lunes, 6 de octubre de 2008

LA POESÍA DE NAYAR RIIVERA

SOBRE NAYAR RIVERA
Por José Joaquín Blanco

La poesía de Nayar Rivera cifra sus emociones en las notas mínimas, frágiles, casi evanescentes de su transcurso cotidiano como claves de su reflexión existencial. No hay lo pequeño en estos poemas, puesto que esos trazos fugitivos y casi silenciosos colman su visión, al mismo tiempo melancólica y fervorosa.
Una entonación y una delicadeza rigurosas, extremadas, del lenguaje y de la composición les confieren una música y un dibujo claros. Parecerían enigmáticos en una primera lectura, pero en realidad son suficientes, pues buscan su fuerza más en la sugerencia que en la enumeración o agotamiento de los elementos de su paisaje.
Dice en algún momento: “la verdad te recorta y tira los restos”. Así veo sus poemas: radicalmente recortados, sin restos: sólo el perfil, la nota, la muesca precisas para que el lector, por su parte, imagine su lectura. Hay quien dice que la escultura consiste menos en enfatizar lo deseado, que en quitar todo lo que le sobra al bloque de piedra. Nayar es un tanto exigente en esos recortes, pero no quita demasiado, sólo todo lo necesario para dejar sola –en su desnuda plenitud- la fibra lírica.
Pongamos un ejemplo. En uno de los primeros poemas que conocí de Nayar me encontré la palabra “rémora”. Conformarse con su significado general, más bien abstracto, de lastre, carga o dificultad, nos extraviaría del poema. Hay que tomar, creo, su acepción original de los pececillos parasitarios que se pegan a los grandes peces: al tiburón y a la ballena: las rémoras, en el sentido zoológico, e imaginarnos que habla de la ciudad de México –no mencionada-, o de la vida, o de la historia, para distinguir –es mi interpretación particular, una entre las muchas posibles- a los mínimos citadinos ajetreados –al mismo tiempo nutridos y asfixiados por el monstruo materno- en el Leviatán urbano:


“Somos tus hijitos
los encargados de limpiar tus molares
tus rémoras
caminamos todo el tiempo allí
caminamos tranquilos entre la mugre
marchamos dormidos al aire libre
oímos cancioncillas pegajosas
durante la hora precisa,
enfrascados, entubados y expulsados
allende el insomnio de las angustias menores,
tras la distancia definitiva del otro lado de la calle
en juegos de arrumacos con la imperfección”

*
Esta desconfianza de la elocuencia, de los motivos abundantes, sobrecargados o enfáticos; esta vocación por la expresión más delgada y desnuda, le permiten asimismo una de las estampas amorosas más auténticas de la poesía mexicana reciente; se trata de un idilio tradicional, hermano de los idilios de la poesía griega, actualizado, recuperado y recortado por su tan personal forma expresiva:

“En un país de flores caminamos
en un país de salmos, de pechos de paloma y arrumacos de [paloma
vamos por la floresta mientras el agua crece y la luz acaricia
y nos asomamos detrás de los ojos, nos decimos palabras de [barba y lengua,
nos miramos nuevos y jugamos a cambiar el clima, al doctor,
a la espalda de fuego

Crujen los nombres verdes y los secos,
Arrullan la mala fama del otoño,
Se posan de cosquillas en los labios de los que cruzan,
De los que caminan, de los que juegan”


No sé que aliterados arrumacos con la letra m hacen tan convincente el verso “caminamos en un país de salmos, de pechos de paloma y arrumacos de paloma”, apoyados por la reiteración epitalámica de la paloma; quizás no haya absolutamente nada más que añadir a “nos decimos palabras de barba y lengua”, y a esas variaciones eróticas de “jugamos a cambiar el clima, al doctor, a la espalda de fuego”.

*
Uno de los principales asuntos de Reglas de urbanidad, si es que se puede hablar de asuntos en un libro de poesía, podría ser cierta desconfianza sobre la realidad del mundo y cierta esperanza sobre la realidad de las quimeras, o de lo ilusorio y onírico, por parte del poeta.
Se diría que Nayar da tanta importancia, y acoge con tanto rigor los indicios mínimos del mundo, porque son los que siente más sólidos, antes que se compliquen y multipliquen en una espesura verbosa, irreal.
También, acaso, porque porque esos parpadeos y jirones de niebla de la realidad, esas hojas de pasto, son más compatibles con el mundo imaginario o deseado… En otro sitio pregunta: ¿”cuál es el porcentaje de quimera que ocupa tu mundo”?
Podríamos también postular que el poeta conspira para repoblar de quimeras sus poemas, al adelgazar las cifras de la realidad y saturarlas de sus corrientes simbólicas.
“Yo me diluyo, yo bebo”, dice en otra parte, como sumándose a un mundo fluido y fugitivo que no busca, para nada, fijarse ni arraigarse en una realidad que le parece sospechosa o equívoca, sino integrarse al transcurso de sus reflejos y reflexiones.
Quizás haya una verdadera protesta contra la realidad abigarrada, espesa.
Cuando el poeta siente su espalda como una fragua donde se funden demasiadas cosas, su boca como un atareado molino, o su pecho como una escritura casi ilegible de tan abigarrada, aspira a la reducción de los rasgos esenciales, casi sensoriales:

“Mi espalda es una fragua,
mi boca es un molino,
mi pecho es un cuaderno demasiado pintarrajeado.
Sólo creo en el pasto, sólo pienso en coger como perro,
sólo deseo esperanza, nada de nombres,
nada de suspiros,
nada de pequeños miedos,
la membrana gris de la muerte, la pobreza,
el tacto y nunca antes,
la maldición del deseo”

*
Reglas de urbanidad, de este modo, despliega poemas de rara elegancia, de acendrada limpidez en su dicción y en su dibujo, que son al mismo tiempo cantos de furia y de entraña. Se viven soñar y se sueñan viviéndose, entre la erizada cotidianeidad y las gasas líricas de la melancolía y la quimera. Rápidos apuntes de carne desgarrada en nubes. Ácidas preguntas que descreen de toda respuesta. Mínimas notas verídicas que desarman falacias o espejismos aparatosos.
Una apuesta radical por los poderes de la metáfora, por el magnetismo de las atmósferas y por la plenitud estética del lenguaje se alían en Reglas de urbanidad a una experiencia apasionada del frágil mundo real y del agudo instante vivido. Nayar Rivera los vive y los contempla desde su reflejo -al mismo tiempo asombrado y escéptico- en un más allá de la realidad y del instante.
Al mismo tiempo conjuros y exorcismos, estos poemas enamorados del tono menor, de la clave precisa, dotan a las muescas o estrías del mundo de su realidad más fina y segura. Son el punto de fuga de su expresión apasionada, sus propias reglas de vida. Una visión fresca, dispersa y múltiple, reconcentrada en rastros, en resquicios, en parpadeos, en niebla y en frondas que lo mismo irisan irrealidades que pesadillas.

No hay comentarios: