jueves, 6 de noviembre de 2008

EN TORNO A JOSÉ WOLDENBERG

EN TORNO A JOSÉ WOLDENBERG
Por José Joaquín Blanco

1. ¡Woldenberg con corbata!

Cuando fue nombrado presidente del IFE, algún cronista chocarrero filtró la “especie”, como dicen los políticos, de que José Woldenberg era un fiel seguidor del Atlante, aunque todos los iniciados en la Secta de la Transición Democrática —secta que, supongo, ya se está inscribiendo en Gobernación como nueva “asociación religiosa”— sepan perfectamente que es el Necaxa el dueño de sus sobremesas.
Los hombres públicos sufren esta alevosía de los cronistas: aquéllos hacen la historia, pero éstos les escriben chocarreramente sus historias, de las que luego no hay modo de deshacerse, je.
En este sexenio llegó al poder mi generación, la de los jóvenes de 1970, nacidos hacia 1950. ¿Mi generación? No: la generación de ellos: los otros. Ni mis amigos ni yo nos parecíamos a los Chuayffets (el servicio ortográfico de Microsoft me sugiere escribir “chayotes”) ni a los Zedillos. La tan traída y llevada “generación de los setenta” —la de los mítines, la contracultura, el rock y los poemas— probablemente no existió sino en la Culturiux, que dice José Agustín.
Los neo-próceres de la política y de la economía no eran “la generación de los setentas”. Woldenberg sí, y sentí cierta reivindicación generacional y muchas ganas de festejar, al verlo ungido, cariacontecido y con corbata, alzar el brazo —tieso y con la palma hacia abajo— para prestar juramento... ¡como conscripto en filas que mide distancia! Luego, claro, viene el paso redoblado, y a marchar.
El nombramiento no podía ser más justo ni más lógico. La pasión de Woldenberg por los mecanismos democráticos, devenida monomanía, lo calificaba como el candidato perfecto; así como su erudición en electorología (e-lec-to-ro-lo-gí-a) y sus conocidos buen sentido y honradez, probados públicamente en tantos años de aventuras sindicales, partidarias, periodísticas y finalmente como consejero electoral.
¿Pero el PRI iba a aceptar, como árbitro, a un ex-delantero del PSUM, del PMS? Lo aceptó. No me asombra la calurosa simpatía que desata entre los líderes del PAN: siempre han querido elecciones limpias... para presentar en ellas candidatos bien percudidos. Claro que eso ya no es cosa del IFE. ¿Y la izquierda, que trató de hacerle la vida de cuadritos —como a otros miembros del MAP— en el PSUM, el PMS, el PRD?
La mala noticia es que la literatura pierde un buen escritor, al menos por varios años más. A mediados de los setenta estudiaba yo a Vasconcelos y a los Contemporáneos, y se me ocurrió la siguiente pregunta: ¿por qué sólo entonces, hacia los años veinte y treinta de este siglo, los mejores talentos del país se dedicaron precisamente a la escritura?
No uno ni dos, como suele ocurrir, sino generaciones enteras: la de López Velarde, Reyes, Azuela, Henríquez Ureña, Estrada, Vasconcelos, Guzmán, ¡hasta Luis Cabrera!; y la de Novo, Cuesta, Villaurrutia, Pellicer, Gorostiza, Torres Bodet, Cosío Villegas...
Bueno: por esos años los caudillotes tenían copados todos los espacios políticos, y no dejaban entrar a los intelectuales serios, o los corrían muy pronto. Vasconcelos y Guzmán no habrían escrito, o habrían escrito mucho menos, si la política les hubiera hecho justicia. A varios de los Contemporáneos, por fortuna tardíamente, la política terminó distrayéndolos de la literatura. ¿Mejoró la política? No: perdió la literatura.
Es nefasta ley mexicana que los buenos escritores se dediquen a fracasar en las redenciones políticas del país, en lugar de entregarse decididamente a la literatura. Sólo se han dado en mata los buenos escritores mexicanos cuando se ven, en buena hora, excluidos de la política.
Pero no se resignan nuestros escritores-políticos. En cuanto los llama la política dejan a las musas en standby. Quién sabe si ellas, dóciles y pacientes, los seguirán esperando cuando, muchos años más tarde, sean requeridas.
A diferencia de otros escritores de su edad, con razón melancólicos y más o menos apocalípticos, Woldenberg siempre ha mostrado una irritante inclinación afirmativa. Es un entusiasta, un optimista. Creyó en el sindicalismo, en el socialismo, en el Necaxa y ahora... ¡en el IFE!
Los escritores-políticos dicen (un Vasconcelos, un Malraux) que la política escribe no sólo sobre la página, sino directamente en los hechos. Yo creo que las páginas también son hechos. ¿Alguna de nuestras elecciones ha sido más valiosa que un libro siquiera mediocre?
Woldenberg cree que ahora sí va a ocurrir el prodigio. ¡Ah, la política; y luego dicen que es la poesía la delirante! Por lo pronto, sus lectores han perdido concretamente, por un buen rato, a su articulista, y al autor de ese libro de ensayos sobre el desencanto de la izquierda, que tantas ganas tenía yo de leer. El milenio del IFE, en cambio, es bastante conjetural.
Me lo imagino encorbatado —la corbata, ya se sabe, es la mitad de la horca: ya está puesto el nudo, sólo falta que le arrimen el árbol—, en las sesiones de siete o diez o treinta horas del IFE... o leyendo los cientos de tomotes de cifras y reglamentos, protestas, propuestas y contrapropuestas, mientras afuera del edificio del IFE la gente, muy quitada de la pena, canta a Juan Gabriel: “¿Pero queeeé necesidaaad? ¿Para queeé tanto probleeema...?” (1996)



2. WOLDENBERG: TODO UN PROBLEMA FILOLÓGICO

1
Lenta pero consistentemente, José Woldenberg se está imponiendo como todo un problema filológico. Infringe y entremezcla los géneros literarios o retóricos establecidos, y en Memoria de la izquierda nos ofrece al mismo tiempo memorias, diario (o semanario), historia, crónica, análisis ideológico y político, reflexión, narrativa y comentarios irónicos y humorísticos, además de algunas paradojas filosóficas sobre la memoria y el olvido, todo ello en un solo desplante de ligereza periodística.
Se trata de un libro ávido y difícil. Dice Woldenberg que dudó mucho sobre cómo escribir un libro que recuperara sus recuerdos de izquierdista universitario; que intentó diversos caminos, y al parecer se decidió ¡por todos ellos al mismo tiempo!, y por escribir varios libros en uno solo.
Más que un sistema, eligió un mero hilo conductor cronológico, y fiarse un tanto aleatoriamente a sus recuerdos, a su inspiración y al humor del momento. Y la disciplina del infalible “método Bocanegra”: escribir, llueve o truene, un capítulo semanal que publicaba a manera de folletón en Etcétera.
El resultado es una obsesiva conversación apasionada, que recobra con gran fortuna el temperamento, las atmósferas emotivas e intelectuales, el “espíritu del tiempo” si no de la izquierda en general, sí del propio Woldenberg como izquierdista setentero.
Conocí a Pepe hace veintisiete años. Era ya, entonces, durante nuestro seminario de estudios marxistas y nuestro viaje a Avándaro en 1971, un peligroso miembro de la más latosa banda de escritores imaginable. La de los escritores que se niegan a serlo, que se ponen todos los obstáculos, distancias, aplazamientos y problemas concebibles; insólito imaginarlo pacificamente sentado largo tiempo frente a su escritorio escribiendo un libro; no, tiene que andar fundando cineclubs, seminarios, institutos y sindicatos; partidos políticos y tendencias de partidos políticos; centros de estudios ideológicos, de degustación de habanos y de trivia futbolera, hasta llegar a su actual exceso de sufrir el papel de árbitro o “tirantes” estadístico de las elecciones. (Me dicen que también es árbitro de ciertas patadas bajo la mesa de los propios consejeros electorales.)
Conozco bien a esa banda de los escritores que se niegan a serlo. Son los Vasconcelos, los Koestler, los Unamuno, los Malraux, los Sartre. A veces estos antiescritores que componen “antimemorias” terminan escribiendo más libros, y mucho más gruesos, que los de los literatos convencionales. El archiliterato Julio Torri escribió sólo la centésima parte de la obra del antiliterato José Vasconcelos.
En ocasiones, de tanto despreciar y patear a las musas, o de dejarlas esperando años enteros en el zaguán, o de traerlas jaladas de los pelos por docenas de aventuras y empresas tumultuarias, logran escritos diferentes, novedosos, asombrosos.
Pero veamos las etapas del problema filológico llamado José Woldenberg. El joven escritor que conocí, quien no se decía aún escritor, ni tenía prisa por publicar ni por firmar sus escritos, era un lector voraz de una seriedad intolerable. Seguramente ya entonces devoraba novelas y títulos ligeros, pero sobre todo lo recuerdo hablando de una enorme cantidad de extraños libros teóricos, escritos en jerigonzas filosóficas o sociológicas inextricables. Me arrastró, en complicidad con Iris Santacruz, Mario Guillermo Huacuja y Luis Emilio Giménez Cacho, a uno de ellos, que casi me infarta en plena juventud: la Dialéctica de lo concreto, de Karel Kosic.
Algo recupera en su Memoria de la izquierda de aquella especie de orfandad intelectual de los estudiantes del “post 68”, quienes ya no creíamos en el discurso político y académico tradicional, pero que no teníamos otro; de modo que asaltábamos compulsivamente cuanto discurso extraño pareciera organizar y aclarar nuestro mundo, especialmente el marxismo y algunas explicaciones del subdesarrollo, como la “teoría de la dependencia”.
El estudiante Woldenberg exigía rigor, claridad conceptual y crítica minuciosa de los textos; el humor, el placer, el relajo, los chistes quedaban religiosamente excluidos hasta la hora del recreo. Todo era muy en serio. No parecía muy patriótico andar leyendo en esos días a José Agustín, cuando tantos tomos de Gunder Frank estaban esperando en el librero.
Muy pronto los estudiantes ávidos se convirtieron en profesores dominados por la obsesión pedagógica. Unos nuevos alfabetizadores de la historia, la política, la economía, la sociología. Unos nuevos “misioneros culturales”, abocados ahora a la ciencia política. Huacuja y Woldenberg escribieron al alimón una tesis que se volvió libro de texto.
Había pues que refundar el conocimiento de la historia y de la sociedad mexicanas, a toda prisa, y difundirlo con precipitación, porque no había tiempo qué perder. La patria era asunto urgente. Se trata de la generación de los jóvenes profesores de mediados de los años setenta, cuando tanto creció la educación superior. La escritura sujeta a la vocación de servicio, a la misión pedagógica, y no a difusas o vagas teorías del conocimiento o del arte puros. Mucho menos al mero placer personal, a la Trascendencia, o al mercado.
Para entonces Nuestro Problema Filológico (en lo sucesivo, el NPF) se había dejado crecer una especie de piocha impresionante, que algo lo acercaba a Trotski, a Ho Chi Minh y a José Revueltas. Y ya escribía abundantes artículos sobre sindicalismo universitario, y a ratos hasta los firmaba, pero con cierta incomodidad: frente a la urgencia política, social, ¿qué valor podía tener la vanidad de autor?
Esta escritura del profesor Woldenberg perdura hasta la fecha, o perduraba... porque para mi gran regocijo la contradice por completo en Memoria de la izquierda. Es la habitual de sus artículos políticos (por ejemplo, Revuelta y congreso en la UNAM y Violencia y política). Una escritura clara, esencial, casi impersonal, endiabladamente lógica, que jamás se deja tentar por el ruido, por el insulto, por los tonos emotivos ni las solicitaciones de dogmas o prejuicios.
No se solía escribir así, y menos de política. Acaso Carlos Pereyra, que era Otro Problema Filológico (un OPF), quien se autodefinía como “universal y abstracto”, y constituía una absoluta excepción entre la escritura política de su tiempo, influyó en ese estilo enemigo del ruido, de la declamación y de la visceralidad y los gestos teatrales.
Yo admiraba la sensatez, el conocimiento minucioso, la cordura y la esencialidad del profesor Woldenberg, pero no lo seguía en su estilo. La verdad es que la mayor parte de nuestra generación eligió el camino contrario. Escribíamos con harta rabia y con hartos chistes, con ruido y con furia; injuriábamos, denostábamos, satirizábamos, extrapolábamos: queríamos romper la vocecita pulida y discreta de los profesores.
Desconfiábamos de la cordura, de la sensatez, de la caballerosidad, de la lógica limpiecita y ordenada como vajilla en oferta de un aparador de Sears. Digamos que considerábamos, por excelente que fuera, un tanto neoclásico ese estilo; y buscábamos, por el contrario, una voz expresionista. ¡Nada de velascos; puros orozcos!, clamábamos.
Nadie, sin embargo, tiene veintitantos años para siempre, de modo que los antiguos ruidosos, quiénes más, quiénes menos, hemos devenido a la vuelta de dos decadas algo sensatos, algo caballerosos, algo pulidos y discretos.
La serenidad y la cordura con frecuencia son los más expeditos caminos al exceso, a la locura. Y en efecto, el buen profesor Woldenberg, escribió el libro más desmesurado y extravagante de mi generación: la Historia documental del Spaunam, el cual, si se descuida un poco, supera en en páginas a La guerra y la paz. En Memoria de la izquierda nos asegura que tal volumen tuvo al menos dos lectores comprobados. Acaso exagera.
Lo más formidable del asunto es que una buena tercera parte de las Memoria de la izquierda ¡se ocupa nuevamente del Spaunam!, como si fuera posible que algo al respecto se le hubiera quedado en el tintero. Y es que aquella locura pedagógica y académica lo arrebató por completo, como a algún avatar de Don Quijote, y dedicó buena parte de los años setenta a la creación de un sindicalismo universitario que, desde luego, no se conformaría con gestiones, prestaciones ni cuestiones administrativas y salariales, sino que se proponía reformar o refundar la academia, la universidad. Para luego, supongo, reformar o refundar la patria; y de ahí vámonos recio al paraíso. Soberón acaso no se equivocaba del todo cuando creyó que le estaban arrebatando el escritorio. La “raza cósmica” de Vasconcelos fue reducida a la modestia por la utopía de algunos woldenbergianos arrebatados del SPAUNAM.
Woldenberg vuelve a recordar los episodios del sindicalismo universitario, vuelve a analizarlo, vuelve a discutirlo —nunca dejará de hacerlo: uno regresa una y otra vez, hasta en la más alta ancianidad, a su mejor juventud, como el criminal al lugar de su mejor crimen—, pero ahora nos ofrece también lo que lo rodeaba: el espíritu de la época, los perfiles de la gente que soñaba esa quimera, la cotidianeidad de tales luchas, toda una juventud echada al asador de esa utopía que, sugiere, al menos permitió a muchos jóvenes vivir con impulso vital, esperanza, entusiasmo y dramatismo sus años febriles. El proyecto terminó mal, pero algo del fuego, del fulgor de esas luchas sigue luciente y cálido en las páginas de Memoria de la izquierda.
La penúltima etapa en la cronología de Nuestro Problema Filológico (el NPF) es la más asombrosa de todas. De repente el escritor que se negaba a serlo, que se ponía empresas y obstáculos a cada paso, se recoge —así, como si nada, como si le hubiera dado gripe y ya—, se concentra y logra uno de los títulos más puros e intensos de nuestra literatura contemporánea, un himno intelectual no sólo convincente, sino seductor, a la dicha y a la vida real: Las ausencias presentes. Lo malo de estos escritores rejegos —lo bueno, quiero decir— es que a veces la literatura, que gusta de malos tratos, premia con creces sus desdenes; y se les ofrece de pronto, toda entera.
Finalmente, la Memoria de la izquierda. El profesor Woldenberg cede, y aparece el conversador. Se toma libertades de sintaxis y composición inusitadas. Bromea, reflexiona, narra, hasta alburea (con la tímida coartada de homenajear a Galván).
Le pareció al principio casi imposible recuperar sistemáticamente el recuerdo, y un poco a la manera de Proust, dejó que buenamente los recuerdos llegaran a él, por sí mismos, a su propio capricho, sin exigirles que se adecuaran a formas rígidas. Recuerda y conversa. Remoja su magdalena en el te; “abre la puerta, y ahí están todos los personajes”, como le dijo el mago Luis Miguel Aguilar.
Tenemos ahora un prosista más libre, y aunque no deja de darnos clase de vez en cuando, conversa la mayor parte del tiempo con un tono sonriente de camaradería traviesa. Las andanzas obreristas de Giménez Cacho están narradas en la vena del mejor Gorki. El capítulo sobre la cárcel posee una intensidad lírica sólo comparable a la de su novela. En otro apartado, el de una exposición canina, advierto, además de la memoria, la posibilidad de un cuento político capotiano, de no-ficción, magnífico: cuestión de narrarlo un poco más, de seguirlo narrando como iba, pues de pronto NPF abandona la narración y asume la explicación histórica, discursiva, de los hechos. Los hechos quedan claros, y el magnífico cuento a la mitad.
NPF se impone, sin embargo, dos condiciones extremistas. El moderado Woldenberg tiene sus extremismos. ¡Que Dios nos cuide del radicalismo de los tolerantes! No las objeto: simplemente las señalo. Son tremendas. Nuestro problema filológico empieza a ser un problema al cubo. (Y del cubo saltar al prisma, y del prisma saltar a la esfera, diría Luis Cardoza.) Woldenberg pretende escribir memorias pero:
1) Sin tocar, ni con el pétalo de una rosa, la vida privada ni
2) la fama pública de todos y cada uno de sus personajes.
Jamás me había enfrentado yo, como lector, a semejantes exigencias en un memorialista:
—Voy a recordarlo todo —parece decirnos—, pero habré de filtrarlo con un respeto y una caballerosidad extremosos; será un tiempo recobrado pero sin atropellar vidas privadas, y sin revivir odios ni enconos personales, sin mencionarlos siquiera, apenas aludiendo en lo “universal y abstracto” a los adversarios, villanos u ogros en general.
¡Pero si la mayor parte del sabor de las memorias son precisamente los chismes sórdidos o mohosos, y el desfogue orgiástico de la maledicencia! ¡Hasta San Agustín! Podría llenar un directorio telefónico de los autores de memorias que fueron prestigiosos maledicentes e intrusos en la vida privada propia y de los demás. Sin chismes sórdidos o burlescos, sin maledicencia, ¿qué queda de Proust? (Los propios Evangelios hablan de malas conductas privadas y dan rienda suelta a bastante biliosa maledicencia). Más que cualquier otro género literario, las memorias requieren la complicidad del demonio, que NPF rechaza.
Woldenberg sólo habla mal, por su nombre, de un tal Lechuga, como de un traidor al sindicato. A López Portillo lo censura, pero con una ironía casi franciscana. Los rectores y altos burócratas universitarios, los policías, los políticos, los gobernantes, los ultras sanguinarios, la prensa venal, los especuladores financieros, quedan difuminados como entidades genéricas, a las que sólo se ataca, y con gran batería, en el plano intelectual, pero sin convocar los duros sentimientos, los agrios pensamientos personalizadísimos que alguna vez provocaron. El propio rensentimiento de su vejación en la cárcel se expresa en tonos líricos, escuetos, casi cifrados, más propios del poema que de la conversación. También el pudor puede incurrir en excesos. ¡Puros velascos, nada de orozcos!
Yo recuerdo, por el contrario, unos años setenta de enconos personales de espectacular dinamita: por cualquier nonada se rompían para siempre hasta amores y amistades profundos; y de vidas privadas completamente expuestas al rumor, al chisme, a la insidia, incluso al clamor.
¿Se puede escribir memorias con tal pudor frente a la intimidad de los contemporáneos, y con tal caballerosidad frente a los enemigos, verdugos y adversarios? Woldenberg cree que sí. Sigue siendo todo un problema filológico. Se trata de una actitud ética, o mejor aún, estética, personal; no le parece limpio urgar ni exhibir la vida privada de nadie; no le parece honrado desfogar pasiones “negativas” ad hominem, por justificadas y comprobables que sean. Es él quien establece, explícitamente, estas reglas de su relato.
No estoy de acuerdo, desde luego: sin mala fe, sin lodo, sin el perro humano no hay literatura. El “angelismo” también sugiere un peligro: podría puerilizar un tanto a los personajes, descarnarlos y dibujarlos como claras y simpaticonas sombras pintorescas, en perpetuo estado de gracia. Pero los libros de Woldenberg siguen sus propias teorías (cuenta de su parte con sus clásicos: sus Horacios, sus Virgilios), y sería absurdo pedirle orozcos a los velascos.
Relato y ensayo, informe minucioso y reflexión, conversación y teoría, espléndidas viñetas narrativas y algunas cansinas revisiones de administración sindical, Memoria de la izquierda tal vez admita, mejor que cualquier otra clasificación, la de Petite Histoire, según la entendió en México Luis González y González cuando escribió Pueblo en vilo.
¿Por qué escribir solamente las grandes historias del mundo, de las civilizaciones, de las guerras, y no la de un pequeño pueblo michoacano donde “nunca pasaba nada”, se dijo González? ¿Por qué no la de un pequeño movimiento sindical? Aunque ya dijimos que en la Historia documental del Spaunam caben dos o tres historias universales. Una Petite Histoire en tomos énormes. En lo diminuto cabe todo el universo: el aleph.
La única diferencia consistiría en que el autor es, más que el protagonista, el testigo de lo que cuenta, un poco a la manera de Bernal Díaz del Castillo. El cronista de toda su jocosa, utópica y rumbera banda spaunamera. Recordar lo pequeño conforma un trabajo infinito, diría Funes, el memorioso personaje de Borges.
De esa infinita tarea de escribir una pequeña historia en grandes tomos distrajo a Nuestro Problema Filológico (ó NPF) la tarea no menos infinita del IFE. Nuevamente la literatura postergada, dejada de lado, instalada en el stand-by de “Ya habrá tiempo y condiciones para concluir el relato” cuando culminen las babélicas proezas del IFE, como si alguna vez algún “tirantes” hubiera convertido a todos los rudos en técnicos...
¡Y además, apenas estaba empezando, sólo llevaba una tercera parte! El lector se queda a su vez en stand-by en 1978, cuando Woldenberg abandonaba —¡ya era hora!— el Spaunam y prometía contar otras aventuras. Se trataba de llegar a su renuncia al PRD en 1991. Por culpa del IFE nos enteraremos del resto el próximo milenio.
Pese a todos los spaunames, maps, pesumes e ifes que se ponga como obstáculo, seguramente José Woldenberg continuará asombrándonos con libros tan generosos como Memoria de la izquierda*.

* Memoria de la izquierda (1998), Violencia y política (1995) y Las ausencias presentes (1992) fueron publicadas en Cal y Arena.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Don José Joaquín, como usted lo sabe se no ha ido Carlos Monsivais. A propósito, usted podría ser el Orozco que con pinceles de Velazco nos ayude a pasar este inicio de siglo, la filología no nos lo puede arrebatar para siempre...