cosas pequeñas, más insignificantes, intercambian guiños infernales o monstruosos. El Mal y el Terror existen, materiales y concretos, como descargas inclementes, en las mujeres de esa novela —todas ellas la propia Jane Bowles, aunque acepten algún exterior rasgo prestado— , las cuales buscan escaparse del infierno de la conciencia y del pensamiento, y no hacen sino caer más y más en ellos, en sus analogías y sibilinos oráculos.

         Truman Capote celebró en Jane Bowles, como si se tratara de un Blake, su vocación de visionaria: extraños relatos donde se mezclaban “una sofisticación felina con cierto humorismo de teatro de títeres”. Se asombró ante su dón lingüístico: el encuentro invariable de la expresión precisa y a la vez asombrosa. La prosa que ofrecía “un sabor jamás antes gustado”, una especie de “amargura reconfortante”. Su búsqueda de los caminos más torturados y pedregosos para descifrar las situaciones aparentemente más sencillas y cotidianas; el talante cómico ante el terror y la condenación.

         ¿Qué tanto se deben uno a otro, estos cónyuges? ¿Los estremecimientos de Paul algo adquirieron de la precoz fatalidad de Jane, o ambos los fueron aprehendiendo brazo con brazo?

         Una sibilina, otro clásico, los dos Bowles admiten una rara categoría: la de narradores para poetas. En este sentido, Jane parece conservar su primacía, de los años treinta, cuando Paul se creía negado para la escritura: sus páginas confusas y plurivalentes seducen a los poetas que no suelen gustar de la prosa. Le conceden una magia que regatean incluso a Paul Bowles. Y claro: la leyenda, el misterio.

         Ese raro matrimonio desencontrado conforma por sí solo un capítulo entero de la literatura mundial de mediados de siglo.


 
BOWLES: LOS BENEFICIOS DEL PELIGRO
Por José Joaquín Blanco


La más famosa de las novelas de Paul Bowles, El cielo protector (traducción castellana de Alfaguara), que en los años cincuenta llegó incluso a las listas internacionales de bestsellers, comparte con sus cuentos árabes y latinoamericanos la agonizante atmósfera del límite de la razón. Hay un momento, un lugar, probablemente inmediatos, en los cuales el caos, el vacío, el delirio, el terror, la locura nos acechan como la verdadera realidad, como el reino verdaderamente prometido. No lo elegimos nosotros: nos elige; hay personajes que aceptan verlo como es y vivirlo como un abismo prolijo.
Sobre la tierra, los hombres se imaginan que existe un hermoso cielo, sólido y poderoso, que los protege del infinito, de la vastedad insondable del universo. Uno podría imaginar que el amor, la pareja, el matrimonio nos protegen de nuestros instintos, de nuestras locuras o pulsiones recónditas; que el lenguaje, el dinero, la civilización, el arte, la educación, el ejército, el gobierno, la policía, las leyes, los médicos, la urbanidad nos crean un cielo protector, contra la barbarie fundamental del ser y de la especie, de la que creemos habernos librado.
Y nada de esto es así: el cielo protector es el propio caos; en el amor están las pulsiones terribles; la protección es el mismo peligro; la civilización arroja a la barbarie, y el lenguaje y la razón fácilmente conducen a la locura. Este camino no es nuevo: lo conocieron Gaugin, Van Gogh, Baudelaire, Stevenson, Rimbaud, Lautréaumont, Nietzsche, Dostoyevski, Dadá, Bierce, Pessoa, Artaud, Lowry, Cortázar...
A mediados del siglo XIX, el progreso en los transportes ferroviarios y marítimos, permitió la creación de un nuevo espacio literario: los mundos primitivos de Asia, África, América y las Islas del Sur —apenas décadas antes ensalzados como paraísos virginales de buenos salvajes por Rousseau y por Chateaubriand—, como espectaculares infiernos para los civilizados descontentos.
Porque dentro de la civilización, de la razón, del arte y de la ciencia occidentales más avanzados, se abría el vacío: Flaubert sentía nostalgia de la barbarie y de la brutalidad de Cartago; más expeditamente, Edgar Allan Poe y Charles Baudelaire, se negaron a sus civilizaciones sin tener que realizar tan largas travesías: bastaba abandonar las academias, los palacios, los salones y los templos, los tribunales y las oficinas, y reclutarse entre los condenados del arroyo, de los barrios bajos y de los escondrijos de la enfermedad, la suciedad y el vicio.
Tres occidentales vacíos huyen en El cielo protector de la perfección civil neoyorkina, que se les abre como un abismo civilizado, una mentira piadosa más espantable que las verdades fatales, una muerte industrializada y cotidiana, una autoextinción con sonrisa de dentífrico, debidamente aprobada, reglamentada y programada por el ayuntamiento, y se encaminan a una aventura cuyo sentido fundamental es el de volverse más y más peligrosa, hasta que no haya forma posible de retorno. Jean-Paul Sartre escribió en La náusea: "Ella sufre como una miserable. Han de ser miserables asimismo sus placeres. Me pregunto si a veces ella no ha deseado liberarse de este pesar monótono, de estos susurros que empiezan en cuanto deja de cantar; si ella no ha deseado sufrir de una buena vez y para siempre, arrojarse en la desesperación. De cualquier modo, le sería imposible: está atada." Bueno, los personajes de Bowles se desatan.
No son los primeros hombres en el mundo que quieren cualquier muerte, menos la aburrida en la propia cama hogareña. Escogen el sitio más desolado y peligroso posible: el norte de África y el Sahara de la postguerra, hundido en su atraso colonial y en el desorden administrativo del colonialismo europeo en África. Con cierto júbilo de pioneros que buscan resolver por instantes su vacío en los vértigos de lo desconocido y del peligro, con una natural arrogancia de hombres blancos entre nativos coloniales y de turistas ricos cargados de billetes y de productos industriales en un mundo de un primitivismo medieval —y acaso anterior en ocasiones a la Edad Media—, se enfrentan al espejo del caos de sí mismos, a su propio vacío, al mareo de sus cosmos peligrosos.
Kit irá más lejos que cualquiera: irá perdiendo uno a uno sus atributos: esposa, dama, mujer, ser libre, ser racional, hasta localizarse —ya casi incapaz hasta de concebir alguna idea, por simple que fuera— como una esclava travestida, ni hombre ni mujer, ni esclava ni libre, ni esposa ni puta, ni humano ni animal, ni mendigo ni turista, perdida en el abismo de su conciencia resquebrajada, para quien cualquier violación, ultraje o humillación caen ya como ecos en un vacío.
Dio el paso sin regreso, semejante a la muerte o a la locura, después del cual ya no hay mitos de cielos protectores, después del cual todo es tan trágico y brutal como los universos de insectos o de planetas, de plantas o de peces. Se ha logrado finalmente la pesadilla originaria. No era necesario ir al Sahara para ello: Virginia Woolf no caminó muchos kilómetros desde su escritorio y Sylvia Plath lo encontró en su propio hogar; pero sí era el derecho de Kit elegir al menos el rumbo de su caída.
No es necesario advertir que la historia de El cielo protector —más genialmente narrada por el propio autor en sus cuentos, como "Tapiama" o "Un episodio distante"—, resulta menos ajena de lo que pareciera. Lo que va a ocurrir a nuestra pareja de extraviados en la prehistoria casi bíblica del Sudán, ocurre diariamente a miles de civilizados occidentales en cantinas, condominios, burdeles, hoteles de paso, hospitales siquiátricos, lotes baldíos de Los Ángeles y Berlín, Moscú y Londres, México y París. ¿Habrá que recordar cómo el Cielo dejó de "proteger" a Jorge Cuesta, a Walter Benjamin, a Klaus Mann, a Louis Althusser, a la propia Jane Bowles?
Paul Bowles ha enriquecido esta invitación al peligro con un escenario de magia y misterio mucho más esplendorosos que la nota roja o la hoja clínica de las bancarrotas habituales de los países modernos, con sus ejecuciones y manicomios asépticos.
Acaso tampoco falte señalar que el aparente terror del desorden, la miseria y la truculencia tercermundistas que agobian a los primermundistas neoyorkinos en el Sahara de El cielo protector, se ve más que correspondida con los abismos que esperan al bracero mexicano o latinoamericano ante las razzias de los policías estadunidenses, o a los árabes, turcos y persas frente al racismo europeo. Nos inventamos que estamos protegidos: sólo nos protegen nuestras propias invenciones, hasta que dejamos de creérnoslas. Nos protegen nuestros errores, supersticiones, tonterías, prejuicios, ambiciones, pasiones: sólo lo que nosotros mismos inventamos.
La muerte siempre ocurre, la locura muchas veces; lo peor siempre asoma, el cuerpo y la mente pueden romperse en cualquier momento. Nos hemos inventado límites civilizados contra el terror, nos hemos inventado que hay una cúpula celeste que nos protege: esa cúpula no existe, es un color imaginario: lo que nos protege es el propio peligro, y las personas con hambre de vida son viajeros de tales posibilidades de peligro, que tarde o temprano se cumplen.

jueves, 17 de septiembre de 2009

KLAUS MANN


KLAUS MANN: LA FRAGILIDAD Y EL PELIGRO

Por José Joaquín Blanco

Ayudado por unos cuantos high-balls, Klaus Mann (1906-1949) escribió en su diario en 1941: "Estoy cansado de todos los clichés, de todos los trucos literarios. Estoy cansado de todas las máscaras, de todas las mañas que sirven para disfrazarse. ¿Es del arte en sí mismo de lo que estoy cansado? Yo me quiero confesar".
Su última obra había sido un excelente estudio sobre André Gide, el maestro del autoanálisis y de la confesión como arte, de modo que estaba más que entrenado en ese género --por lo demás, casi todas sus obras, aun las más ambiciosamente "creativas" o imaginativas, tenían mucho de confesión apenas disimulada --Chico de esta época, Mefisto, El Volcán.
Pero Klaus Mann --de quien se había burlado así Bertolt Brecht: "El mundo entero conoce a Klaus Mann, el hijo de Thomas Mann. Pero, de hecho, ¿quién es Thomas Mann?"--; el brillante exponente de la generación alemana de entreguerras, el activista antinazi, el sofisticado occidental europeo que recientemente se había norteamericanizado y hasta uniformado como soldado voluntario de los Estados Unidos --y hasta pretendido elaborar una mitología del soldado norteamericano como el Hombre Nuevo del Mundo Redimido, salvado de Hitler--; el adorador de las mitologías yanquis de Whitman y Thomas Wolfe, el valiente reportero-aventurero de guerra y de paz por todo el mundo, de China a la guerra española, del Moscú de la preguerra a la invasión de Alemania (cuando le toca interrogar personalmente al prisionero Goehring, hacerlo responder a la pregunta: ¿Hitler ha muerto?); el decadente homosexual stefangeorgeano (el culto a Maximin) con no escasa afición a las drogas, simultáneamente magnetizado por la profundidad de Gide y el vitalismo teatralizado de Cocteau, por el vanguardismo radical de René Crevel y por los ángeles terribles de Rilke; el combativo narrador de atmósferas y personajes de farsa diabólica, la danza suicida de los años veinte y treinta de Europa, que encontraba la principal fuente de respiración intelectual en la atmósfera enrarecida de Kafka; en fin, este hombre que apenas rozaba los 35 años (n. 1906), pero que cargaba el apellido más literaria y moralmente prestigioso de Alemania --todos los Mann eran heroicos, geniales y famosos--, ¿conseguiría, verdaderamente, confesarse en un libro?
La elaboración de esta obra le llevó los últimos años de su vida. Se empeñó en complicarse la tarea. Para empezar, por un berrinche antinazi y antigermánico llevado a la extravagancia, acababa de abjurar no sólo de la nacionalidad, sino de la propia lengua alemana, y en su fascinación pro-norteamericana había decidido cambiar, así de rápido, de lengua aun para escribir. De modo que redactó The turning point en inglés: lo hizo rápidamente y alcanzó a publicarlo a finales de 1942: no tuvo mayor resonancia, y hoy en día se lee --a pesar de sus abundantes pasajes de importancia y belleza-- sobre todo como una muestra de propaganda bélica de la Segunda Guerra Mundial.
Pronto Klaus Mann advirtió que su berrinche había llegado demasiado lejos: secretamente empezó su desencanto de los Estados Unidos y de la demoracia norteamericana --sobre todo a la caída de Hitler, cuando ya no era obligatorio creer que toda la bondad del mundo estaba repartida entre Stalin, Roosevelt y Churchill--, y aunque esto no lo cuenta expresamente en los libros (sino en cartas privadas, o lo deja entrever entre líneas), se resolvió en su decisión de reescribir tal obra en alemán, con múltiples adiciones, ampliaciones y supresiones.
(Piensa: ¿qué tanto sirve vencer al nazismo si sus vencedores se han contaminado de él? En efecto, todas las burocracias aliadas, sobre todo la norteamericana y la inglesa, se convierten el día de la victoria en aparatos mucho más autoritarios de lo que el liberalismo burgués permitía: el nazismo había militarizado y burocratizado a Occidente más allá de toda medida. Orwell no escribió 1984 pensando en la URSS, sino en la propia Inglaterra burocratizada y militarizada de Churchill. Y el maccarthismo era el nazismo modernizado, con TV: Klaus le escribe a su hermano Golo Mann: "Nos van a matar a todos los intelectuales". La hoguera de libros de Berlín se vuelve la cacería de intelectuales de Washington).
Terminó la versión alemana --el verdadero original-- en abril de 1949; se suicidó en Cannes un mes después, el 11 de mayo, a los 43 años de edad, cuando parecía que --según la lógica aparente de su obra y de su pensamiento-- el sol volvía a sonreír, una vez abatido el enemigo de toda la civilización, una vez comenzado el Orden Nuevo, el optimista Viraje --Der Wendepunkt-- por el que venía luchando al menos desde 1932.
Esta obra quedó oscurecida largos años, pero a finales de los setentas alcanzó una exitosa reconsideración, como algunas de los otros libros de Klaus Mann, especialmente Mephisto, Der Vulkan, Flucht in der Norden, Treffpunkt in Unendlichen, Kind dieser Zeit, Alexander.
En español sólo se conocía su magistral estudio de André Gide (Biografías Condesa); hace algunos años apareció en Emecé la biografía novelada de Tchaikovski, Sinfonía patética.
Pero no, Klaus Mann no consiguió la confesión. Muchas de las libertades que no tuvo se lo impidieron: no podía hablar a fondo de una familia tan mesiánica como la de Thomas Mann; no debía exponer demasiado los desórdenes de la vida de un chico que, por muy bohemio y loco que se quisiera, seguía siendo el hijo de Thomas y el sobrino de Heinrich Mann; y si bien le estaba permitido explayarse cuanto quisiera sobre las ruindades de Alemania en la "farsa infernal" del nazismo, no podía intentar ni siquiera pálidos esbozos de crítica de los Mesiánicos Aliados. Der Wendepunkt. Ein Lebensbericht (Le Tournant. Historie d'une vie, en la versión francesa), fue concluido en pleno maccarthismo, cuando cualquiera que hubiese jamás dudado de la perfección de los Mesiánicos Aliados tenía que ir a defender su pureza ideológica y de conducta ante el Senador Joseph Maccarthy.
De modo que el crítico que tanto elogió la sinceridad en Gide, no cuenta sinceramente nada significativo de su vida en esta obra; el periodista de combate que tantos defectos encuentra en Alemania, aun antes y después de Hitler, y en la Italia de Mussolini, no descubre ninguno en los otros países, ahora triunfadores --Francia, Estados Unidos, Inglaterra, aparecen como fotos publicitarias; aun la URSS es vista amablemente-- (¡cuántos esfuerzos le lleva expresar, casi con disculpas, su temor de que De Gaulle sea un político "conservador"!), y en fin, el heroico activista antinazi, el gran empresario cultural de la Alemania en el exilio, el director de las combativas revistas de exiliados Die Sammlung (desde Amsterdam) y Decision (Estados Unidos), es decir, el campeón del pensamiento europeo independiente en épocas de crisis, termina como el ingenuo propagandista de los marines, el reportero del órgano oficial de la ocupación norteamericana de Europa, Star and Stripes. No fueron los existencialistas los grandes profetas y víctimas del "compromiso" en la literatura; tuvieron patriarcas anteriores, como Klaus Mann.
Pero si Klaus Mann no consiguió este arte de la confesión --sobre todo porque había demasiados secretos, o asuntos delicados o problemáticos que no se sentía con el derecho ni con el arrojo de tocar--, logró algo muy importante: un testimonio de primer orden de la vida de los demás. Der Wendepunkt pertenece al género gertrudesteiniano de la "autobiografía de todo mundo".
Narra con aptitud magnífica el temperamento de la intelectualidad europeizante de Alemania; el "tango infernal" de Mefisto cuando la moneda se fue (con la inflación) a las nubes, y las grandes ciudades como Munich y Berlín se volvieron los cabarets más memorables de la tierra, desde Babilonia; describe con una prosa tan sentida como inspirada, las vacilaciones del propio Espíritu Europeo, cuando parecía --y lo parecía de a de veras, en serio-- sucumbir ante una barbarie extravagante y prefabricada de pandilleros militaristas: es decir, cuando la Cultura Europea había enfrentado su propia devaluación práctica, y estaba a punto de volverse insignificante, impracticable (y no hablemos sólo de poesía o de óperas, sino de la cultura de la familia, las leyes, el gobierno, la individualidad, la vida privada); sigue el itinerario de la gran tribu de escritores alemanes en el exilio, la duda de muchos de ellos, la caída oportunista de varios ante el nazismo; encarna el contradictorio y exaltado espíritu de vanguardia y de libertad de los años veintes, cuando al borde mismo de la crisis todo pudo ponerse en tela de juicio, y se estuvo dispuesto a experimentar con todo, desde el sexo en las calles de Berlín o los baños turcos de Budapest, hasta las formas y las ideas, los conceptos y las emociones en los ateliers parisinos o los café-cantantes alemanes, en las entretelas de "ismos" como el comunismo, el surrealismo, el expresionismo, el freudismo, el...
No narró tanto su vida como el paisaje que la rodeó. Su vida, acaso por fortuna, queda enclavada --y en clave-- en sus novelas, pero el paisaje sí que ha sido capturado con mano conmovida y maestra en Der Wendepunkt: "La historia de un hombre que ha tenido que pasar los años decisivos de su vida en un vacuum espiritual, esforzándose con fervor por integrarse a alguna comunidad, por someterse a algún orden, pero siempre errante, siempre vagando sin tregua ni reposo, siempre inquieto, siempre en busca".
Estas son las grandes virtudes de su estilo, precisamente las que han logrado que, después de un cuarto de siglo de olvido, se recuperen en Europa sus libros.
Es el Mann inquieto, el imperfecto, el dudoso; es el Mann nervioso, el excesivo, el que se rompe; es el Mann que se levanta y tropieza y va de nuevo al suelo; es el Mann que sueña alto, sin fingir --con todas las mañas académicas del mundo-- que sueña.
Su Mephisto es menos doctoral, pero mucho más diabólico --de un diablo más verosímilmente existente en la vida conocida-- que el Doktor Faustus de su sólido padre: ¿Quién imita a quién? ¿La naturaleza o el arte? ¿Klaus a Adrian Leverkühn o viceversa? ¿Thomas Mann sirve de modelo a las diatribas antipaternales de Klaus y/o Klaus --aun avant la lettre-- a las tragedias del talento y la sensibilidad excesivas, de la imaginación radical dentro de los ambientes de la decente burguesía alemana, del decentísimo creador de La muerte en Venecia, Tonio Kröger).
Digamos simplemente que en Klaus, La montaña mágica se vuelve un verdadero Der Vulkan.
Poco después del suicidio de Klaus Mann (1949), su padre Thomas tuvo que contestar el pésame de Herman Hesse: "Mis relaciones con Klaus eran difíciles y de ninguna manera exentas de un sentimiento de culpabilidad, ya que mi existencia siempre arrojó de antemano una sombra sobre la suya... Klaus trabajaba demasiado rápido y con demasiada facilidad; eso explica algunos de los defectos y negligencias de sus libros".
No: eso no los explica. A diferencia del padre, que escribió novelas de cientos de páginas sobre la sólida clase burguesa y sus terrores --sobre cómo encauzar constructivamente el erotismo, lo enfermizo o delirante, la imaginación y el espíritu dentro de la respetable vida burguesa--, y se dio el lujo de aspirar a la perfección y a la inmortalidad, el hijo escribió libros de prisa en épocas de prisa sobre vidas exiliadas y en peligro. Su combustión resulta tan mérito propio, como la solidez en los libros del padre. ¿Por qué la supersticiosa elección entre lo sólido y lo combustible, lo perfecto y lo transitorio? Todo coexiste. Hay épocas y espíritus para todo. Durante décadas --de mediados de los treintas a mediados de los sesentas-- no se le perdonó a Klaus el no ser Thomas, ni a sus libros el carecer de solidez, perfección, objetividad, morosidad; pero pronto se supo que la vocación de Klaus Mann era otra: todas sus obras han sido reeditadas, muchas con éxito --algunas han llegado a la pantalla, como Ludwig de Visconti, o Mephisto de István Szabós--; todas las opiniones desfavorables están revisándose.
¿El artista contra el burgués? "El burgués, escribió, el hombre normal que se siente bien en su piel y en este mundo, que reverencia y admira (aunque nunca sin cierta reserva recelosa), el poder-del-espíritu, los nobles-ideales, la pura-belleza-del-arte, todos estos productos sublimes de una moralidad dudosa, de una servidumbre dolorosa y de un tormento orgullosamente disimulado. El creador, en cambio, experimenta una curiosa mezcla de desprecio y de envidia ante tanta ignorancia inocente. ¡Cómo debe ser fácil la vida, piensa él, para quienes no tienen sueños ni una misión! Estos inocentes felices --¡ellos no saben de la maldición de la locura creadora; no saben nada del martirio de ser elegidos! ¡Qué lisos y vacíos son sus rostros! ¡Qué bellos son! ¡Qué atractivos! ¡Si tan sólo se pudiera ser como ellos! Pero uno, de veras, ¿querría ser como ellos? ¿Se cambiaría por uno de ellos?". Este párrafo es propio de todo el clan Mann --Tonio Kröger, o bien Hans Castorp frente a Madamme Chauchat, la central noche de carnaval de La montaña mágica--, pero en Klaus rompe el equilibrio y asume un radicalismo patético: una apuesta por la derrota. No sólo se escoge la dificultad artística, sino que se diría que se la corona de una necesaria catástrofe sin la cual no valdría la pena. Su dignidad estaría sobre todo en su derrota, en su dolor, en su tragedia --y aun más, en su patetismo grotesco, en su caída brutal no exenta de ridículo ni de sarcasmo.
Todos los Mann (Heinrich, el de El ángel azul, Thomas, Klaus) se enfrentaron en sus novelas al mismo tema: el poder denigratorio del amor o la pasión sobre el hombre refinado (sobre todo si es artista, o de temperamento artístico): la capacidad que tiene el amor de convertir a sus víctimas en payasos, ancianos ridículos, enfermos delirantes, bestezuelas lastimosas sin dignidad burguesa --a veces, sin ningún tipo de dignidad.
En Klaus Mann esta devastación de las pasiones se encumbra. La aplaude. Se diría que ha erigido todo un culto a tal devastación, en su propia obra y en la de los demás. Aun en la de su padre.
Cuando Klaus escucha de labios de Thomas Mann el episodio de la esposa de Putifar de José y sus hermanos, escribe: "Ella se despoja de su dignidad como de una máscara inoportuna. El amor rompe su orgullo, le estropea el rostro, la convierte en una vieja lúbrica; este amor imposible, irrealizable, inadmisible, que ella siente por el esclavo extranjero, quien por lo demás se muestra reservado e inflexible. La mujer de Putifar se abandona a su pasión absurda con igual extremismo masoquista del que animara en otro tiempo, en el Lido de Venecia, al novelista envejecido, Gustav Aschenbach, que se dejó llevar por emociones de naturaleza muy semejante. En José, es la aristocrática egipcia la que se rebaja y se envilece como, entonces, el escritor alcanzaba el cólera y a quien Eros había herido. Por su amor trágico y grotesco, ella arriesga todo, su rango, su prestigio, su hogar, sus bienes. Este amor imposible es su maldición, su cielo, su fiebre y su exilio" (Der Wendepunkt)
Klaus Mann se enfrenta sentidamente a este asunto --"su amor trágico y grotesco"-- sobre todo en su biografía novelada de Tchaikovski, Sinfonía patética, 1935. Los entretelones autobiográficos --o al menos, las referencias irónicas o dramáticas de sí mismo a propósito del músico-- son varias: la obligación del destino homosexual de ser trágico --de ser siempre fatal, y casi siempre suicida; el fracaso como artista serio, la duda del artista sin asideros ni pruebas contundentes de su propio genio, sobre si realmente lo es, o simplemente la hace de payaso, que puede significar la mayor tragedia concebible en su destino --si uno no es, a final de cuentas, a fool playing Goethe, como dijo creo que Thomas Wolfe; la condición de no-plenamente-europeos de los rusos y los alemanes (los nacionalismos ruso y germánico como enemigos del arte europeo u occidental), que convierte a algunos de sus mejores artistas en una especie de permanentes exiliados. Los Mann en Alemania, como en su tiempo Tchaikovski en Rusia, fueron acusados de ser demasiado afrancesados, cosmopolitas, heterogéneros, "occidentales", como para ser al mismo tiempo "verdaderos" ejemplos de sus patrias respectivas. Klaus Mann consideraba que su autobiografía sería "la historia de un alemán que quería llegar a ser europeo, de un europeo que quería llegar a ser ciudadano del mundo".
El Tchaikovski de Klaus Mann es un hombre solitario, envejecido a los cincuenta años, que ha fracasado en todo --aunque sólo él lo sabe--, menos en un éxito servil, "comercial" --tiene fama, dinero y prestigio, exclusivamente entre quienes no le interesan demasiado; jamás entre los que admira o ama, ni entre los que quisiera amar o admirar--: se le celebra con ironía, se le aplaude como músico con no pocos guiños irónicos, como si se aplaudiese al músico-payaso, al músico-cursi, al músico-de-circo, a un talento de music hall.
La Sinfonía patética está habitada por una soledad de lujosos e incómodos cuartos de hotel, entre fantasmagóricas compañías de meseros y camareros ávidos y funcionarios o agentes insoportables. Al llegar a los 50 años, el músico no sabe si ha logrado cumplir en algo los dos grandes impulsos de su vida: el erotismo y el arte, o si frente a ellos no ha conseguido sino gesticulaciones lamentables. Su Sinfonía patética es este final dolor. Su confesión de vencido.
En la novela de Klaus Mann, el contagio de cólera que sufre el músico poco después del estreno de esa sinfonía, es premeditado: un suicidio. Se ha insistido en la importancia de Tchaikovski para Klaus Mann como un Aschenbach, como un vencido del erotismo, un caído en la lucha con el ángel; es sin duda mayor su perfil, como el de un artista dotado y laborioso, que después de trabajar con ahínco y honestidad toda su vida, se encuentra frente a la duda total: ¿He llegado a algo? ¿No me he estado engañando a mí mismo y a los demás? ¿No he hecho como artista, en el fondo, más que el ridículo? El propio Klaus no lo admiraba especialmente como músico: "Era precisamente el hecho de que se pudiera dudar de su genio, las fallas de su carácter, las debilidades del hombre y del artista lo que me lo hacía familiar, comprensible y digno de amor". (Der Wendepunkt)
La novela consigue por esta solidaridad un patetismo entrañable, digno, tan sentido como imbuido de un respeto y una seriedad fundamentales hacia el fracaso, o la posibilidad del fracaso de toda una vida. El lector participa en el feroz juicio privado del músico y al personaje novelístico, y aunque no podrá fallar en un sentido definitivo, encuentra la seriedad, casi la solemnidad religiosas de un proceso tan definitivo y encarnizado. La Sinfonía patética es el peregrinaje final del viejo Tchaikovski hacia su muerte, la consecución o la constatación de sus fracasos personales y artísticos: la invocación a la muerte, porque la vida vencida ya le resultaba insoportable; porque ya no tenía fuerzas para seguir fracasando. Tiene la belleza de la derrota implacable, tiene la nobleza del vencido absoluto.
El suicidio, por lo demás, es el gran tema de Klaus Mann. Es buen asunto de la familia Mann, desde los tiempos de la tía Carla. La generación de Klaus es una generación de suicidas: son los hijos de los padres exitosos, primero, que caen abatidos por la sombra incontrastable de sus sólidos próceres, en los frenéticos veintes berlineses de danzas patéticas, o frente al terror del avance nazi. Su "ángel con rostro de boxeador", el escritor francés René Crevel, ¿por qué se mató? Dice Klaus: "Se suicidó porque tenía miedo de la demencia. ¿Por qué se suicida uno? Porque ya no quiere uno, porque ya no puede uno vivir la siguiente media hora, los próximos cinco minutos. De golpe se está en un punto muerto, en un punto de muerte. Se llegó al límite: ya no hay un paso más. ¿Dónde está la llave del gas? ¡A nosotros, el phanodorm! ¿Sabe amargo? ¿Y qué con eso? La vida no ha tenido un sabor particularmente bueno". Crevel había dejado como último recado: "Estoy disgustado de todo".
Klaus Mann hace a Tchaikovski tragar adrede agua contaminada para infectarse del cólera. "El poderoso físico del enfermo se resistió más de tres días al abrazo de ese oscuro poder para cuya llegada con tanta diligencia se había preparado Piotr Illich y cuya presencia él mismo se había conjurado, por fin. Ahora que estaba realmente ahí y lo sacudía y ya no lo soltaba, su rostro era manso y tentador como el que antes le mostrara durante tantas noches, durante ese dulce cuarto de hora previo al sueño, cuando flotaba en la habitación con su máscara maternal y efébica. Ahora ya no necesitaba disfrazarse y mostrarse seductora; ahora llegaba despiadada, fea y cruel... Vemos ahora a Piotr Illich Tchaikovsky caído, acosado por todos sus dolores, sucio de vómitos y defecaciones, sacudido por las convulsiones. Sobre ese rostro señalado por el severo Señor y ya devastado, comienzan a aparecer manchas negruzcas. También sus brazos y piernas han adquirido una tonalidad negruzca. Nasar y una robusta enfermera se empeñan en masajearle las extremidades. El doliente Piotr Illich los deja hacer con una martirizada expresión en sus ojos azules. Sólo se defiende cuando Vladimir (el sobrino amado, Bob) pretende intervenir en esas curaciones. ¡No! ¡No!, grita entonces el enfermo, ¡No quiero que me toques! ¡Te lo prohíbo! ¡Podrías contagiarte! Además, huelo mal... Y el joven Bob se retira de la cama y las lágrimas corren por su rostro, que se ha perfilado aún más durante esos terribles días. ¡Sal de la habitación!, grita martirizado desde su lecho. Mi aspecto es repugnante. No quiero que me veas así. ¡Vete!".
El amado se presenta como cadáver en corrupción frente al efebo; el músico, el artista, acaso se confiesa a sí mismo en el último momento de lucidez, en la agonía: he sido vencido, mi arte no fue serio.